Apuntes: Erotismo y pornografía

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La diferencia entre erotismo y pornografía -de haber alguna- es muy sencilla: erotismo es lo que yo haga; pornografía lo que hacen los demás. Aunque últimamente hayan surgido verdaderos «espíritus fuertes» para declararse pornógrafos (sin mencionar a nadie), la tendencia es siempre maniquea: el erotismo es bueno, la pornografía es mala. Con lo que todo queda como al principio, ya que nadie va a declararse reo de una maldad.

No obstante, algo ha cambiado. Antes nadie se atrevía a confesar sus inclinaciones eróticas; ahora hemos regresado al maníaco de Freud, para el que hasta tropezarse con alguien en la calle era una manifestación de erotismo apenas encubierta. Con lo que salimos perdiendo.

Si todo es erotismo, si se disfruta lo mismo al ponerse los zapatos que al soñar con una actriz de moda, la vida, además de muy económica, va a resultar muy aburrida a fuerza de ser excitante.

Quienes realmente la pasaban bien eran los victorianos, por llamarlos de algún modo. Y los católicos. Y los puritanos. Y, en general, todos los reprimidos, voluntaria, social o religiosamente.

Un excelente historiador de las costumbres victorianas, Peter Gay -decididamente, hay apellidos que obligan-, ha demostrado que la abundantísima prostitución de finales del XIX no se debía, como se pensó, a la moral conyugal, sino al exceso de demanda: los caballeros victorianos al parecer gozaban de una superabundancia sexual.

En dos platos: la burguesía, en su grande y bella época, hinchó el erotismo y al excedente lo llamó pornografía. Tenía para tomar y dejar. Vivían impregnados de lo que fingían aborrecer; todo era erotismo indirecto: desde las modas (aquellos bustos prominentes, aquellos talles de avispa) hasta la ópera (sobre todo Wagner, lleno de poderosas Walquirias y solitarias Loreleis) pasando por la haute cuisine, los trenes y los jardines.

fotoPorque aunque Emmanuelle se haya empeñado en probar lo contrario, para hacerlo sirven mucho mejor los trenes que los aviones. Desarrollaron un sutil y sabio juego de sugerencias u ocultamientos que lograba el renovado milagro de hacer apetecible y aún deseable lo que, de suyo, no pasa de ser una monótona gimnasia. «Querido -comenta ella mientras- hay que volver a pintar el techo».

La tesis de Peter Gay es que fueron los literatos -sobre todo, Baudelaire y Flaubert- quienes en su odio cerrado a la burguesía y sus costumbres, destruyeron el maravilloso equilibrio entre incitación y satisfacción al declarar incompatibles, por ejemplo, la pasión y el matrimonio.

La verdad que si en esto se va a meter el mundo de las letras, la cosa viene de atrás, pues ya Stendhal había jugado una mala pasada cartesiana al clasificar los distintos tipos de amor. Pero no cabe la menor duda de que la síntesis, la culminación del proceso destructor, le correspondió a Proust: la felicidad es solo una ilusión, obsesión siempre insatisfecha; y los celos el inevitable final de todo affaire.

Tanto como la permisividad la mella y embota, las inhibiciones estimulan y acicatean la emoción. Russell, que de eso sabía algo, sostenía que no hay como el aguijón de lo prohibido para incitar la imaginación amorosa.

La conclusión es obvia: en vez de hacer que todo sea sano y deportivo erotismo, a la sueca, regresar a la mas estricta y victoriana prohibición, que declaraba pornografía hasta el colocar la cuchara al lado del tenedor. Sin la presencia permanente del mal, ¿cómo disfrutar del bien?. ¿O de lo que se disfruta en realidad es del mal?

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* Escritor y médico argentino.

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