Ana María Elía / Cuando la aguja larga del reloj llegue ahí, entonces, tal vez, entendamos.

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Anoche vi Anita, el filme de Marcos Carnevale. En estas ciudades del interior de la Argentina, que zafan de pueblo por poco, cosa que por otra parte no tiene gran importancia porque los puebles tienen” ése no sé qué”, tanto como las tardecitas de Buenos Aires, en fin, aquí, decía, vemos las películas nuevas con cierto retraso, y una por fin de semana, lo que, pensándolo bien, también tiene su encanto, porque la espera genera expectativa y deseo.

Me acomodé en mi butaca preparada para verla con el corazón, desechando los prejuicios originados en críticas bastante divididas. Conocía el argumento, que se puede contar en dos o tres líneas: Anita, una joven con síndrome de Down, deambula, perdida por Buenos Aires, después de que su madre muere en el atentado contra la AMIA, y su propia casa es dañada por la explosión; las historias que se tejen a su alrededor conforman la trama.

Durante casi una hora y media fui completando esa entretejido. Cualquiera podría haberse desesperado ante una situación semejante, ella no, Su particular forma de mirar el mundo y ver a la gente, no sólo le permitió sobrevivir sino que en consecutivos encuentros fue transformando los sentimientos de quienes la ayudaron, entendió la forma en que cada uno lo hizo y lejos de lo que podría pensarse, fue tozuda y exigente en su pelea.

La sostuvo la idea de que su mamá volvería “cuando la aguja larga del reloj llegara aquí (el 12)" . Finalmente se reencuentra con su hermano adulto y entiende la muerte de su madre, desde una aceptación algo exagerada , impuesta por el guion. Le alcanza mirar fijamente al hermano tomar el reloj, ahora roto, en el que le había sido señalada la hora del regreso, por su mamá, y acomodar la aguja larga en el doce, para cerrar una parte de su vida.

Me gustó y me emocionó la actuación de Alejandra Manzo, la Anita de la ficción, recordé que le había escuchado decir al director del filme, que con ella había aprendido, qué la diferencia entre ambos consistía en que filmaban la película ( la vida) con distintas lentes, nada más.

Escribo esto y miro desde mi ventana el frente del Instituto de Educación Especial Arco Iris, no resulta difícil inferir que comparte el adjetivo especial con sus alumnos y alumnas, Me une a esa escuela, no sólo la proximidad en la geografía del barrio, sino también, el hecho de que durante años, mientras yo dirigía la “mía”, (pública y primaria) trabajábamos juntas, en proyectos que porfiaban por la inclusión de los chicos en la escuela “común”. Teníamos alumnos que compartían el tiempo en ambas instituciones, y nos mantenían, aliadas, acciones que a veces nos llenaban de alegría y otras muchas nos desalentaban, pero no nos hacían bajar los brazos.

Mientras me distraigo y abandono el texto, vuelven insistentes, rostros que se semejan mucho. Las personas con el síndrome de Down, todos lo saben, se parecen en algunas de sus características físicas que los vuelven inconfundibles, a veces me pregunto si no será para avisar a algún desprevenido que por ahí va alguien extremadamente sensible, comprensivo y cariñoso, entre tanta otra cosa. Decía entonces que se me imponían las caras de Pali, Milagros, Pablito, Nano, Maruca, a los que diariamente veo llegar al colegio y no podía dejar de pensar en un suceso ocurrido hace pocos días.

Antes de abordar este metarelato, quiero aclarar, que lo que ya dije, permite suponer que los conozco y que, si bien no con la idoneidad de un especialista, sé cuánto y como pueden aprender, cada uno como el ser singular y diverso que es, claro está. Como todos.

Me habían invitado a leer, en Arco Iris, un día de principio de octubre, en que se lleva a cabo la maratón de lectura en el país, designación que me disgusta. ¡Cómo si la lectura fuera cosa de un día y a las carreras! Qué fácil sería si un rato en contacto con la literatura alcanzara para conseguir una Argentina alfabetizada y lectora como reza el "slogan".

A pesar de pensar así, también creo que un rato de buena lectura, es un plato que nos aleja, por unas horas del menú del día. Por supuesto acepté y empezó mi búsqueda. ¿Qué llevaría para leerles? Ya son adolescentes, me decía, y exploraba la sección infantil de mi biblioteca, un estante nada pretencioso al que hace mucho nadie acude. A pesar de tener la certeza de su edad, elegí El bicho comerruidos un hermoso cuento de Silvia Schujer.

Llegué, nos encontramos, nos sentamos en ronda, les leí la historia, buscaron en sus bolsillos ruidos que podrían usar cuando se aburrieran en clase, como los chicos del relato que habían entendido de pe a pa, y de pronto Mili me dijo:

–Bueno, basta, ya está. Estamos un poco aburridos, nosotros. –No le dí más vueltas al asunto, les agradecí la escucha, nos despedimos y salí a la luz de un mediodía que me pareció demasiado frío para la época del año.

Estaba enojada, muy enojada, conmigo misma. ¿En qué punto había perdido la confianza en sus capacidades? ¿Con qué derecho y en función a qué criterios había decidido que ése, que era un cuento para chicos más chicos, era el indicado? ¿Entonces no era cierto que había borrado el trecho entre el dicho y el hecho?

Casi llegaba a casa, cruzar un boulevard lleva minuto escaso, supongo, cuando los escuché. Estaban asomados a la ventana del aula y los varones me gritaban:

–Ana, traenos uno de terror,
–No, de amor –se hacía oir María Paz, al tiempo que cantaba “Te vi, juntabas margaritas del mantel.”

Levanté la mano a modo de saludo y les dije "Lo prometo".

Por aquí estoy, entonces, en la tarde de un domingo, escribiendo un relato que no pensaba, casi apagando la computadora, de cuya tapa debí desalojar, para prenderla, una antología que se llama Dedos en la nuca y una impresión de Aplastamiento de las gotas de Cortázar, que yo no me canso de releer y que a ellos tal vez, también les guste. Me lo dirán una de estas mañanas, cuando vuelva a cruzar.
 
Ana María Elía es profesora y ejerce en la provincia de Córdoba, Argentina.
En www,losbuenosvecinos.com.ar –que cita como fuente a http://ana-delavida.blogspot.com/2007/02/de-la-vida.html

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