Cuba 1959-2011: Logros y reveses sociales

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Se me antoja que esta debe haber sido la segunda sorpresa que Washington recibió del “caso cubano”. Cuando suponía vencida la estrategia de solidaridad combativa de los revolucionarios de su traspatio, después de haber controlado las mareas revolucionarias en América del Sur e inaugurado una era de dictaduras militares con el golpe de Estado en Chile (1973), Cuba reaparecía en el Africa Subsahariana con toda la legitimidad que se le otorgaba de hecho a quien responde a la solicitud de gobiernos establecidos (Angola, Mozambique, Etiopía). Y en esta ocasión no quedaba más remedio que reconocer el éxito de su participación en la misión emancipatoria y compartir con los cubanos la mesa de negociación con la cual el régimen de apartheid tocaba a su fin.

Desintegración de la URSS

La entrada en los 90 trajo consigo la tragedia de la desintegración del sistema socialista soviético. Y con ella la desconexión internacional y la caída económica del subsistema cubano (si se puede llamar así) que, sin ponerlas todas, había jugado las cartas de su futuro a su integración en aquel complejo cuyo desplome había vaticinado Ernesto Guevara desde los 60 (Ernesto Che Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba, 1966).

Quizás no tenía otra opción, pero además, por oposición a las sospechas del Che, prevalecía hasta los 80 en Cuba una lectura más optimista acerca del sistema soviético (Carlos Rafael Rodríguez, Cuba Socialista No. 33, 1988), confiada en que los errores de la economía eran corregibles, sin percatarse de que el fracaso en propiciar la transición política hacia el poder del pueblo se iba a interponer en el camino de la corrección.

La dramática perspectiva que abrió para Cuba la década final del siglo XX, avizorada por Fidel Castro casi un año antes de que se desencadenara, y bautizada premonitoriamente como “período especial”, contiene una cadena de situaciones sucesivas en la cual la sociedad padecerá los efectos superpuestos del derrumbe y de las medidas para hacerle frente, y reconozco que me encuentro entre los que considera que los signos intermitentes de reanimación económica de comienzos del nuevo siglo no indican todavía superación. Es decir, que de las cinco décadas de proyecto revolucionario transcurridas, las dos últimas han sido vividas en crisis por la sociedad cubana.  Trataré a continuación de sintetizar este escenario, que llega al presente.

Cuando hablamos del impacto del derrumbe socialista en el proceso cubano nos referimos muy puntualmente a una caída del 36% del PIB entre 1990 y 1993. La capacidad importadora de la economía nacional cayó en un 75%, y el 65% de la disponibilidad monetaria hubo que dedicarla a la importación de petróleo y de alimentos. La compra de alimentos en 1992 se redujo a la mitad de la de 1989 (Cuba en cifras, 1998, Oficina Nacional de Estadísticas).

Sin tocar otras vertientes de la desconexión, centro la atención en los efectos en las condiciones de vida: el consumo de kilocalorías disminuyó de cerca de tres mil a mil novecientas y el de proteínas de ochenta a cincuenta gramos (Investigación sobre desarrollo humano y equidad en Cuba 1999, CIEM-PNUD). Esta contracción llegó a traducirse, en las regiones más deprimidas del país, en una situación de desnutrición que estuvo incluso en la base de trastornos de salud.

Además, se hicieron frecuentes los cortes de electricidad prolongados, el transporte público y otros servicios se redujeron a la mínima expresión, la construcción de viviendas sufrió una interrupción casi total, y el contingente habitacional urgido de reparación, y el hacinamiento, crecieron; la infraestructura hospitalaria encaró un deterioro del que no se ha podido recuperar veinte años después. Por citar solo los indicadores de deterioro en las condiciones de vida que considero más significativos.

Pero sería incompleta la caracterización de los efectos sociales si pasamos por alto que esta crisis  comportó también para la sociedad cubana una dimensión espiritual: una crisis de paradigma, de certidumbres, de poder prever o no poder prever el futuro (ni en el plano existencial ni en el político), de no saber con certeza si continuaríamos viviendo en una sociedad capaz de plantearse metas y de orientarse hacia ellas, de cumplirlas o de incumplirlas, y de rectificar rumbos (Aurelio Alonso, La sociedad cubana en los años noventa y los retos del comienzo de un nuevo siglo, 2002).               

Con vistas a sortear la crisis se adoptaron reformas que introdujeron elementos de mercado en los 90, coyunturales unas y otras que tocaban estructuras. Mostraron no ser parte de un plan articulado, se asumieron con reticencias, o con la clara aspiración de revertirlas, aunque sirvieron para contener la caída hacia mediados de la década. Pero no era posible hablar, en rigor, de recuperación económica, aun cuando se inició el cambio en el escenario regional latinoamericano que propiciaría para Cuba una nueva perspectiva de integración. El cambio regional, en el cual tampoco nos toca detenernos, reporta un panorama de esperanzas para la sociedad cubana, por el cual ha estado esperando desde los años 60.

Ruptura de la equidad

Las reformas de los 90 provocaron, sin embargo, una ruptura del patrón de equidad que se había mantenido hasta los 80, que minimizaba las diferencias de ingresos familiares. Con la explosión del ingreso extrasalarial y la entrada de remesas se estima que esa proporción llegó a finales de los 90 a ser superior a quince veces los ingresos más altos sobre los más bajos (Mayra Espina Prieto, Efectos sociales del reajuste económico: igualdad, desigualdad, procesos de complejización de la sociedad cubana, 2003).

El cuadro presente coloca a la sociedad en un ordenamiento artificial que cobra forma en la doble circulación monetaria, el abastecimiento desigual, el desequilibrio de la pirámide salarial, el subsidio inoperante del empleo estatal, la extensión de una economía informal fuera de control, y un rosario de irregularidades más. Estas distorsiones que vemos hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen los efectos caotizadores combinados de la desconexión y derrumbe de la economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener la caída.

Sin pasar por alto los viejos efectos combinados de las limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas por desaciertos administrativos: los viejos efectos dan un escenario a los nuevos, y se mantienen los unos y los otros determinando contornos.

Se hace evidente que algunas de las iniciativas que van a ser tomadas ahora, aportarán la corrección deseable. Aunque se hace imposible afirmar a priori cuáles van a ser acertadas y cuáles habrá que revisar de nuevo, como tampoco se puede asegurar aún si conseguirán articularse en un proyecto integral, y cómo.

Otra vez en Cuba nos vemos obligados a repensar nuestra transición socialista, y el reto inmediato y más definitorio del socialismo cubano se localiza otra vez en la economía. El dilema se define ahora entre la transición de un socialismo fracasado hacia un socialismo viable, o la transición hacia un capitalismo que amablemente se nos aconseja realizable con “rostro humano”. Se sabe que en la agenda cubana ha prevalecido y prevalece la primera opción, pero que no se piense que no hubo en esta sociedad motivación hacia el “rostro humano”, ni que se trata de una idea pasada de moda del todo en el país.

Porque con el socialismo viable sucede lo que con la democracia participativa: carece de referente concreto; de modo que todos, o casi todos, lo queremos pero no sabemos cómo será ni por dónde entrarle. Hasta ahora tenemos más claridad en lo que le ha faltado al experimento socialista que en las propuestas idóneas para rehacerlo. En cualquier caso, con “rostro humano”, el futuro sólo se podrá hacer socialista, porque la lógica del capital va a terminar siempre por tragarse cualquier empeño sostenido de justicia social, de amparo frente a la pobreza, de fórmula social equitativa.

Y la sociedad cubana, a pesar de los sinsabores y la austeridad en que se ha visto obligada a subsistir, no ha perdido los valores alimentados por el horizonte de justicia y equidad. Esto es algo que se hace presente, de manera paralela a las expresiones de deformación, en las sólidas manifestaciones de solidaridad de nuestro pueblo, como la colaboración médica en Haití. Podría hablarse de la colaboración médica cubana en el mundo (en la que se inscribe la oferta, rechazada de manera inescrupulosa, de enviar una brigada a Nueva Orleans para atender a las victimas del huracán Katrina en 2007).

O en Bolivia, Ecuador, Venezuela, donde los sanitarios cubanos atienden con desvelo a la población más deprimida y carente de recursos. Pero aludo ahora a Haití, urgida por un año de desastres (terremoto, huracán, epidemia de cólera), donde la cooperación solidaria cubana es decisiva. En descomunal desproporción sobre cualquier otra, si tomamos en cuenta indicadores macroeconómicos del país que ofrece la ayuda. Es una solidaridad indicativa de valores que sólo una sociedad que se libera con este sentido de la libertad, que no es el del liberalismo, puede alcanzar.

Cuba mantiene los valores revolucionarios

No puedo dejar de pensar, para terminar, que la tercera sorpresa que el “caso cubano” ha significado para Washington es, precisamente, que después del derrumbe del bloque del Este, del sistema en el cual el experimento socialista cubano había encontrado su tabla de salvación económica, de los tremendos efectos materiales y espirituales de la caída cubana, del recrudecimiento del bloqueo estadunidense con la Ley Torricelli (1992) y la Ley Helms-Burton (1996), y sus secuelas orientadas a acelerar la esperada asfixia cubana, después de todo esto, la asfixia no se da. Cuba, su sistema político (necesitado de iniciativas que abran paso a una  participación más efectiva), su economía (más desordenada e ineficiente que nunca, verdaderamente urgida de reformas), su sociedad (cargada de penurias, de desaliento e incertidumbres), no ha perdido los valores que la distinguen ni manifiesta disposición a abandonar la utopía socialista.

La sociedad cubana no está dispuesta a perder lo que ha alcanzado, comenzando por un sentido efectivo de la soberanía: en realidad quiere más, porque no sólo aspira hoy a la que la resistencia a la hegemonía imperiocéntrica ha puesto a su alcance, sino a la que la madurez política le ha dado derecho a ejercer y que todavía siente limitada, pero percibe con acierto que sólo dentro de una variante realizable de socialismo va a poder alcanzar
 
(*) Sociólogo y ensayista cubano (La Habana, 1939). Miembro fundador de la revista Pensamiento Crítico (1967-1971), y del comité de redacción de la revista Alternatives Sud. Actualmente subdirector de la revista Casa de las Américas. Libros: Iglesia y política en Cuba (2000), El laberinto tras la caída del Muro (2006), América Latina y el Caribe: territorios religiosos y desafíos para el diálogo (2008), La guerra de la paz (2010).

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 744, 14 de octubre, 2011

 

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