Cuba, algo más que un aspirina

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Leonardo Padura.*
 
Pronto hará tres años que el presidente cubano Raúl Castro advirtió la necesidad de introducir cambios estructurales y conceptuales en el modelo social y económico de la isla, aquejado de las más diversas ineficiencias, de incontables incongruencias y arbitrariedades, asediado por medidas y contramedidas burocráticas que cierran el camino hacia una posible incorporación de todas las potencialidades productivas y creativas de la isla caribeña y de sus habitantes.

Y aunque desde un inicio el todavía entonces gobernante interino advirtió que una implementación inmediata de esos cambios resultaba imposible y pidió un plazo para la ejecución de medidas para evitar la caída en nuevos errores, la vida cotidiana del país sigue reclamando, cada vez con más urgencia, modificaciones en las más disímiles estructuras de sus mecanismos productivos y sociales.

Se trata de una a todas luces necesaria introducción de cambios más o menos profundos que garanticen, sobre todo, una elevación de los niveles de vida de una población que, desde los albores de la década de 1990, vio caer drásticamente sus niveles de consumo y su acceso a mejoras materiales y a servicios básicos, encabezados por la alimentación y la vivienda, los mayores dolores de cabeza con los que deben lidiar día a día millones de cubanos.

Cierto es que en el lapso transcurrido desde el 26 de julio de 2007 se han generado varios cambios, casi todos de carácter económico y destinados unos a recaudar divisas que están en manos de ciertos sectores de la población —acceso de los cubanos a los centros turísticos, apertura de cuentas de teléfonos celulares—, a eliminar subsidios y gratuidades —supresión de becas en el sistema educacional medio, eliminación de comedores obreros en varios ministerios, reducción de los productos subsidiados por la cartilla de racionamiento—, a tratar de hacer más eficiente la agricultura —repartición de una parte de las numerosas tierras estatales que (increíblemente) permanecían ociosas a través de un muy controlado sistema de usufructo, conexiones más directas entre productores y consumidores—, o a combatir el descontrol y la corrupción estatal con la creación de un aparato central de contraloría que entre sus funciones tiene —o debe tener— la persecución de las más variadas formas de robo, "desvío de recursos" y los más inimaginables trapicheos que se producen en casi todas las esferas productivas, de servicio y burocráticas del país, a los distintos niveles.

En realidad todas esas readecuaciones, obvias y necesarias, apenas han generado modificaciones en la estructura centralizada y estatalista del país y sus efectos apenas tocan las esencias de los problemas cubanos, que siguen siendo más o menos las mismas y tan pesadas como en las dos últimas décadas: el bajo nivel adquisitivo que garantizan los salarios estatales, lo que obliga a unos ciudadanos a buscar otras alternativas o induce a otros miles a vivir del "invento", sin vínculos laborales; el desabastecimiento en los mercados agropecuarios y los altos precios de los productos (un kilogramo de carne de cerdo cuesta el salario de tres días de un trabajador) en virtud de un sistema que hasta ahora ha fracasado en todas las variantes aplicadas; los problemas casi eternos y al parecer insolubles de la vivienda y el hacinamiento (con todas las secuelas sociales que esto genera)… a los que se han sumado las grietas cada vez más alarmantes en los sistemas de salud (cuya expresión más dramática fue la muerte por frío de varias decenas de enfermos en el hospital psiquiátrico de La Habana, un hecho cuya investigación, al parecer, sigue en curso), en el de educación (la merma de su nivel y labor educativa, constatable a simple vista y varias veces comentado, al fin, por los órganos de prensa oficiales) y hasta en el terreno del deporte (donde se han producido la más inconcebibles debacles, incluidas las de disciplinas tradicionales como el boxeo y el beisbol).

Una tabla de salvación para muchas familias ha sido el levantamiento, por el gobierno de Obama, de las restricciones existentes para que los cubanos residentes en Estados Unidos pudieran enviar remesas a la isla e incluso viajar cada vez que quisieran. Pero los recursos llegados por esa vía, si bien alivian la cotidianidad de muchos en el país y luego nutren las arcas del Estado, no se revierten en una posible agilización inmediata de mecanismos económicos fuera del ámbito centralizado, pues no existen vías para hacerlo.

Lo contradictorio de esa situación es que esos recursos en todos los casos sí generan diferencias de acceso a ventajas económicas, lo cual acentúa aun más la existencia de diversos niveles de posibilidades que hoy tienen unas capas de población surgidas no por capacidad y esfuerzos propios, sino por la obtención más o menos frecuente de divisas. Es por ello que al mismo tiempo que algunas jóvenes cubanas tienen suficiente dinero para invertir casi mil dólares en un implante de senos, la mayoría de sus compatriotas viven contando sus devaluados pesos cubanos para poder garantizar la supervivencia.

Mientras en los últimos meses las temperaturas políticas en la isla han ascendido notablemente, los cambios esenciales que muchos esperan siguen sin llegar y la vida cotidiana de la gente es tan ardua y complicada como en los años anteriores y hasta se ve amenazada con más recortes de beneficios sociales de un Estado que pretende dejar de ser paternalista sin abandonar la esencia de esa práctica política y filosófica. Por eso, aunque en las farmacias del país ya es posible comprar aspirinas, el dolor de cabeza cubano de resolver el día a día no se alivia pues ­—creo que todos lo saben— se necesita más que un simple calmante para ello.
      
* Escritor y periodista.
En www.other-news.info —que cita como fuente a la Agencia IPS (www.ips.org).

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