Crónica de un viaje por el México militarizado

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Juan José Carrillo Nieto.

Antes de que Felipe Calderón tomara el poder por la vía del fraude electoral, viajar en las carreteras del país, sin duda significaba admirar bellos paisajes, montañas, bosques, algunas lagunas, entre otros. Si se viajaba al sur, Chiapas y Oaxaca eran el antecedente de la militarización, si bien se observaba la actitud hostil contra las comunidades zapatistas, había por momentos, cierta discreción gubernamental en su acoso. A partir de que Calderón decidió la militarización, el nivel de violencia se ha ido extendiendo a lo largo y ancho del país.

El estado de Michoacán, uno de los que más gente expulsa a los Estados Unidos para trabajar como migrantes, es uno de tantos focos de violencia que se ha generalizado de manera alarmante. El pasado mes de diciembre, un grupo de amigos decidimos organizarnos para conocer ciertos rincones del país, aprovechando una semana de vacaciones. Había la intención de llegar, tras dos o tres días de camino, a un lugar de playas sin hoteles, con lugares para acampar, ahorrar dinero y disfrutar de la naturaleza en el estado de Michoacán.

Al salir de la Ciudad de México, todo parecía un viaje común, sin embargo, al tiempo que nos alejábamos, comenzaban a aparecer grupos de policías federales fuertemente armados, en 3, 4, 5, 6 o más camionetas. Cabe señalar, que la Policía Federal está formada por militares en activo, por lo que una de sus posibles diferencias es el uniforme. Al llegar a la ciudad de Morelia, que era el lugar intermedio entre el DF y las playas michoacanas, era común observar a los policías federales, entrando y saliendo de la ciudad, viajando por las carreteras para distintos rumbos, siempre en grupo.

Tras otro día de viaje, llegamos a la Ciudad de Lázaro Cárdenas, cruzando por los ahora famosos puentes de la presa del Infiernillo, lugar común para colgar cabezas en Michoacán, desde que Calderón lanzó su guerra contra el narcotráfico.

Quedaban sólo unas cuantas horas al norte, para llegar al lugar prometido, playas sin hoteles, paisajes, sol. Pero el camino ya no era una autopista sino una carretera, con curvas peligrosas, y que pasaba pueblo por pueblo a lo largo de la costa; los paisajes, sin duda, eran espectaculares. En este momento, el panorama cambió radicalmente, pues encontramos un retén militar, y el patrullaje de los policías federales era ya constante. Además, sus armas estaban fuera, apuntando a lo que se movía.

Los policías tenían su rostro cubierto con pasamontañas… y apuntando a sus alrededores. Lo peor: entraban de esa manera en cada pueblo, rutinariamente.

No es el tema de esta crónica conocer de las habilidades de quien conducía el automóvil, pero si es importante señalar que alrededor del medio día el auto salió de la carretera, y sin heridos de por medio, nos dejó al pie de un barranco entre dos de estos pueblos. El accidente ocasionó que estuviéramos parados todo el día al pie de la carretera, esperando a una grúa que trasladara el auto y poder viajar al pueblo más cercano para hacer las respectivas llamadas telefónicas.

Me tocó trasladarme al pueblo, y esperar a la entrada de éste, la llegada de la grúa. Fueron alrededor de seis o siete horas de espera, y como estaba a la entrada del pueblo, veía el ingreso de la Policía Federal, con las características que antes señalé: autos blindados, policías encapuchados y armas apuntando hacia todos lados: comercios, casas, arbustos, calles. Al mismo tiempo, gente que prefería entrar a los comercios y casas, y de alguna forma huir de aquella imagen y de la mirilla de las armas; y otros tantos, que preferían seguir sus vidas, como si nada estuviese ocurriendo, como si la militarización fuera un fantasma, como si Calderón nunca hubiese tomado el poder y no existiera esta guerra.

Tuve la necesidad de tomar un taxi varias veces en aquel día. En ese pequeño pueblo había pocos taxis, y siempre viaje en el mismo, por lo que aproveche para conversar con el conductor, hacerle preguntas, remover sus pensamientos, conocer sus conclusiones.

El conductor, primero con desconfianza, dijo que la política del país estaba mal, sin mayor detalle. Pero con el paso de las horas, y los viajes, tuvo la confianza para decir lo que él pensaba y las preguntas que rondaban su mente:

¿Por qué Calderón en lugar de llevar militares a Michoacán, no llevaba escuelas?

¿Por qué Calderón no fomenta el empleo bien pagado, para que la gente decida trabajar en actividades legales?

Incluso aceptó que el tráfico es común aquellas comunidades, y que él mismo, en algunas ocasiones había hecho algún traslado para comprarle comida a su familia o llevar dinero adicional a su casa. Cuando pasaban las camionetas de la policía, comentó la antipatía que despertaban en los pueblos y comunidades, pues llegaban a amedrentar, actitud que contrastaba con la de algunos traficantes, que incluso han apoyado a algunos pueblos construyendo un camino o apoyando económicamente alguna escuela pública.

Para el conductor, la opinión generalizada en las comunidades es que Felipe Calderón, intencionalmente, intenta aniquilar los pueblos, ya sea por la vía del hambre, o por la de las balas.

Ya anocheciendo llegó la grúa por el auto, el exceso de militares no servía para este tipo de casos. Por si fuera poco el susto del accidente, debíamos trasladarnos a las instalaciones de la policía para rendir declaración, pagar la multa por el daño a la carretera y liberar el automóvil, serían alrededor de las 21:30.

El aspecto del lugar, simplemente era espeluznante, pues en el mes de septiembre había sido atacado por grupos armados en la madrugada. Para poder llegar a la oficina y hablar con el jefe, había que atravesar el patio y pasar detrás de la barda de costales de grava y líneas de acero que protegían las instalaciones; entre estas bardas artificiales y las de la oficina había, a lo más, un metro de distancia.

A lo largo y ancho de los muros se encontraban las huellas de las balas que habían recibido en ataques recientes, y al menos dos huellas de granadas en las esquinas también decoraban el ambiente. Prácticamente todos los cristales estaban rotos e increíblemente, había al frente y descubierto, un tanque de gas butano para la cocina, al que por suerte no había atinado ninguna bala en el ataque, pero que a tres meses de ocurrido el ataque, tampoco había sido cambiado de lugar.

Uno esperaría que en uno de los centros de la ofensiva contra el narcotráfico, ante la cantidad de recursos económicos que se gastan en ella, el elevado número de muertes violentas que se han extendido a todo el país, pero sobre todo, estando frente a quienes participan en dicha guerra, habría un respeto a la institucionalidad, y seriedad de las circunstancias. Sin embargo, la realidad se impuso para darle el toque final a la escena: tres policías viendo televisión.

Uno de ellos, se acercó, nos llevó entre el muro de la oficina y el muro artificial, y amablemente nos comentó la difícil situación económica del país, así como el ánimo que tenía para ayudarnos a liberar el auto, y sobretodo, para poner a nuestra consideración las opciones:

i) pagar una multa de dos meses de salario y esperar varios días para la liberación del auto,
ii) poner un rubro distinto a la multa para bajar la cantidad de dinero y esperar los mismos días,
iii) “poner media multa” —con lo incoherente que suena— y esperar los mismos días, o
iv) esperar una propuesta nuestra para no poner multa.

Hace unas cuantas semanas, una serie de nuevos ataques contra aquella estación policial terminaron asesinando a los integrantes de la policía que se encontraban en aquel lugar, y a las personas que, de acuerdo a los noticieros, estaban pagando las multas por los accidentes viales de aquella carretera.

La imagen deja una sensación de impotencia que muestra la fragilidad institucional de este país y las debilidades e incoherencias de esta guerra, que ha cobrado la vida, en tres años, de más de 22 mil personas. No se trata de reforzar las instituciones de dominación en México, y revestirlas de seriedad y solemnidad, sino de seguir señalando el absurdo que significa emprender una guerra de limpieza contra un grupo social, así sean los “delincuentes”, tal y como Calderón lo hizo público en diciembre de 2006: “¡Limpiemos México de los delincuentes!”

En el discurso oficial, es decir, el de Calderón, la gran mayoría de los asesinados son delincuentes. Sorprende que un país tenga más de 22 mil de ellos asesinados en la calle y todavía tenga saturadas las cárceles del país. ¿Cómo puede una población tener tanta vocación para cometer delitos? En un país con tal cantidad de malhechores, cualquier persona debe ser culpable, en tanto no demuestre lo contrario.

Tengo la impresión de que se están cansando los rostros de aquellos delincuentes potenciales que se esconden en las casas, calles y locales, de la mirilla de las armas en las visitas militares a sus pueblos. La historia ha demostrado que los pueblos se cansan de ser acusados de ser culpables.

* Despacho de www.argenpress.info

 

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