ANTUCO, PUERTO MONTT Y LA DEMOCRACIA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

A pesar que de modo sorpresivo se han podido conocer posturas extremas que reivindican el «conjunto de la obra» de Pinochet, ya sea porque evitó «una segunda Cuba» o porque se trató de un «costo de la modernización del país para instaurar un modelo económico exitoso y modernizar al Estado», afortunadamente son cada vez menos los que estarían hoy dispuestos a defender, al menos en el espacio público, el terrorismo de Estado.

Sin embargo, por momentos queda la sensación que con la muerte del tirano los temas relacionados con las violaciones a los derechos humanos en general, y de verdad y justicia, en particular, quedarían superados por efecto automático, lo que constituye un craso error de cara a las medidas concretas que no se deben dejar de tomar en forma permanente para asegurar que la retórica del «nunca más» pueda ser más que discurso ideológico, y se convierta en práctica permanente de parte de las instituciones del Estado.

Para ello, un aspecto importante es hacer frente a que el horror que como sociedad debimos atravesar en dictadura no fue llevado adelante por seres anormales, sino por personas comunes y corrientes, por funcionarios que justificaron su accionar en el hecho que obedecían órdenes.

Aceptar esta triste y dura verdad, que los represores, los asesinos y torturadores fueron gente en su mayoría normal, como cualquiera de nosotros, es la única manera de poner en presente lo que nos ocurrió ayer y que, de no mediar acciones en contrario, vuelve a ocurrir.

Desde luego no se trata que como sociedad vivamos en el permanente temor a la repetición fatal del terrorismo de
Estado, sino por el contrario, asumir que en las violaciones a los derechos humanos no hubo nada de predestinación en juego, sino condiciones de posibilidad que permitieron que personas normales practicaran terror sobre personas normales, sobre los cuerpos y derechos de sus semejantes.

Así, tal como resulta aberrante la conversión de la víctima en responsable de la tortura a la cual fue sometida, operación ideológica que llevó a que chilenos y chilenas fueran reducidas por la prensa nacional a que fueron
exterminadas como ratas
, también resulta un error la demonización del otro que reprimió, consideración que no tiene ninguna relación con promover que
quienes cometieron actos criminales sean juzgados y debidamente sancionados
y castigados.

Es preciso entender que no existió una psicología o biotipo
propio de los represores de parte del Estado dictatorial –nadie nace
torturador o asesino–, como tampoco es dable afirmar que el placer de
humillar y destruir forman parte natural de la condición humana. Los
represores y torturadores no fueron ni excepciones ni fieles exponentes de
una supuesta naturaleza humana.

Del mismo modo, quienes fueron objeto de
tortura tampoco eran seres extraterrestres, sino gente de condición diversa,
hombres, mujeres y niños, comunes y corrientes, pobladores, trabajadores,
estudiantes, profesionales y artistas.

Pero, si esto es así, ¿qué es lo que dio pie a la represión brutal que hemos
descrito socialmente como «violaciones a los derechos humanos»? En las
investigaciones que se llevan a cabo en temas vinculados a la violencia
política y la memoria social, se ha avanzado en concluir que el terror
practicado es multicausal, donde la personalidad de los individuos juega sin
duda un papel, pero no es el único ni el principal.

Determinados contextos históricos y fondos ideológicos concretos sirven de telón de fondo para que
emerja la práctica de la aniquilación del otro, en los que pareciera que
desaparece la responsabilidad de los agentes morales frente a los actos de
violencia que realizan, bien sea porque consideran que lo que hacen es
legal, o por cuanto no se atreven a ir en contra del mandato de la ley que
dicta la situación histórica concreta.

A ello se suma la sumisión del
funcionario al interior de una institución total, como el ejército, en la
que se exige y cultiva la disponibilidad absoluta del individuo a la
institución de diseño jerárquico piramidal, donde el valor fundamental es la
obediencia y la lealtad irrestricta a la autoridad, que lleva a la
suspensión del intelecto como le llamaba Weber, y donde el estímulo hostil
proveniente de procesos de subvaloración de la víctima –a quienes reprimo
no son personas, sino «ratas», «cáncer a extirpar», «televisores a
trasladar», «paquetes a botar!– se suma a procesos de sobrevaloración de la
misma –a quien encierro y torturo es «agente de fuerzas poderosas».

Tal configuración, entre otros aspectos, tuvo en dictadura por consecuencia
que seres humanos normales pudieran cometer actos como los de tortura contra
otros seres humanos. Quienes forman parte de esta socialización, donde el
otro ya no es un semejante sino un subhumano o un sobrehumano, desatan todo
el mal que conocemos como violaciones a los derechos humanos por
realizarlo con recursos o en dependencias del Estado.

Desde esta lógica, por
ejemplo, funcionarios del Estado vertieron bencina y prendieron fuego sobre
una pareja de «antisociales», muriendo bajo las llamas el joven fotógrafo
Rodrigo Rojas de Negri y quedando lesionada para toda la vida Carmen Gloria
Quintana.

¿Pertenecen estos crímenes a un tiempo pretérito? Sí, forman parte de la
dictadura que colectivamente supimos derribar. Pero ¿las condiciones que
posibilitaron tales aberraciones –el fondo ideológico, las instituciones
totales jerárquicas, la suspensión del intelecto del funcionario ante las
órdenes superiores o del reglamento, la subvaloración y sobrevaloración de
la víctima, entre otros– desaparecen por el hecho que nos encontremos en
democracia? No, necesariamente.

Si no ocurren transformaciones profundas a
nivel de las instituciones del Estado, fundamentalmente las que tienen el
monopolio de la violencia, estas lógicas pueden mutar en cuanto a
contenidos, pero pueden seguir operando bajo formatos distintos, sobre
cuerpos diferentes. Si ayer se trataba del «subversivo», la lógica
aniquilante, que no ve en el otro a un semejante, puede trasladarse a un
extranjero, al «delincuente», a otro grupo social.

Cuando uno observa que en democracia jóvenes son obligados a marchar a la
nieve y mueren en Antuco por obedecer órdenes de sus superiores en el
ejército, y como diez menores de edad mueren calcinados encerrados en una
cárcel de Puerto Montt, a cargo de Gendarmería, y se responsabiliza de su
muerte a ellos mismos, es como vivir una experiencia de déja vu. Pues no
olvidemos que ambas son instituciones del Estado que controlan el uso de
tiempo y espacio de las personas a su cargo, y que tienen que garantizar su
derecho a la vida e integridad personal.

¿Por qué mueren estas personas,
bajo qué lógicas y argumentos se justifican estos sucesos de parte del
Estado? ¿Por qué ocurren, porque no se previenen, por qué persisten? ¿Qué
socialización están teniendo los funcionarios que no son capaces de evitar
que estas situaciones se den? ¿No tienen los recursos, las falta la
formación, es un problema de voluntad política?

Porque estamos en democracia y no en dictadura, y de suponer es que ahora el
Estado democrático no ha olvidado que los pelaos y los cabros narcos son
seres humanos, de igual valor que el funcionario estatal que los controla.
Porque presumimos, además, que la defensa de los derechos humanos que el
gobierno chileno busca promover desde instancias internacionales es para
todos y todas, no solo para quienes fuimos víctimas de las violencias de la
dictadura, sino también para quienes padecen las violencias de la
democracia.

Sería más pertinente dejar de esmerarse por enseñar a otros
países lo mucho que ha avanzado Chile, y preocuparse más de que compatriotas
están siendo convertidos en infrahumanos que mueren, sin odio y sin amor, en
la nieve ardiente de las instituciones del Estado.

Muéstrame tus cárceles y te diré quien eres, partamos por casa mejor.

———————

* Sociólogo.

http://manuelguerrero.blogspot.com.

mguerrero@uchile.cl.

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