Chile: oscura primavera. – EL ORO CHINO DE PINOCHET (II)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No pediré perdón por haber escrito un artículo cuyo asunto se refiere a lo que al momento de publicarlo parecía una certeza: el descubrimiento de una gran cantidad de oro en lingotes depositados en la bóveda de un banco de Hong Kong atribuidas a Pinochet, no a Daniel López; nuestras fuentes de información fueron impecables: la prensa más seria de Chile –y de otros países: la noticia ardió cual molotov– y los dichos del ministro de RREE chileno, a cuyo despacho primero llegó la especie.

Tampoco manifestaré ningún arrepentimiento por algunas apreciaciones vertidas en ese texto, que alcanzan al ex dictador y en general a los dirigentes políticos chilenos, que gustan de ser calificados –no importa que banderas porten o qué intereses representen– como «líderes» y coquetean con ser descritos como «elite». Los dos términos son incorrectos; hasta el mote de «dirigentes» probablemente les quede grande: son administradores. O meros amanuenses.

(Incidentalmente, la nota en cuestión puede leerse aquí).

Es tan denso, oscuro, pesado, repugnante el legado del ex dictador, fue tan monstruoso e inmoral su accionar y el de la enorme mayoría de quiénes aún lo rodean, y de muchos que se le distanciaron –principio, se diría, de la repulsión de los iguales–, que la recta razón no consintió dudar cuando se informó que el bribón podría haber ocultado un tesoro, sino que exigió aceptarlo. Se pudo poner en tela de juicio la cantidad de oro, pero no su existencia.

¿Dejà vu?

La entidad financiera afirmó con premura que el documento que avala la denuncia es apócrifo, una falsificación; inevitablemente muchos recordaron con la misma velocidad –la memoria, esa maldita pecadora– que un cierto número de bancos y personajes, chilenos y extranjeros, negaron en su momento toda posibilidad de que el ex practicante de karate y otras disciplinas –o integrantes de su familia, incluidos alias y heterónimos– pudiera haber eludido impuestos o tener dinerillos de origen dudoso en el exterior.

Alguna dama entrada en años, de esas que dieron joyas a pedido de la satrapía –¿las recuerdan o saben de ellas?–, luego de escuchar la información en la radio, acarició por un instante con un dedo el anillo de cobre que le dieron para que no olvidara que a la Patria dio uno de oro mientras con simultaneidad acarició también la nostalgia de esos días que le parecieron tan puros y llenos de ideales…

No hay mal que por bien no venga: si de cierto el pillo y criminal anciano no posee una bóveda personal, no se le abrirá otro proceso y entonces tal vez –sólo tal vez– la inefable acción judicial acelere las últimas diligencias que podrían terminar por condenarlo más de 30 años después de formuladas las primeras denuncias, pedidos los primeros habeas corpus, derramadas las primeras lágrimas, perdidos tantos futuros ante el pétreo, inconmovible o simplemente cobarde actuar de jueces y otros cómplices suyos cuando los años de gloria de su pequeño Reich miserable.

El ministro coquetea con el absurdo

Lo más sabroso de este episodio, que por ahora es anécdota, lo puso sobre la mesa de la opinión pública el ministro Foxley, de RREE, al decir con inocultable tono defensivo y de disculpa, que su oficio jamás pretendió –con el asunto de los lingotes– «ofender la honra de las personas», es decir, puesto que aparecía como el único involucrado, la de Pinochet.

¿La honra del que todo lo deshonró o mandó deshonrar? Foxley juega con fuego. Porque en definitiva la honra no es más que el respeto de la dignidad propia, la buena fama que se obtiene por ejercicio de virtud y méritos. Y la dignidad es decoro del comportamiento; todo eso ajeno a quien se autopromoviera a capitán-general.

¿O acaso quiso el ministro jugar con el lenguaje y endosarle a Pinochet, con sarcasmo, una personalidad y género que el resto del mundo desconoce? Porque honra es también «pudor, honestidad y recato de las mujeres».

Casualmente pudor, honestidad y recato fueron las primeras características que sus esbirros –los de Pinochet– buscaron quebrar en las que llamaron «putas de izquierda». No lo consiguieron, naturalmente, en una enorme, increíble mayoría de las veces.

Hoy muchas, ya ancianas o enfermas que padecen los ecos de esas torturas en sus huesos frágiles, hoy las desaparecidas y sus desaparecidos hijos, hoy los que han llorado tanto –y tanto han confiado en aquellos como Foxley– esperan algo tan simple como justicia. Justicia, no interesa la indefendible por inexistente honra de Pinochet.

Dejà vu: expresión francesa –ya visto, quiere decir– que describe la sensación de que se ha sido testigo de algo o ya se ha estado en un lugar desconocido o ante una situación nueva.

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