América: el sexo negocio avanza sobre la piel de los niños

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Sólo una cauta esperanza –casi un ejercicio de la voluntad– anima a los defensores de los derehos humanos y de la infancia en riesgo el anuncio hecho por el presidente del Brasil en orden a mover la maquinaria estatal para cautelar los derechos de los niños e intentar poner fin a su explotación sexual.

La mayor parte de quienes trabajan por la infancia maltratada y explotada saben que ninguna campaña de esta naturaleza cumplirá sus objetivos mientras subsista la pobreza a nivel de hambre. En Brasil no menos de 32 millones de niños y adolescentes de ambos sexos son parte de grupos familiares con ingresos apenas superiores a un dólar estadounidense por jornada laboral.

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La situación no es mejor en la mayor parte de los países de América Latina, acorralados entre los apetitos desbocados de sus elites, la ideología neoliberal-conservadora y las promesas de la economía de mercado.

ATRAPADOS SIN SALIDA

Abandonados por el Estado, cercados por la pobreza familiar, sin ninguna posibilidad de acceder a la educación, unos 17 millones de chicos latinoamericanos –si no más– trabajan en condiciones de ultra explotación; son esclavos contemporáneos asignados a diversos trabajos domésticos, del campo, callejeros o víctimas de la sexo-explotación, que viene convirtiéndose en uno de los pilares del turismo de los países desarrollados a la región. En el mundo podrían ser 250 millones.

Veintiseis de los países de América Latina ratificaron en su oportunidad la Convenciòn de la OIT para erradicar la explotación laboral de la infancia, pero eso no pasa de papel mojado ante la realidad de sociedades que entregan sus riquezas básicas, y de hecho la administración de su economía, a organismos foráneos.

fotoLos niños cuasi abandonados de ambos sexos, a edades tan tempranaas como los seis o siete años, son parte del paisaje de las calles de México, Buenos Aires, São Paulo y otras ciudades del continente como vendedores de flores, prestos a limpiar los parabrisas ante los semáforos en rojo, hurgando en la basura, pidiendo limosna; en Santiago de Chile acompañan a sus padres a recoger cartón en el elegante y comercial barrio de Providencia, piden monedas para “la micro” (movilización colectiva de pasajeros), se los usa para la venta al menudeo de pasta base en los barrios; en Bolivia y Perú trabajan en las minas, lo que reduce su expectativa de vida a no más de 45/48 años: unos 50.000 en Perú, condenados a morir de silicosis o por envenenamiento con mercurio. Alrededor de 120.000 en Bolivia.

Para no contar los que combaten en Colombia, número que, según la fuente que se consulte, pueden ser tan “pocos” como 7.000, aunque entre 12 y 14.000 parece una cifra más razonable. Muchos se “enganchan” o son reclutados por los contingentes guerrilleros luego de que sus familias fueran asesinadas y sus pueblos y villorrios arrasados por los paramilitares o el ejército; otros, por razones parecidas, luchan por los paramilitares o son arrastrados por la leva de cualquiera de las facciones.

El ingreso del 80 por ciento de los niños que trabajan –no importa en qué– es vital para el sustento de sus familias, según informes de la Unicef. Y constituyen, además, una mercancía sexual de mayor o menor circulación en todos los países latinoamericanos.

DETRÁS DEL SAMBA Y DEL CARNAVAL

En Brasil es la pobreza extrema de buena parte de sus 178 millones de habitantes, la que empuja a los menores al “mercado” laboral; una vez insertos en la trituradora de gentes, les aguarda la continuación de sus procesos de desnutrición y marginación social, y a muchos les espera una tarde el “priviliegio” de una vida “mejor” por la vía de la explotación sexual.

Aunque los cálculos oficiales no son del todo confiables, se estima que unos tres millones de menores de 14 años trabajan, casi la mitad en la agricultura. Los niños que trabajan no asisten a la escuela. Un muchachito, cuando la zafra, llega a cortar un promedio de 2.3 toneladas de caña al día, con el consiguiente efecto negativo para su desarrollo corporal.

Según la Organización Internacional del Trabajo, Brasil es el tercer país del mundo, detrás de Sudáfrica e Indonesia, en cantidad de menores que trabajan en el servicio doméstico, con un total de 559.000 trabajadores –la inmensa mayoría niñas–. Es frecuente que no reciban más paga que la comida, el jergón y algunas prendas de vestir. Tampoco es fuera de lo común que sean utilizadas para calmar los ardores de los hijos de sus “protectores” –cuando no también los del jefe de familia–.

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La explotación sexual de carácter doméstico es una realidad cierta en el horizonte de los niños pobres –y no sólo en Brasil, que se la conoce en todos los países del continente, como supervivencia pálida, pero efectiva, del “derecho de pernada” de los antiguos señores feudales–. En Brasil estos abusos se han reducido respecto de las últimas décadas del siglo XX, pero se calcula que hasta unas 500.000 niñas tienen ese raro honor en las casas de sus patrones.

EL FLAGELO DE LA LUJURIA

Especialmente en el Nordeste brasileño y en las grandes ciudades, la sexo-explotación –en este caso como actividad comercial– de niños y adolescentes, sobre todo del sexo femenino, es alarmante. Según un Estudio analítico de enfrentamiento de la explotación sexual de niñas y adolescentes (1996-2004) de la Universidad de Brasilia, en el 36 por ciento de los municipios del país existen registros de de esta práctica ilegal.

De los 930 municipios brasileños investigados, el 31,8 por ciento pertenece al Nordeste, la región más pobre del país. En seguida, viene la región Sudeste, con un 25,7 por ciento, el Sur con 17,3 por ciento, el Centro Oeste, con un 13,6 por ciento, y el Norte con el 11,6 por ciento de los municipios.

Para combatir el sexocomercio de jóvenes, el equipo investigador recomienda la articulación de tres frentes: políticas que revisen las condiciones de trabajo de las familias, transferencia de renta que llegue efectivamente a los más necesitados y compromiso con la educación de los niños.

María Lúcia Pinto Leal, del Departamento de Servicio Social de la universidad, reconoce que el gobierno se ha lanzado al combate contra la explotación sexual, pero, dice, la política del Estado “está desarticulada y fragmentada”.

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NO TIENE CHIMENAS,
PERO CÓMO ENSUCIA

En febrero de 2004 se conoció un informe de Juan Miguel Petit, relator de la ONU sobre tráfico, prostitución y pornografía infantil. Dicho informe planteó que hasta medio millón de chicas adscritas al servicio doméstico podrían estar expuestas al abuso sexual.

Sin embargo lo más grave del trabajo del Petit se condensa en una frase: «La prostitución infantil era abiertamente visible» en Río de Janeiro y otras ciudades, lo que consignó en la oportunidad de un reportaje realizado por BBC Mundo, en febrero de 2004.

Una de las causas determinantes en el aumento de la prostitución y otras forma de explotación sexual adolescente e infantil, en Brasil y Centroamérica especialmente, es el mayor control y lucha contra esa actividad por parte de las autoridades de los hasta hace pocos años “paraísos de la paidofilia” asiáticos, forzados a hacerlo para preservar sus lazos comerciales e inversiones europeas y estadounidenses.

Los vuelos charter y otros más discretos rebosantes de depravados japoneses, europeos y estadounidenses, principalmente, comenzaron a fines de la década de 1991/2000 a desplazarse hacia el Caribe y Brasil; la industria de la prostitución en general, además, por entonces generó algunos enclaves en la Patagonia argentina, en especial en Puerto Madryn, donde se podía –y se puede– combinar el avistamiento de ballenas con la posterior visita a una muchacha dominicana, por ejemplo, en los burdeles a salvo del viento océanico que barre las calles del puerto.

Chicas dominicanas –expulsadas de sus ciudades y aldeas tropicales por la pobreza, incidentalmente– alimentaron con generosidad la industria del sexo en el norte y sur del continente; aunque, claro, por lo general tenían más de18 años.

El exotismo de yacer con niña negra o mulata –además de otros encantos– arrastraron como en forma natural al carnaval paidófilo hacia Brasil. Petit reflexiona “Yo creo que lo grave es acostumbrase a situaciones y tomarlas como que fueran parte del paisaje y recorrer ciudades de Brasil como Recife, Río de Janeiro, Belem y considerar parte del mismo que haya adolescentes de 14 o aún menos con personas muy mayores de otros países; eso no es bueno, pero se ve permanentemente en las calles y uno se pregunta por qué no se fiscaliza”.

No siempre la lógica primermundista es aplicable a sociedades cuyo tejido está dañado por la miseria y en las que no se preguntan los sobrevivientes cuál fue el precio que pagaron por sobrevivir. Lo cierto es que la legislación brasileña sanciona a los culpables de lenocinio –alcahuetería– y de pederastia –homosexualidad– con penas que varían de cuatro a diez años de reclusión. Pero no es difícil para el empresario en estos menesteres encontrar policías –y funcionarios civiles– amigos que hacen la vista gorda a cambio de contraprestaciones mínimas o simplemente porque no ven nada de malo en ello.

Y lo apuntado no es privativo de Brasil; en México y Argentina, por ejemplo, se ha hecho evidente que el control de la actividad prostibularia muchas veces lo ejercen las policías estatales.

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El calosfrío de la fascinación que puede experimentar un varón maduro del Primer Mundo ante la posibilidad de gozar de una preadolescente o muchacha apenas en edad núbil no rige en América Latina, cuyo pasado agrario, que recuerda mucho al feudalismo, aun hace parecer natural que aquellos que disponen de poder –y de dinero– puedan disponer también del cuerpo de los sometidos. Los últimos escándalos sobre abusos sexuales a menores ocurridos en Chile, que no logran, pese a las investigaciones, dar con los nombres de los abusadores –están, sí, los de los niños abusados– son un buen ejemplo de lo que se señala.

Organizaciones no gubernamentales aseguran que en las calles de las ciudades brasileñas unos 100.000 niños sufren violencia sexual o venden sus cuerpos, y que de cada diez menores que son víctimas de ese abuso, al menos siete son niñas.

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<*> Informe de Gonzalo Tarrués, basado en agencias de informaciones, ONGs y organizaciones internacionales.

Definición

Es trabajo infantil toda actividad, que implica la participación de los niños/as cualquiera que sea su condición laboral (asalariado, independiente, trabajo familiar no remunerado) o la prestación de servicios, que les impidan el acceso, rendimiento y permanencia en la educación, se realicen en ambientes peligrosos, produzcan efectos negativos inmediatos o futuros, o se lleven a cabo en condiciones que afecten el desarrollo psicológico, físico, moral o social de los niños.
O.I.T.

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