Chile es binominal. – UN ARREGLÍN Y TODOS CONTENTOS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Perder los siete millones de pesos, número redondo, que perciben todos los meses a modo de dieta los sufridos parlamentarios –más otras lindezas que convenientemente se traducen también en dinero– no pesan en éstos a la hora de sentarse a discutir el final del binominalismo. Muchísimo más gastaron los «representantes del pueblo» en la última semana de sus campañas electorales. Y lo harán en las que vengan.

Todo a su tiempo y armoniosamente, dijo Perón en la Argentina; aquí los tiempos son flexibles y la armonía un asunto estrictamente musical.

Siete millones puede parecer mucho a un joven periodista que araña los doscientos mil, o a un repositor de supermercado, que cobrará unos 150.000 o a un profesor que con suerte y mucho sudor llega a los 400.000. Hay humanos de primera, se sabe, y de segunda, de tercera y cuarta. Y los hay fuera de todo listado, más iguales: como los cerdos de Orwell.

La necesidad de cambiar lo que bien se puede definir como la regla de oro del juego de la representatividad política en la tutelada democracia chilena es de vieja data; de hecho era una de las expectativas ciudadanas en 1990, que entonces no pudo ser porque, como se sabe, el gobierno del democristiano Patricio Alwyn fue uno de «lo posible», definido por lo que al dictador hasta la víspera y ya entonces ex «Presidente de la República» que había «permitido» el regreso de la democracia –Pinochet Ugarte– le gustara o antojara.

El sistema binominal –tanto para mí, tanto para tí (ver Addenda)– goza de buena salud; es un transatlántico, o transpacífico, de ultra lujo del que nadie quiere desembarcar y al que todos los pro hombres ganosos de «trabajar» por la patria pretenden abordar. A cómo de lugar. Los municipios y las cámaras legislativas son llaves para el acceso al poder y a los negocios.

No es –¿era?– desdeñable la aproximación reformista de la presidencia. Pensando que la izquierda menos «enteléquica» que aquella que se autodefine como tal al interior de la Concertación, esto es, la que encabeza orgánicamente el Partido Comunista podría conseguir poco más del 10% de los votos –y con suerte un par de diputados para empezar otra vez la carrera a los puestos de mando–, pero previendo que tal vez el aburrimiento ciudadano otorgue a los «nuevos jugadores» (el propio PC, la Izquierda cristiana, algunos Mapu, los humanistas, quién sabe uno de los sectores disconformes –o avergonzados– del socialismo y, ¿por qué no? algunos MIR redivivos, en fin) un porcentaje mayor, astutamente, la reforma propuesta entregaba un quinto as.

As o comodín de 20 diputados más de los actuales. No es poca cosa –y ni hablar del recargo fiscal en dietas y otras gabelas– puesto que asegura, incluso con maremoto castigador, al «stablishment» (Concertación+Alianza) conservar una amplísima mayoría a repartir, considerando que ninguna organización política de las excluidas del paraíso binominalista tiene en la actualidad experiencia en campañas electorales de cara a una ciudadanía hace tiempo convertida en consumidora. Y tampoco los recursos ni la prensa necesarios.

El dañado tejido social chileno quiere «ver», necesita «percibir», anda a la caza de honestidad, de justicia, de solidaridad, pero ha perdido –a bala primero, hace años, y a costa de incongruencias, doble estándares, contradicciones, y ejercicio de «goebbelismo» después– capacidad de análisis y cultura política. Sabe lo que no quiere, pero no sabe qué quiere –o no se le ocurre, todavía, cómo conseguirlo–.

La última vez que fue consultada la ciudadanía fue en tiempos de Allende, para las elecciones municipales –y así le fue–; el plebiscito del sí o del no en rigor más que una consulta, fue tanto un trámite como un ensayo para perder definitivamente el miedo al fusil y al campo de concentración. Desde esos días para acá, desierto. Caminar en el desierto.

Desapareció –la hicieron desaparecer– la prensa de ideas; queda por ahí Punto Final, capacidad crítica, bases para una propuesta política, El Siglo: básicamente para la militancia PC; The Clinic en camino a ser bufón del poder; El Periodista, empecinado en el juego de sobrevivir; y algunos medios digitales: entre el zig-zag, el balbuceo, la diatriba, la denuncia y la seriedad. Comienzan a entrar al ruedo radios y televisoras comunitarias y mapuches, pero es un camino largo y ya verán cómo las callan o las ciegan.

Por ahora Renovación Nacional exige condiciones para respaldar el proyecto de reforma al sistema electoral binominal y –porque hay mucho que conversar– virtualmente ordenó se retire la suma urgencia para el proyecto, que significa diez días para ello. Agachándose, el flamante ministro secretario general de la Presidencia se apresuró a decir que existe disposición para dar “los pasos que sean necesarios” para no empantanar –¿acaso no está empantanada?– la iniciativa.

El mayor plazo es para charlar con sus pares concertacionistas y concertados; nadie ignora que un buen número de ellos están «recontra» cómodos con el binominalismo.

Los partidos Comunista e Izquierda Cristiana, por su parte, acusan a la Unión Democrática Independiente (UDI) de antidemocrática, autoritaria y dictatorial, luego de anuncio de que impediría la reforma al sistema electoral. ¡Enhorabuena por el descubrimiento!

Otra función, en suma, del mismo circo. El neoliberalismo conservador chileno y algunas «izquierdas» –los que tienen camarotes en el barco y los que hacen cola para adquirirlo– no necesitan ir a la tienda para conseguir la soga de su ahorcamiento: la tienen en casa y, parece y ojalá, han comenzado a desenrrollarla. El riesgo social no es que se cuelguen, es que acuerden y terminen por comerse, juntos, un asado de ánade.

Addenda
EL SISTEMA BINOMINAL

Quiere decir, en suma, dos nóminas, pero como se habla de un mecanismo electoral, de dos partidos, dos grupos que se oponen uno a otro, que compiten. Pero, eso sí, nada de «fair play»; el juego justo no tiene nada que hacer. En rigor el binominalismo impide la competencia política y favorece los acuerdos –de caballeros o no, casi siempre no– entre los partidos y las coaliciones.

Consiste en que cada distrito o circunscripción electoral elige a sus representantes sólo entre las dos listas más votadas, a razón de la mitad para cada una, a menos que la lista que sume más preferencias obtenga el doble de votos que aquella que la sigue, en cuyo caso, como cuando se jugaba a la pirinola, se «lleva todo».

Supongamos que en una circunspripción se presentan varias listas de otras tantas agrupaciones para elegir cuatro diputados. Una obtiene el 40%, la otra el 21%, una tercera el 20%, otra más el 16% y que el saldo, hasta redondear el 100% son votos en blanco y nulos. Las dos primeras se irán a casa cada una con la mitad de los parlamentarios, sin importar que la primera casi la haya doblado a la segunda y que la tercera esté prácticamente a la par con aquella segunda.

No será exagerado pensar que se ha burlado a la ciudadanía que, en el ejemplo, claramente quiso decir que prefería ser representada de un modo más amplio. Resulta obvio que la ley de marras persigue un objetivo que trasciende el comicio: persigue fortalecer un sistema político de dos partidos –o coaliciones– e impedir, simultáneamente, que las minorías ciudadanas puedan tener voz y voto en los asuntos públicos que trata el congreso.

La perversión no termina allí, puesto que al margen de permitir una representación exagerada a grupos políticos eventualmente minoritarios, reprime la libre circulación de ideas y propuestas, confinando las discusiones al interior de cada agrupación de partidos, entre los que bien puede producirse –y la opinión pública chilena lo ha presenciado– verdaderos actos de canibalismo.

Quizá el gran «mérito» de este sistema es reducir el número de organizaciones políticas con posibilidad de influencia nacional para dar mayor «gobernabilidad» al país. Gobernabilidad que, en el fondo, es un tanto ficticia: un enorme porcentaje de personas no se inscriben en los registros electorales por lo que es legítimo suponer no se sienten representados por quienes fueron elegidos en cada turno electoral. Y no se inscriben porque el mecanismo pisotea la expresión de su voluntad.

El otro mérito es que –como ha sucedido en Chile– la vida política se «homogeiniza» toda vez que se hace difícil distinguir diferencias entre una coalición y otra –salvo por el estilo de los berrinches que se llegan a conocer–.

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