Arafat murió hace mucho tiempo

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Una vez más, Yasser Arafat se muere. Creímos que lo habían matado allá por 1982, cuando la fuerza aérea israelí voló alrededor de Beirut, atacando edificios de departamentos y casas donde se creía que estaba de visita. Las bombas despedazaron a cientos de civiles libaneses inocentes, pero Arafat jamás estuvo allí.

Después creímos que murió al estrellarse su avión de línea en el desierto libio, pero fue el piloto quien falleció, al igual que el guardaespaldas que lo protegió con su cuerpo en el asiento.

Luego pensamos que había llegado a su fin en el camino a Bagdad, donde sufrió un trombo arterial. Pero médicos jordanos lo trajeron de regreso al mundo de los vivos.

Ahora, una vez más, nos preparamos para el fallecimiento del anciano. Y sin embargo, como el Papa, parece seguir adelante una y otra vez.

Es un hombre cansado, no sólo por sus repetidas muertes, sino por la vida también, un hombre que se casó con la revolución -como descubrió su esposa- en vez de desarrollar una estrategia coherente para un pueblo sometido a ocupación.

Y al final se volvió, como tantos otros líderes árabes, y como los israelíes querían que fuese, un pequeño dictador, que repartía dólares y euros entre sus fieles pero avejentados comparsas, haciendo promesas falsas de democracia, aferrándose al poder en las ruinas de su oficina de Ramallah.

Si hubiera hecho lo que se esperaba de él, si hubiera gobernado «Palestina» (las comillas son cada día más importantes) con mano dura y aplastado toda oposición y aceptado todas las demandas israelíes, ahora sería capaz de visitar Jerusalén, incluso Washington.

Recuerdo cómo, poco después del famoso apretón de manos en el jardín de la Casa Blanca, le dije a un amigo israelí en Jerusalén que me parecía justo que ahora tuviera que vivir con Arafat de vecino. Después de todo, le dije, yo había tenido que sufrir su casi ocupación de Beirut occidental durante siete años. Eran los días en que prometió el retorno de todos los refugiados de la Palestina anterior a 1948 a sus hogares, cuando deliberadamente sacrificó miles de vidas palestinas en el campo Tel-El Zaatar para ganar la simpatía del mundo, cuando toleró los secuestros de aviones y hablaba de «democracia entre las armas», y con el tiempo dejó a su pueblo a merced de los verdugos israelíes de la Falange.

La cara de Arafat jamás llegaría a los muros universitarios como los rostros del Che Guevara o incluso Fidel Castro. Había y hay todavía cierto desaliño en ella y tal vez eso es lo que los israelíes vieron también, un hombre en quien se podía confiar para servir de policía de su pueblo en sus pequeños batustanes, otro testaferro que dirigiera el espectáculo cuando la ocupación se volviera demasiado fatigosa.

«¿Puede Arafat controlar a su pueblo?» Esa era la pregunta que hacía Israel y el mundo la repetía obedientemente sin darse cuenta de la verdad: que ésa era precisamente la razón por la que permitían el regreso de Arafat a los territorios autónomos, para «controlar» a su pueblo. La única vez que se enfrentó a sus amos israelíes y estadunidenses fue cuando se negó a aceptar 64 por ciento del 22 por ciento de Palestina que le dejaron. Regresó en triunfo a Gaza y dejó que los israelíes pregonaran que le habían ofrecido 95 por ciento pero que él eligió la guerra.

Cuando comenzó a negociar con los israelíes, ni siquiera había visto un asentamiento judío, pero depositó su confianza en los estadunidenses -lo cual siempre resulta peligroso en Medio Oriente- y cuando Tel Aviv empezó a renegar de los retiros, no hubo nadie que ayudara al palestino. Israel rompió cinco veces los acuerdos de desocupación.

Luego vinieron la segunda intifada, los ataques suicidas palestinos y el 11 de septiembre de 2001, y fue cuestión de tiempo -unas seis horas, para ser exactos- antes que Israel ligara a Arafat con Osama Bin Laden y dijera que también Ariel Sharon combatía al terrorismo en su batalla contra el «terrorista» Arafat. En un país donde la palabra terrorista se usa aún con más promiscuidad que en Estados Unidos, fue aplicada a Arafat por todo oficial de policía israelí, y por todo periodista de derecha fuera de Israel.

Sentado como una lechuza vieja y moribunda en su cuartel de Ramallah, Arafat debió haber pensado que poseía una distinción singular. Algunos «terroristas» -Jomeini, por ejemplo- murieron de viejos. Otros -Kadafi viene a la mente- se volvieron estadistas por cortesía de sujetos mendaces como Tony Blair. Otros -Abu Nidal es un candidato obvio- fueron asesinados, a menudo por su propia gente. Pero Arafat es quizás el único hombre que empezó como un «superterrorista» y de la noche a la mañana se convirtió, por virtud de los acuerdos de Oslo, en un «superestadista», y luego volvió a ser un «superterrorista». No es raro que a menudo parezca perder concentración, que se equivoque en los datos y caiga enfermo.

Como todos los dictadores, se aseguró de no tener sucesor. Pudo haber sido Abu Jihad, pero fue asesinado por los israelíes en Túnez. Pudo haber sido uno de los líderes militantes a los que los israelíes han estado ejecutando mediante ataques aéreos en los dos años recientes. Aún podría ser, con escasas posibilidades, el encarcelado Marwan Barghouti. Y si los israelíes deciden que éste podría ser el líder -tengan por seguro que los palestinos nada tendrán que decir en el asunto-, las puertas de la cárcel podrían abrirse para él.

Sí, Arafat podría morir. El funeral sería la acostumbrada tortura del baño de retórica. Pero la verdad, me temo, es que Arafat murió hace años.

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Publicado originalmente en el diario británico The Independent.
Versión del diario La Jornada de México, según traducción de Jorge Anaya.

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