Bolivia: Construir no es lo mismo que sumar

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Íñigo Errejón*
La arrolladora victoria en las elecciones presidenciales de diciembre de 2009 ha supuesto, paradójicamente, una pesada carga para el Movimiento Al Socialismo.

Los espectaculares resultados de entonces merecieron dos lecturas complementarias en el oficialismo: en primer lugar, que la oposición estaba en proceso acelerado de descomposición, una vez que su bloque oriental había comenzado a resquebrajarse por las cuñas de apoyo incipiente al MAS en terreno antes altamente hostil; el segundo, que el 64% recibido por Morales y Linera para su reelección significaba un apoyo masivo y decidido al “proceso de cambio”. Juntas, estas dos afirmaciones arrojaban un panorama caracterizado por la resolución unilateral del antiguo “empate catastrófico” a favor del Gobierno y los movimientos sociales que le apoyan.

Los resultados de las elecciones regionales y municipales de este 4 de abril obligan a revisar críticamente esa representación del escenario.

Que las élites tradicionales en descomposición política hayan festejado unos resultados que en cualquier otro país serían paupérrimos, sólo ilustra la profundidad de la crisis que atraviesan desde la caída del Estado neoliberal. No obstante, que los medios del oficialismo y sus simpatizantes fuera del país aseguren que la clave fundamental de lectura de las elecciones pasadas es la continuidad del liderazgo nacional del MAS no ayuda en absoluto al fortalecimiento, avance y profundización del proceso de cambio abierto.

En lo fundamental, es justo decir que no ha habido tanto movimiento en el mapa político. El MAS sigue siendo el único partido nacional, la única sigla que se repite en las papeletas de los pueblos y barrios de toda Bolivia. Además, sigue siendo mayoritario a una considerable distancia de sus fragmentados adversarios, y sigue teniendo capacidad de determinar la agenda política y el horizonte simbólico en el cual se inscriben las propuestas y proyectos del resto de actores políticos.

Sin embargo, estas elecciones también han apuntado los primeros indicios, mínimos hasta ahora, de posibles grietas en el bloque indígena y popular: el siempre temido enclaustramiento en el voto rural, masivo pero insuficiente si el retroceso del voto urbano se agrava; el nacimiento de opositores que se reivindican del “proceso de cambio”; y las tensiones locales entre la autonomía de comunidades y bases sindicales y el aparato oficialista de reparto de cargos y candidaturas.

El MAS sólo ha vencido en dos capitales regionales, y en las dos con resultados ajustados: en la amazónica Cobija, merced a una fortísima y prolongada campaña gubernamental de erosión del poder de los caciques locales, y en la ciudad de Cochabamba, frente a casi ninguna oposición y con un buen candidato, en una plaza que se le resistió en las elecciones generales de diciembre. En el resto de ciudades importantes, ha perdido. Aunque el MAS aspiraba a ganarlas, no sorprende su derrota en los enclaves urbanos del oriente, foco principal de la reacción.

Es en el occidente andino donde los resultados resultan preocupantes. El MAS pierde en la ciudad de La Paz, sede de los poderes ejecutivo y legislativo y tradicional feudo de la izquierda y los movimientos sociales, y en la ciudad minera de Oruro. La victoria en El Alto, por su parte, es de una dimensión mucho menor que los históricos e inéditos porcentajes de apoyo a Evo Morales (de hasta el 90%) en esta ciudad aymara y emblema de la autoorganización y la movilización popular. ¿Qué ha sucedido? ¿Muestran estos retrocesos un desgaste del gobierno y una desafección hacia la transformación social en marcha? En mi opinión, esta es una conclusión insostenible. Con tan poco tiempo de distancia entre los espectaculares resultados en las elecciones legislativas y presidenciales de diciembre y los del pasado domingo 4 de abril, la diferencia de voto en los mismos lugares obedece necesariamente a causas locales. El MAS rompió con su tradicional aliado, el Movimiento Sin Miedo, que gobierna la ciudad de La Paz y es un partido con una cierta capacidad de gestión y producción de cuadros de clase media y un perfil moderado de izquierdas. La euforia por su éxito abrumador en las elecciones generales llevó a muchos dentro del MAS y los movimientos sociales a comenzar a ver como innecesaria la alianza con el MSM, o al menos a reclamar que ésta se reconvirtiese con la subordinación de “los sin miedo” al partido de gobierno. La negativa de éstos determinó una ruptura que se ha agravado por la habitual práctica de calificar a cualquier adversario en los mismos términos que a la oligarquía reaccionaria.

La operación de distanciamiento con el MSM, que en su momento parecía plausible, se ha revelado a posteriori como un error, por cuanto la división del voto progresista no ha beneficiado al MAS, y el MSM ha salido reforzado de esta pugna, como legítimos partidarios del “cambio” que han sido maltratados por el oficialismo en su práctica de apisonadora. El periódico El País ya se apresuraba a saludar, inmediatamente después de las elecciones, al partido del alcalde de La Paz Juan del Granado como “una oposición progresista y democrática a Morales”. Esta es una herida por la que el MAS ha perdido votos urbanos de clase media que le son muy valiosos, y que podría ser aprovechado por una derecha política, inexistente hoy en día, adecuada al nuevo escenario y no nostálgica del viejo Estado neoliberal-patrimonial.

No obstante, este intento de “OPA hostil” y distanciamiento posterior no habría cosechado tan malos resultados de no ser por las deficiencias propias del MAS.

El Movimiento Al Socialismo llegó al gobierno en diciembre de 2005 tras haberse convertido en el catalizador de las protestas insurreccionales contra la estrategia de acumulación neoliberal. Su preeminencia política derivaba de haber sido capaz de condensar una diversidad de demandas populares (por la defensa de los servicios públicos, por la nacionalización de los hidrocarburos y las minas, contra la ruidosa y permanente injerencia política norteamericana, por la reforma agraria en el oriente latifundista, por la descolonización del estado y la autonomía y el territorio indígenas, etc.) en torno a la oposición contra las viejas élites gobernantes, dentro de un discurso nacionalista y popular, al que se sumaba la cuestión indígena por el insoslayable protagonismo de las mayorías sociales aymaras y quechuas (y en menor medida indígenas amazónicos) en el ciclo de movilización antineoliberal, y la emergencia de una robusta identidad étnica.

La procedencia cocalera del MAS -y la concatenación en la lucha por la defensa de la hoja de coca de la cultura indígena, el antiimperialismo y el enfrentamiento a las políticas neoliberales- permitió esta condensación, y el despliegue de una hegemonía expansiva nacional-popular con marcado carácter indígena, pero no indianista. La lógica política de acumulación y resistencia fue tremendamente exitosa para construir un bloque social que derrotó a las clases dominantes arrebatándoles la conducción del estado y, más importante, su liderazgo político. Este proceso no se cierra con la victoria electoral en 2005, sino que continúa, ganando en conflictividad, hasta el desenlace del intento fallido de golpe de estado apoyado en la derecha regionalizada, que marcó el agotamiento político de la reacción.

El partido de gobierno, sin embargo, no ha acometido seriamente, en su media década en el poder político, la urgente tarea de producir capas dirigentes nuevas adecuadas a las necesidades del proceso de transformación política y social. Esto le hace dependiente de una cierta casta burocrática oportunista que no es ni técnicamente eficiente ni políticamente afín. Le hace también extremadamente vulnerable a las continuas reclamaciones de puestos y cargos para los líderes movimientistas y sindicales, como recompensas políticas por la fidelidad de “sus” organizaciones populares. Esta dinámica, además de trabar el desarrollo de un Estado para la transformación socialista –con todos los matices que se quieran poner aquí-, ha pesado en la designación de candidatos a las elecciones municipales y regionales.

Pero hay otro factor preocupante: la ausencia de un discurso político propio, que vaya más allá de la suma de elementos corporativos y los integre en un proyecto unitario, ha sido sustituida hasta ahora con la vinculación entre las masas y Evo Morales, y con las continuas apelaciones al pasado como la época a la que todos los contendientes políticos –no por casualidad sistemática y abusivamente tachados de “neoliberales”- quieren volver. Esta carencia ideológica propia, que muchos observadores del proceso confunden con una pugna entre “proyectos” al interior del MAS casi invisible, converge con una concepción vulgar de la hegemonía, entendida como la mera agregación de sectores políticos a una alianza basada sobre la preeminencia del MAS y Evo Morales, y sostenida por los movimientos sociales. La labor de “creación” de una nueva voluntad colectiva es sustituida así por un ansia por integrar todo y a todos en el oficialismo, con sus identidades y posiciones previas intactas.

Las candidaturas presentadas a estas elecciones son una buena muestra de estos dos problemas. En el oriente del país el MAS, convencido de que sólo puede ganar si se “disfraza”, se ha dedicado a presentar candidatos tales como una ex Miss Bolivia para la Gobernación del departamento de Beni, que propuso trabajos forzados para los delincuentes, o un empresario antiguo aliado de la derecha para la alcaldía de Santa Cruz de la Sierra. En ninguno de los casos ha servido para ganar. En occidente, con notables excepciones como la candidata a alcaldesa de La Paz y el candidato electo a la alcaldía de Cochabamba, la mayoría de los candidatos han sido mediocres o cuestionados por las organizaciones populares y/o comunidades indígenas. Al respecto, es extremadamente ilustrativo el mal resultado del MAS en localidades “duras” del altiplano aymara donde Evo arrasa, y en las que ahora se han impuesto candidatos más apegados al tejido comunitario y sindical local, que se presentaban por otras listas. Esta es, por otra parte, una sana manifestación de autonomía política de los sectores subalternos, que no le extienden, al menos en lo local, cheques en blanco a nadie.

La sociedad boliviana, marcada por una profunda heterogeneidad, es un terreno necesitado de poderosos liderazgos políticos que articulen esa dispersión en un sentido unitario. El MAS realiza esta operación con bastante éxito en la escala nacional, pero a nivel local, por las dinámicas señaladas, su perfil se diluye, el peso del mito “Evo” disminuye, y el voto se fragmenta. Esto es un problema, pero se equivocan quienes quieren entenderlo en clave de debilitamiento del movimiento popular.

La legislatura que comienza, en cualquier caso, estará marcada por el desarrollo legislativo de la nueva Constitución, en materias tan importantes como la estructura territorial del nuevo Estado autonómico o la reorganización del Poder judicial. Para ello, el MAS cuenta con una mayoría cómoda en el legislativo y el apoyo unánime de las organizaciones sindicales y de una amplia mayoría de la población boliviana, como jamás ningún gobierno anterior tuvo, y que le han hecho ganar estas últimas elecciones, venciendo en términos absolutos y en seis –quizás cinco, depende del recuento en el disputado Pando- departamentos sobre un total de nueve, y creciendo en los otros tres.

Conviene no obstante leer los resultados del pasado 4 de abril como un indicador, apenas dañino todavía, de las deficiencias del proceso de emergencia popular, que necesita consolidarse construyendo la nueva institucionalidad posneoliberal, y por unificar al bloque indígena y popular “haciéndose Estado”, librando una prolongada batalla por la primacía cultural e ideológica, para la que no hay atajos.

* Investigador en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Ejecutivo de la Fundación CEPS
 

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