Arabia: …Y lloverá sobre el desierto

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La información del canal de TV árabe Al Arabija se esperaba; nadie quería que el hecho, advertido por sus ejecutores, se convirtiera en realidad, pero el asesinato por degollamiento y posterior decapitación de Paul Johnson ocurrió el viernes 18 de junio de 2004: «Como prometimos, los muhajidines hemos decapitado al rehén estadounidense Paul Marshall, después de agotarse el plazo dado al tiránico gobierno saudita».

El plazo se refería a la oferta, realizada el martes 15 de junio, de canjear la vida del estadounidense Paul Marshall Johnson- apresado seis días antes en la capital saudí- por la liberación de un grupo de supuestos militantes de Al Qaeda. Tanto Wáshington como Riad se negaron a negociar con sus captores.

El bosque de la Humanidad perdió otro árbol.

Pocas horas antes de la muerte de Johnson su cónyuge, acompañada por los dos hijos del matrimonio, pidió por la libertad de su marido, funcionario de la Corporación Lockheed Martin -cuyo negocio es la fabricación de aviones y otro armamento de alto nivel tecnológico-. No fue oída.

El lema de la Lockheed Martin es «nunca olvidamos para quien estamos trabajando». Sus contactos con la marina de EEUU y el Pentágono son fluidos. ¿Habrá recordado Johnson, de 49 años, la consigna empresarial mientras estaba arrodillado, inerme, consciente de que alguien acercaba el alfanje a su garganta?

El asesinato del ingeniero se produjo un mes después de la ejecución en Irak, por el mismo procedimiento, del también ciudadano estadounidense Nicholas Berg. No caben dudas que ambos crímenes son abominables si las víctimas no aportaban al esfuerzo imperial; si lo hacían, pese a la natural repugnancia que suscitan en las buenas conciencias deberán entenderse como adscritos a otra lógica.

Las últimas horas de Berg en libertad, o aparentemente en libertad, son fascinantemente confusas: había sido, al parecer, «interrogado» por agentes del FBI en Irak (¿el FBI en Irak?) y luego entregado a la policía del régimen; habría hablado por teléfono con su familia en la tierra patria la misma tarde de su secuestro; sería agente de la «inteligencia» estadounidense; habría sido un ingenuo luchador por los derechos de los iraquíes; acaso fue un rebelde; tal vez un joven con mala suerte…

El asunto del imperio

Las bodas y otros festejos son peligrosos. Lo prueban esas muertes masivas, primero en Afganistán y no ha mucho en Irak, definidas como «daños colaterales» de una guerra planetaria que -se insiste- sus iniciadores no querrían librar.

Las embajadas y los hospitales son también un llamado al riesgo mortal. Lo prueban, por ejemplo, la embajada china en Belgrado cuando la «acotada» guerra en Serbia y un hospital bombardeado -claro: involuntariamente- en Bagdad. Belgrado y Bagdad, cada cual a su modo, resistían sendas invasiones, que en el caso serbio no se produjo por vía terrestre.

Otro Paul Johnson, británico e historiador de profesión, se pregunta si Estados Unidos es imperialista (www.newcriterion.com/archive/21/jun03/johnson.htm). El escritor italiano Giulietto Chiesa, en cambio, lo da por sentado: «El 11 de setiembre ingresamos en la era del imperio. Y el imperio decidió entrar en guerra», escribe en La guerra infinita (Ediciones del Leopardo – El Periodista, Santiago de Chile 2004**). Pero allí donde Chiesa apela a los hechos, Johnson se remite a la justificación teorética.

En From the evil empire to the empire for liberty (Del imperio del mal al imperio de la libertad) el interrogante que articula la argumentación del historiador -a la que da una respuesta afirmativa- es si la reacción estadounidense a lo sucedido el 11 de setiembre, de aciaga memoria, constituye el comienzo de un nuevo orden internacional.

Imperio del mal es un término acuñado por Ronald Reagan en un discurso en Londres, en la Cámara de los Comunes, en junio de 1982; se refería, obvio entonces, a la URSS. Razón nada despreciable para el Johnson historiador en la construcción de su teoría de un imperio «bueno»…

Escribe Paul Johnson en el artículo mencionado: «Primero es importante comprender qué queremos decir con la palabra imperio. En su núcleo significa «dominio» e implica ‘dominio sin límites’. Un país al que se lo designa como imperio es uno que posee numerosos territorios pero, lo más importante, la soberanía absoluta sobre sí mismo». Una soberanía, fuer es decirlo, que se ejerce sin considerar la posibilidad de otras -o contra de aquellas-.

Imperium en la Roma latina es una potestad de la investidura que acompaña a ciertas funciones públicas. Un magistrado provisto de imperio debe ser obedecido. Obediencia que se exige y acata en virtud de costumbres y normas elaboradas por la sociedad para su defensa ante acciones individuales o grupales que socaven lo que -pero mucho después- comenzamos a llamar «pacto social».

¿Qué pasa cuando el funcionario -o una corporación o una liga de corporaciones- se convierte en emperador, – imperator-, es decir cuando asume que debe ser forzosamente obedecido sin consideración de los límites del territorio donde se convirtió en cabeza de gobierno?

«Una cosa es clara -razona el Johnson historiador-: «América difícilmente cesará de ser un imperio en el sentido fundamental (del término)». El «América» a que se refiere es mucha gente, y esa gente -que habla no menos de 100 lenguas e idiomas- jamás fue consultada; al contrario, conforma el estamento de los ilotas del imperio.

No fue consultada más de un siglo atrás, en los muelles de La Habana, cuando se «probó» que un barco, el Maine, había sido ferozmente saboteado. O en años previos, en Texas -«no creáis lectores el mito de El Álamo»-, o en California, antes del fatal descubrimiento del oro (que no fue del coronel Sutter).

Imperialismo es una mala palabra y en América -pero no en la América de Johnson- existe precisa y preciosa memoria de ello, siempre asociada a algunos nombres de personas muertas y con muchos muertos sin nombre: Nicaragua, con Sandino, primero, y los sandinistas, después; Guatemala y Jacobo Arbenz; Allende en Chile…

Y, claro, también asociada a 1959 y unos tipos de barba que llegan a La Habana.

El imperio es otra cosa

Estados Unidos -América, según el profesor Paul Johnson, que del otro Johnson, el asesinado, no sabemos casi nada- «no compartirá su soberanía con nadie»; el término soberanía quiere decir poder: capacidad de decidir y actuar. El «destino manifiesto» de este país no considera la posibilidad de otros destinos para otras tierras.

Veamos.

Las empresas que compran azúcar en El Salvador -por ejemplo The Coca-Cola Co., la bebida del «marine»- adquieren a sabiendas un producto del trabajo infantil estableció la organización ciudadana Human Rights Watch (HRW).

Un reciente informe de HRW (http://hrw.org) señala que la zafra requiere que los niños utilicen -y se hieran con ellos- machetes y cuchillos afilados para cortar la caña de azúcar y arrancar las hojas de los tallos, un trabajo que realizan hasta durante nueve horas al día bajo un sol abrasador.

La Organización Internacional del Trabajo estima que no menos 5.000 -y probablemente hasta 30.000- menores de 18 años trabajan en las plantaciones de azúcar salvadoreñas. Coca Cola quita la sed.

Provistas de ciudadanía imperial empresas como Coca Cola o Nike -ropa, zapatillas y otros adminículos deportivos- no necesitan razonar su soberanía para la explotación del trabajo infantil (o del trabajo de los adultos). Soberanos son -argumentación perfecta- quienes contratan con ellas la venta de su fuerza de trabajo: nadie los obliga.

Que en un país lejano, «periférico», como Paraguay los cesanteados conductores de autobuses de transporte público se crucifiquen -con las manos clavadas al madero de la cruz- es al fin de cuenta un asunto personal (http://noticias.arcoiris.tv/modules.php?name=News&file=article&sid=160); son fracasados incapaces de aprovechar las oportunidades que brinda la vida.

Otra cosa es cuando esos otros, los no ciudadanos del imperio, toman la guitarra. En ese momento comienza la lucha por las libertades fundamentales y embarcan los marines para hacerlas efectivas. Embarcan y luego desembarcan: Panamá, Antigua, Honduras, Cuba, Nicaragua o las playas de la tropical Veracruz, en el Golfo de México. Se ocupan también de otras regiones: Afganistán, por ejemplo. Y se empantanan en Irak, allí no más, frente a Arabia S audita: algo para recordar.

Sin olvidar, con Colombia casi en el saco, la enorme mancha verde-vegetal amazónica y la otra mancha verde, de verde-petróleo, que es Venezuela.

Johnson una vez más: «Pero (Estados Unidos) no permitirá que la ONU o cualquier otra organización perturbe su derecho natural para defenderse como lo estime conveniente (…) El imperio para la libertad es la dinámica del cambio». Aleluya.

La guerra por otros medios

Durante la tarde y la noche del sábado -tiempo de América del Sur- Riad se convirtió en coto de caza. El primer resultado de la cacería contó cuatro muertos: Abdel Aziz al Muqrin, sindicado como jefe del Al Qaeda en Arabia, y tres lugartenientes. Algunas informaciones hablaron de siete cadáveres acribillados.

El ingeniero estadounidense Paul Marshall Johnson era -dicen los cables- sólo un técnico de mantenimiento de los helicópteros Apache que mantiene EEUU en Arabia, no un combatiente. El toque romántico, que exaspera, lo ponen los cables al relatar que vivía muchos años -una década- en el país, al que amaba y de cuya cultura era un estudioso.

Johnson era un combatiente; vestía de civil, cierto -igual que los invitados a esa boda que murieron en una aldea afgana cuando los jets (que Johnson no reparaba) les dejaron caer, como obsequio macabro, una torta de misiles y bombas-, pero su trabajo consistía en asegurar la operatividad de naves de guerra empleadas o preparadas para ser utilizadas en acciones militares cuyos objetivos son familiares, amigos, compatriotas de sus ejecutores.

La guerra no es sólo la política por otros medios. La guerra es la única política posible en la lógica de la dominación.

Paul Johnson era un combatiente y, como los soldados, un empleado de la guerra, no un «civil» inocente y desguarnecido; su trabajo era vital dentro del esfuerzo bélico imperial.

Paul Johnson no caminaba por las calles de Dresden o Hiroshima cuando comenzaron a caer las bombas; era, al contrario, parte de los equipos que cargan las bombas -o los misiles- en esas sofisticadas naves que los arrojan o dirigen desde las alturas hacia formidables blancos enemigos: un banquete provinciano, la sala infantil de un hospital, mujeres que hacen las compras en un mercado barrial.

Su muerte se lamenta -al fin y al cabo decían los gnósticos que cada persona es una estrella, y no sabemos qué ocurre con las estrellas apagadas-, pero que sea abominable su asesinato no debe ocultar los hechos: Johnson fue un combatiente y murió por serlo. El no inventó los medios contemporáneos utilizados en esta guerra global, pero era parte voluntaria, y a sabiendas de lo que hacía, de la maquinaria bélica imperial.

Tal vez -en el razonamiento de Giulietto Chiesa- ni siquiera era un ciudadano del imperio; lo servía y eso hizo de él un enemigo de los enemigos del imperio. Su muerte, por último, puede contribuir a que advirtamos con mayor nitidez los objetivos de este imperio supranacional de territorio indefinido y gobernantes desconocidos.

Johnson murió en Arabia. Los jefes del imperio comienzan a cansarse de los wahabitas que gobiernan la superficie de lo que es importante en ese desierto: petróleo. Al Qaeda, así, parece es un pretexto, otro más. Y no está de más recordar, por cierto, quienes y por qué alentaron el comienzo de la organización.

No hay neutrales en esta guerra. El bosque perderá otros árboles.

** La obra puede econtrarse en castellano en el enlace a la Biblioteca, en la parte superior de la pantalla.>br
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*Periodista y escritor

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