Cautelosamente pesimistas

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Nieves y Miro Fuenzalida.*
 
Según un dicho el optimista inventa el avión. Y el pesimista el paracaídas. Si nos fijamos bien en la historia humana el optimismo y el pesimismo parecieran ser actitudes que se alternan periódicamente y, en ocasiones, conviven una al lado de la otra en mutua tensión
¿Es posible todavía escuchar ingenuamente al optimista cuando el pesimista muestra que vivimos en un mundo cada vez mas miserable?

En su versión religiosa el mensaje optimista de la larga tradición de los padres de la Iglesia y de los filósofos de la Edad Media se nutre del primer capitulo del Génesis. Es el Creador mismo quien contemplando su obra al termino de cada día afirma que es buena porque es Él el que la ha hecho. Y al sexto día proclama que su creación es realmente muy buena. Desde San Ireneo ésta ha sido la piedra angular del optimismo cristiano. Y si hay algo malo en el mundo es por el pecado humano que será redimido en el reino de Dios.

El filosofo Leibniz, culminando esta tradición demuestra que después de todo, este es el mejor mundo posible.

La versión secular optimista de la vida igualmente cree que, si las cosas no son buenas ahora, el futuro las cambiara porque el progreso histórico contiene la promesa de que lo bueno que habrá en el mundo del mañana compensara la existencia del mal y el sufrimiento humano y animal. En la utopía tecnológica contemporánea los “nanorobots” detendrán la destrucción ambiental producida por la revolución industrial y proveerán energía barata, limpia y segura y la nanomedicina virtualmente eliminara todas las enfermedades comunes del siglo XX, permitiendo la extensión de las capacidades humanas, especialmente las habilidades mentales.

Los seres humanos tendrán la misma capacidad para almacenar información que una computadora. El beneficio de largo alcance para la sociedad será el surgimiento de una nueva era de paz. La solución de la pobreza, la educación y la salud harán al ser humano más feliz y tendrán muy pocos motivos para hacer la guerra. La idea del progreso funciona aquí como la compañía de seguros. Si algo malo pasa, ella cubrirá las perdidas.

¿No es ésta, en el fondo, la moral del contador? En la columna de la izquierda colocamos las perdidas. En la de la derecha, las ganancias. Al final del día las ganancias superan las perdidas.

La otra visión

George Harris, profesor de Berkeley, propone el siguiente experimento mental. Imaginemos, dice, que dentro de los próximos cincuenta anos la población del mundo será el doble de lo que es hoy. De acuerdo a las mejores predicciones científicas las posibilidades de salvar un ambiente natural capaz de sostener siquiera a un cuarto de esa población es imposible. La polución, en ese momento, habrá pasado el límite de cualquier posible recuperación. La declinación será lenta y, a pesar de los controles voluntarios y gubernamentales, el curso será irreversible.

Imaginemos que gradualmente perderemos la batalla con las enfermedades y que las investigaciones médicas no podrán competir con el ritmo mutacional de los virus y bacterias, fuente de tantas enfermedades. Lo que no estamos dispuestos a conseguir a través de controles voluntarios se lograra a través de las enfermedades incontrolables que diezmarán la población humana, a pesar de los esfuerzos de la ciencia.

Imaginemos que la tierra empezara a recuperarse lentamente y que nuevamente podrá sostener a lo que queda de la población humana que lograra vivir por muchos siglos floreciendo y sufriendo en forma parecida a como vivimos en nuestro lejano pasado.

Imaginemos que después de varios ciclos de florecimiento y sufrimiento humano habrá un cataclismo cósmico que pondrá fin a la historia del planeta sin que dejemos señal alguna, como si nunca hubiésemos existido.

Ahora, supongamos que tenemos una bomba a nuestra disposición y que si la detonamos pondrá fin a todo esto sin una gota de dolor… ¿que razones podríamos tener para no hacerlo? ¿Y si no es ahora, lo haríamos en otro momento del ciclo?

¿Cómo responder a estas cuestiones? El pesimismo afirma que de acuerdo a la extensión de nuestro sufrimiento hubiera sido mejor que la vida humana, como un todo, nunca hubiese evolucionado, no porque carezca de valor intrínsico, sino porque su valor, comparado con el grado de sufrimiento, no es suficiente para transformarla en una experiencia positiva. Para el pesimista no es suficiente mirar hacia atrás, hacia la historia de nuestro sufrimiento y nuestros valores morales y contrastarlos con los bienes que el progreso futuro nos pudiera traer… ¿Qué razones tenemos para creer que el sufrimiento del pasado será cancelado por la felicidad del futuro?

Si la trayectoria del progreso moral la medimos por la reducción del sufrimiento animal y humano los resultados no son muy alentadores. En números absolutos hoy hay más sufrimiento en el mundo que en cualquier otro momento de nuestra historia. Según la Organización Mundial de la Salud tres mil millones, la mitad de la población mundial, sufren de malnutrición. Si este curso continua, al final de la primera mitad de la centuria la cantidad de seres humanos sufriendo de malnutrición será igual a la totalidad de la población actual.

Más de 11 millones de niños mueren anualmente antes de cumplir cinco años por enfermedades totalmente prevenibles. Este es un aumento neto del sufrimiento. Incluso, si la promesa revolucionaria de justicia social y económica se cumpliera la redistribución radical de la renta ayudaría a prevenir la explosión demográfica.

El problema es que cuando las condiciones materiales mejoran la presión sobre el medio ambiente aumenta porque usamos las ventajas tecnológicas para mejorar nuestra existencia. Desgraciadamente este uso acelera la destrucción del medio ambiente. Si no mejoramos las condiciones de vida de la población millones morirán de hambre y enfermedades. Si las mejoramos con la ayuda de la tecnología moderna el medio ambiente no podrá sostenernos a todos. Con toda probabilidad agotaremos los recursos naturales mucho antes de que el sol se apague.

La vida pareciera estar poblada de sueños frustrados. En un tiempo no muy remoto las pestes diezmaban las comunidades humanas. Los antibióticos nos liberaron de ellas. Su sobre uso y la capacidad adaptiva de los virus y bacterias muy bien pueden traerlas de vuelta en unas pocas décadas.

Según San Agustín Dios no tiene nada que ver con el sufrimiento humano. Este es causado por nuestro libre albedrío. Luego, uno podría preguntarse ¿si nuestro libre albedrío no mejoro las condiciones del pasado…  porque las mejoraría en el futuro? Los creyentes viven con la esperanza de que Dios, en algún momento, intervendrá en este mundo y nos salvara de nosotros mismos y de la naturaleza ¿No es esto el reconocimiento de que sin la intervención divina no hay razón para sostener el optimismo en un mundo natural? En el gran libro de los cálculos la columna del sufrimiento siempre sobrepasa la de la felicidad.

Si, en última instancia, la felicidad no cancela el sufrimiento, ¿vale la pena el surgimiento de la vida humana? Solo si contraponemos, dice Kant, el sufrimiento en contra de la dignidad humana y no de la felicidad. La dignidad, el respeto al ser humano es superior a cualquier otro valor. Y no hay justificación para que la felicidad, por muy grande que sea, viole o disminuya la dignidad humana. “Pobres, pero dignos” como predicaba el melodrama de tiempos pasados.

Todo el sufrimiento vivido solo tiene sentido a la luz de este valor. La dificultad, sin embargo, es que en esta visión no hay nada que cuente como evidencia que indique cuándo la cantidad de sufrimiento es demasiado alta para continuar costeando la dignidad… ¿Hay un momento en que el valor de la dignidad deja de ser superior al valor de la felicidad y el rechazo al sufrimiento?

El kantianismo secular niega optimisticamente que en el futuro Reino de los Fines la producción de la dignidad pueda justificar cualquier cantidad de sufrimiento. Muy bien puede que así sea. Pero, la porfiada realidad se nos impone ahora. El valor de la dignidad o la virtud humana no es suficiente para escapar al pesimismo.

El problema con las utopías sociales que anuncian la llegada de la armonía social como ultimo destino es que carecen de toda evidencia histórica. Si queremos justificar el valor de la civilización humana tendremos que hacerlo sin la ayuda de las utopías religiosas o seculares. Sin el reino de Dios, la sociedad sin clases o el fin de la historia.

Si no hay una estructura atemporal trascendente o un telos histórico que pueda justificar nuestros dolores, ¿cómo podríamos escapar al nihilismo? Sufrir con un propósito es una cosa. Sufrir sin sentido, es otra completamente diferente ¿Cómo podríamos soportar el sufrimiento sin sentido del mundo y, al mismo tiempo, no ser destruido por el? ¿Cómo, en medio de la irracionalidad destructiva, todavía podríamos decirle si a la vida? Afirmando activamente el mundo en lugar de insistir en la búsqueda de un supuesto sentido ya presente en el. Y crear sentido es la labor del individuo.

Cuando contemplamos el drama humano desde el plano personal ninguno de nosotros estaría dispuesto a terminar la existencia o ponerle fin a la especie humana.

Desde una perspectiva impersonal la realidad humana fácilmente se puede construir como una patética repetición de sufrimiento, destrucción y muerte. Pero a nivel individual la perspectiva cambia y vista desde aquí el significado y aprecio a la vida surgen, no de valores universales y transcendentes, de morales escritas en piedra, sino de aquello que en algún momento nos importa y nos da una razón para disfrutar y vivir con pasión, para sacrificar nuestra felicidad y bienestar por la seguridad de quienes amamos o por la persecución de nuestros sueños y compulsiones. Comparados con nuestros dolores éstos se nos aparecen como algo mucho más importante.

El flujo vital, la riqueza energética de la vida afirma la existencia, incluso en medio de la inescapable tragedia. Como individuos no necesitamos proyectar nuestra existencia hacia el futuro o mirar al pasado para justificarla. Construimos nuestra historia personal aquí y ahora con lo que tenemos a mano. Y si continuamos viviendo es porque consideramos que la vida vale la pena de ser vivida… ¿o no?



 * Escritores y docentes. Residen en Canadá.

 

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