Chile: – ACELERADA DEPRECIACIÓN

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El Senado de la República rechazó el llamado «proyecto de la depreciación acelerada», presentado por el ministro de Hacienda al parlamento. Que no haya dado lugar al trámite «civilizado» de la idea no es grave –se discutirá en las comisiones respectivas de las cámaras; lo grave es que acompañaron a la oposición algunos senadores de «primera plana» del pacto –la Concertación– que gobierna el país.

De manera muy simple, la depreciación acelerada conforma una serie de medidas y normas que permiten a las empresas –digámoslo así– dar por perdido –depreciar– el valor de sus bienes de capital en plazos más breves que los estimados habitualmente, lo que conformará un nada despreciable «plus» (bonus track?) a la capacidad de inversión de las empresas.

Se parte de la idea de que los tratados de libre comercio –que se firman en este país con la velocidad de un niño devorando galletas dulces– exigirán de un aumento de las actividades productivas y la modernización de su parque tecnológico. Y, porque la tecnología es cara, se quiere estimularlas permitiéndoles la depreciación acelerada de esas adquisiciones.

Ahora bien. No está probado que la suma de te-ele-cés firmados signifiquen un aceleramiento de la actividad industrial. Chile continúa exportando poco valor agregado –por ejemplo el envase vistoso de sus salmones envenenados, el «packaging» de frutas y verduras a costa de la humillación de las trabajadoras y trabajadores «temporeros»–.

El proyecto de ley supone una suerte de mini «boom» productivo, y como la maquinaria de última genracion y la novísima tecnología son caras en el mercado internacional, se trata de favorecer la creación de empleo y darle un empujón al crecimiento de la economía, considerando que son las grandes empresas locales las que necesitarán de esas máquinas, robots y «software» operativo.

Las pequeñas y medianas empresas a lo sumo cambiarán su computadora, la camioneta de reparto, el tractor, el color del celular. Pero, en su pequeña y despreciable condición, ellas también se verán favorecidas por la depreciación acelerada. Menos, claro, puesto que el beneficio será mayor para quienes más inviertan. No es lo mismo depreciar aceleradamente una máquina para hacer tallarines que una avioneta para proteger los lindes del fundo.

La justificación no hace más que constatar un hecho: los únicos empresarios que pueden endeudarse adquiriendo estos «motores» –activos fijos– para la producción son los grandes. Como lo saben cientos o miles de pequeños emprendedores –o personas que quisieran jugar en «este lado» del capitalismo–, los créditos de la banca para ellos tienen condiciones e intereses leoninos. Que aporten el 75% del empleo del país es secundario.

Lo cierto es que la economía chilena carece de una política de estímulos, asesoría, tributos, en fin, que permita al sector pequeño y mediano un desenvolvimiento razonable. La guagua regalona del Estado –o de quienes operan como sus «representantes»– ha sido y es la gran empresa –y si es de capitales extranjeros mejor, como lo prueba la actividad en el rubro minería–.

Llama la atención que algunos senadores –que ayer votaron en otra materia contribuyendo al caos –hambre, enfermedades, quiebre de la solidaridad social– de la pesca artesanal, se arrojen ceniza sobre el pelo condoliéndose porque el proyecto de marras objetivamente favorece sólo a la gran empresa. Es de esperar que su conducta sea el reflejo de un genuino cambio espiritual.

En verdad lo que se juega con proyectos legislativos como el de la depreciación acelerada no es la sonrisa de un ministro –que a veces parece un actor de TV– sino el modelo que su generación dibuja para el país de sus hijos, asumiendo que sus padres –en política– ya «quemaron» dos generaciones. No puede el ministro Andrés Velasco decir que los senadores opuestos a la niña-ley de sus ojos son ignorantes.

El asunto no es que lo sean, el asunto es que se trata de un choque absurdo de veleidades elitistas y visones diferentes de la realidad –concreta, inmediata– social de Chile. Probablemente ni opositores ni favorables ni votantes «sí» a regañadientes saben en qué país viven. Lo probaron en la capital con la maravilla Transantiago, con los trenes detenidos, con las autopistas más caras quizá de América, con los pavimentos que se trizan y los puentes que se caen o no se construyen. Lo prueban con el edificio más alto de la región, que misteriosamente se levanta pese a la oposición de los vecinos del área.

La inmoralidad de sus sonrisas modeladas tal vez por un asesor de imagen queda al descubierto con cada niño mapuche condenado a la pobreza, con cada niño que sale con sus padres a recoger cartón, con cada promesa de «servicio público» indetectable.

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Mientras el sector que se dice representante de la ciudadanía –ahora no hablan de pueblo, dicen gente– juega sus tongos de boxeador irremediablemente condenado al olvido, comienzan a moverse las fuerzas sociales, contradictorias, sin claridad e inevitables. Pinta oscuro el futuro. Pero, como siempre, oscuras son las horas previas al amanecer.

La única que no ve la posibilidad del amanecer –los otros se abroquelan en la oscuridad– es Mamá Oca: cuan poco demoró en desconocer la ilusión del pueblo –perdón: de la gente– que la invistió.

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