Cultura, libros: – PERSISTENTE Y CONSTANTE AGONÍA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La «crisis del libro» es permanente desde que la imprenta se extendió por Europa y América; primero porque, si a ver vamos, la mayor parte de la población era analfabeta al comienzo del proceso; luego porque los libros de los primeros siglos de luminosidad de la Galaxia Gutenberg no eran fáciles de leer: calidad del papel, artesanía tipográfica y –claro– su precio. El asunto del precio continúa vigente.

De cualquier modo, sin embargo, pronto esas máquinas con teclado que fundían plomo –y enfermaban a quienes en ella trabajaban–, los linotipos, abarataron el costo y mejoraron grandemente la calidad de las hojas impresas. La industrialización, por su parte, obligó a considerar la conveniencia de que el proletariado urbano se alfabetizara: al fin de cuentas la era del maquinismo exigió que operadores y mecánicos leyeran instrucciones e interpretaran indicadores y cuadrantes.

Alfabetización y lecturas

El camino hacia la lectura comenzado afanosamente en el XVIII europeo se aceleró en el siglo siguiente, y al comenzar el XX la educación –por lo menos en cuanto leer, escribir, sumar, restar– se estimaba ya como un derecho de las personas y obligación de los gobiernos. No para todos: ¿para qué necesita leer un campesino pobre, un peón, un cuidador de vacas?; éstos tuvieron aún que esperar un par de generaciones.

Sindicalistas y anarquistas –casi lo mismo en un principio– y luego dirigentes venidos de las corrientes socialistas y del marxismo impulsaron en América del Sur con entusiasmo y singular capacidad el esfuerzo por la educación que habían sentado en el continente hombres como Simón Rodríguez y Domingo Faustino Sarmiento. Asociaciones de linotipistas, los incipientes partidos obreros, sindicatos, agrupaciones varias, etcétera, antes de que terminara el siglo XIX conformaban una esclarecida red cultural-popular basada en el rol de las bibliotecas de los sindicatos, grupos de teatro, coros, ciclos de conferencias y debates, lucha contra el alcoholismo, en fin, y luego –ya en siglo XX– extendida a la acción política y posteriormente electoral de la clase trabajadora.

Se hablaba de la crisis del libro, pero en Chile, y otros países, hasta mediados de la década de 1951/60 eran pocos los hogares de trabajadores urbanos donde no se encontraran libros, desde el entonces popular Almanque 18 hasta alguna vieja edición ya amarillenta de Los Miserables, o ejemplares de revistas, como la juvenil El peneca con las novelas de Verne y Salgari a razón de un capítulo semanal. En los barrios de «medio pelo» profesores normalistas y secundarios, obreros, estudiantes y alguna dueña de casa vendían y compraban libros usados –o hacía trueque de títulos–.

Hacían tertulia los más «avanzados», como se les decía entonces. Discutían con el librero, o bajo un farol en la calle si no llovía, alguna obra de Reclus; descubrían a Mariátegui; intercambiaban alguna anécdota leída u oída sobre Manuel Rojas, González Vera, Amado Nervo; si Neruda había o no plagiado versos de algún poeta oriental; si tenían o no base real esos cuentos sobre bandoleros; si era tan grande como decían, o si era tan prescindible como otros afirmaban, Pablo de Rokha; que si Andrés Sabella, Víctor Domingo Silva, Juan Godoy…

No es un panorama idílico; en el club Juan Ramsay del barrio, o en los demócratas, radicales y asociaciones de rayuela y sapo, en algunas mutuales, en los clandestinos –famosos eran los de alrededor de Plaza Egaña, de Santa Rosa adentro, de Franklin, los próximos a la Gran Avenida, aquellos por San Pablo, en fin, y hacia Recoleta en Santiago– los pobres seguían dejando en los mesones pringosos parte de sus salarios miserables. Y las putas, también pobres, esperaban a sus clientes en los cuatro puntos cardinales de todas las ciudades. Las casas elegantes con «tías» –cuyos vestidos mal imitaban otras épocas y otras gentes– y un piano en el salón; las otras con un pisco con gusto a quemado y un jergón al fondo del pasillo, en cuartuchos que separaba el machiembrado por cuyas hendijas traspasaba la luz y los gemidos.

Pero se leía.

La cultura, un mundo compartido

La televisión fue una hija que tardó en llegar a Chile y su masificación comenzó de la mano de los aparatos Quimantú, cuando la Unidad Popular, entrada la década de 1971/80. La actual no se parece a la que se quiso implementar con los canales del Estado y de las universidades de Chile y Católica.

Antes de la UP, sin embargo, no era del todo infrecuente que improvisados actores-estudiantes de distintas facultades de la Universidad de Chile montaran obras breves en poblaciones, a menudo sobre la camada de un camión; no era excepcional que las municipalidades utilizaran el porcentaje obligatorio para el fomento de la cultura de sus presupuestos anuales, y jóvenes y viejos artistas y escritores dieran charlas, leyeran y mostraran sus obras en pueblos remotos, como Puerto Porvenir, en Tierra del Fuego, y localidades en el desierto del Norte Grande. Todo ello desvaído eco y todavía cosecha de la siembra de anarquistas y comunistas cuarenta o sesenta años antes. Los pueblos recuerdan.

La segunda mitad del siglo XX marca el cambio definitivo del país de la vida rural a la vida urbana, proceso iniciado por la economía –industrialización y sustitución de importaciones iniciada hacia 1938 en América Latina y acelerada por la segunda guerra mundial–. Ya en la década de 1941/50 la literatura anticipó, una manera intuitiva, este cambio.

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Tras mucho batallar Juan Godoy (izq.), profesor de castellano y uno de los grandes estilistas de América hispana, había logrado publicar en la editorial Nascimento, en 1940, Angurrientos. Angurria es un chilenismo que significa hambre sin límite, hambre total de perro con mucha hambre, que Godoy trasladó –o amplió– a la gana voraz de abarcarlo todo, de comprenderlo todo, de tenerlo todo. El angurrientismo no es más que el instinto que hace afirmarse en los pies para hender –algunos dirán hendir– el vientre, el hígado y el corazón del cosmos. La angurria nos hará –señala Godoy hablando del chileno arquetípico– no dejar nada en el plato de la vida. El angurriento «se lo come todo en un día. Come en exceso; bebe en exceso; ama en exceso; muere en exceso”.

Los escritores angurrientos, aquellos que cambiaron se diría esencialmente la literatura del país para tomar luego distintos caminos, se discutían también en esas terturilas de barrios pobres hacia mediados de los años cincuentas: Fernando Alegría, Oscar Castro, Daniel Belmar, Baltazar Castro, Guillermo Atías, Francisco Coloane, Carlos Droguett, Víctor Franzzani, Nicomedes Guzmán, Reinaldo Lomboy, Luis Merino Reyes, Nicasio Tangol, Volodia Teitelboim (ver Memoria Chilena).

Juan Godoy muere en 1981 tras una vida que no pudo cubrir las carencias brindadas a modo de consuelo por un país que doblaba la curva hacia el olvido de sí mismo. En 2006 de ellos sólo nos queda, en su casa con su gato, Teitelboim.

El ocaso, las cosas

A los excesos vitales y literarios del primer angurrientismo de la vida citadina y su corolario, que fue comprender que Chile ya no era una isla anclada entre cerros, hielo, mar y desierto, sino un país pequeños entre muchos (por entonces comienzan a transportar pasajeros los primeros cuadrimotores capaces de atravesar el Atlántico o de ir hasta y volver de Rapa Nui), sucede una promoción de escritores centrados en la ciudad, perfectamente urbanos, primeros cuasi ciudadanos del mundo: Enrique Lafourcade, Armando Cassígoli, María Elena Gertner, Claudio Giaconi, Enrique Lihn, Margarita Aguirre, José Donoso, Jaime Laso, Stella Díaz Varin, entre otros.

No se trata de una ruptura –más allá de querellas de poca significación–, sino de continuidad. La ruptura vendrá después y con significados especiales, pero no es asunto de este escrito.

No quedan muchos de los de la llamada Generación del 50; los años, en algunos casos el extrañamiento, el cansacio y la muerte los han callado; notable es Lafourcade, un «anarquista de derechas», que desde su juventud, cuando era secretario del decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, no ha dejado de escribir, a veces con una aguda premonición, sobre lo que pasaba o iba a pasar y la forma en que aquello ocurriría. Si exceptuamos a De Rokha, que publicó y vendió sus libros a lo largo del país, bien puede ser Lafourcade el primer escritor profesional de Chile.

A lo largo de la década de 1961/70, y luego bajo la dictadura, surgen otros, nuevos escritores; son incorporados con plena justicia al panteón provinciano los escritores mapuche, dramaturgos, compositores y folcloristas; el rock asume un rol de protesta feroz y en él en cierto modo se refugia esa «gana voraz» descrita por Juan Godoy y sin la cual no hay país, no existe cultura, desaparece el futuro.

Que es lo que algunos temen esté ocurriendo. La agonía, así, es la lucha soterrada entre el conformismo consensuado y la rebeldía que se refugia en el silencio y los aullidos esporádicos. No toda responsabilidad cabe a la dictadura cívico-militar de 1973/90.

Cuando Quimantú, la editorial del Estado fundada bajo el gobierno de Allende y cuyo gerente general fuera el médico y escritor Alejandro Chelén Rojas –uno de los muchos y dignos escritores de ascendencia árabe chilenos–, inunda el territorio con decenas de títulos –autores desde Selma Lagerloff a Mark Twain, entre los extranjeros– los más económicos al mismo precio que una cajetilla de cigarrillos, textos de historia, ciencias, ensayo, novelas, poesía… ya se había propinado a la literatura un uppercut que pocos vieron, o si lo vieron no estimaron peligroso.

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Paréntesis en busca de la soga

La mentada globalización no es un pajarito que salió del nido acunado por la señora Thatcher o el señor de origen sueco Reagan. Lo que vivimos es un proceso con pies que empezaron su andar hace mucho, quizá con el «descubrimiento» de América y la posterior revolución industrial, que han convertido paulatinamente las fronteras en escaparates de baratijas que se abrieron a costa de genocidio en América, a cañonazos y opio, las de China a fines del XIX, y se adornan hoy mediante el temor, las invasiones y la corrupción.

En el caso específico del quehacer cultural se usó el cine, la TV y la novela y los ensayos, en ese mismo orden.

El cine inventó el arquetipo del «americano bueno» –como todo arquetipo inexistente– habitante de un país paradisíaco; el hecho tiene explicación menos compleja de lo que podría creerse. La industria del entretenimiento –primera fábrica sin chimeneas, luego vendrá en turismo a gran escala– que se ubica en California a comienzos del siglo XX corresponde a una serie de emprendimientos de inmigrantes recién llegados a EEUU, que tanto como ganar dinero necesitan integrarse socialmente al país. Para ello inventan una tierra habitada por justos que premian a los buenos y condenan a los malos: judeocristianismo puro.

El arquetipo será el cowboy: caballo y revólver, una niña que lo espera en alguna parte y un malo a vencer –que pronto será mexicano–. Después de 1930, con el sonido, vendrá también la guitarra. Se debe perdonar a aquellos primeros productores, directores y actores judíos su ignorancia sobre el poblamiento y la vida en el «far west», pero difícil será hacerlo en el cómo y por qué Hopalong Cassidy o Roy Rogers transmutan en Rambo.

El éxtasis –o ínstasis– de las audiencias ante el paisaje, la inteligencia de los caballos, el humo de las armas, la apostura de los jinetes, la maldad de los indios, la pureza de las damiselas, en fin, hicieron el resto. Si quieres que nadie piense no les des motivos para pensar.

La TV repite el patrón cinematográfico, pero referido a la vida común ciudadana de las capas medias. Muchas canciones; las primeras comedias del viejo esquema buenos contra malos; concursos, como los de la radio; viejas y probadas películas; noticias. Luego el color, el sonido estéreo, y la capacidad de grabar series. Nacida antes de la segunda guerra mundial, la tele debe esperar hasta la década de 1951/60 para imponer su milagrera mediocridad. Pudo, y puede, utilizarse con fines educativos, culturales y sociales; se eligió el camino, negocios mediante, de la mera entretención.

Arrastrados por su dinámica productores, directores, animadores y público pronto olvidaron eso que llaman juicio crítico. En la actualidad hasta las noticias son parte del showtime cotidiano y la vida silvestre proporciona actores utilizados sin asco para redondear una imagen del mundo que no es la del mundo. Más que el cine, la tele entregó el rasero perfecto para que todos vayamos a Macdonald’s y encontremos sabrosas esas salsas repugnantes. Como dijo alguien en el bar de la esquina: cuando te acostumbras las encuentras buenas.

Más sinuoso fue el camino para vencer a la literatura. Se trató de encontrar la última soga para venderla –todavía no son ahorcados por ella: oremos–.

Negocios son negocios

Mientras el cine descubrió –por decirlo así– su utilidad para la ideología de los sectores dominantes en la «práctica de taquilla» y la TV surgió desde el comienzo desde ella, las letras venían de una vieja, viejísima historia forjada por rebeldes que incubaba nuevos rebeldes. Leer es aventurarse a solas por mundos no conocidos o sobre aspectos inquietantes de lo cotidiano. Es básicamente responderse preguntas no hechas o cuestionar respuestas sabidas. Todo lector, a su modo, desde luego, era un crítico.

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No hay diez millones de personas que compren la primera edición de un libro, como puede sí haber diez millones de espectadores al mes de un estreno o muchos más para el programa de la «prime time». Por eso, así como los editores de revistas procuran imitar el colorido de la tele en las páginas, el negocio editorial se adentró en la producción de libros acríticos. La investigación socio sicológica, cuando no la intuición, determinó por qué ciertos libros se leían más que otros, sin ser mejores que aquellos.

Nació el «best seller».

Éste es un libro que se vende bien sin que medie una razón aparente. Contiene un poco de aventura, un poco de sexo, un poco de perversión, reflexiones de café, enunciados que saltan aquí y allá en los titulares de la prensa, un conflicto al alcance de la vida cotidiana de las capas medias, atisbos de erudición al alcance de todos, algunos datos de la realidad, en fin, y personajes que encarnan los sueños de la mayoría.

Poco después –el dios mercado plantea sus exigencias– no bastaron las novelas «best seller». Había por aquí y por allá grupos que necesitan un cacho de cultura sobre esto y aquello y no estaban dispuestos, o no podían, perder el tiempo y estudiarlo por su cuenta: las complejidades de la vida moderna. Así que pronto hubo libros que enseñaron a plantar un jardín en el alféizar de la ventana o un huerto en el balcón; a criar hijos sanos sin grandes preocupaciones; a ayudar a la tía con alzheimer o «comprender» a la hija o al hjo homosexual; y para preparar los mejores cocteles o para combatir el alcohol; para saborear un cigarro y luchar contra el tabaquismo; para entender la Iglesia –cualquier Iglesia, aunque la católica romana rinde más– y saber de política internacional; para analizar a los alienígenas y aprender a bucear…

Elija usted una materia y la venta de libros del centro comercial más próximo tendrá uno para satisfacer su curiosidad.

Fue el comienzo de la muerte del librero, que arrastró tras de sí al lector. Las grandes casas editoriales festejaron el nuevo milenio cristiano con una orgía de fusiones, compras, cierres, asociaciones, en fin, cuyo corolario es la dictadura de lo que se vende. La librería ya no es lugar de reunión donde se busca algo para el espíritu. Es un supermercado de papel impreso con tapas a color.

Por ahora todavía sucesión de mostradores y anaqueles cuyos moradores tienen contrato fijo: estarán unas pocas semanas y serán reemplazados por más basura impresa. Mañana ni anaqueles, según se afina y extiende la tecnología de la impresión por demanda. Pronto irá uno a una librería, pedirá un libro de cuya salida se enteró por el periódico y le convidarán un café, le facilitarán una revista o un catálogo y usted esperará mientras, en un ascéptico cuarto interior, las Xerox POD –Print on demand, impresión por demanda– imprimen, doblan y pegan su volumen.

Es el progreso.

Por ello resulta tan repugnante como una hamburguesa Macdonald o un trozo de Pizza Hut, comparadas con la verdadera comida, el lloro y mesarse los cabellos de la gran industria editorial; ella inventó el sistema, gastó recursos –los gasta aún– para imponerlo y mantenerlo. Ganan más que nunca antes. Aplanaron y aplastaron el negocio cultural de la librería al literalmente cubrirlas con libros mera-mercancía.

Las editoriales pequeñas y medianas se defienden como pueden. No tienen los recursos necesarios ni la infraestructura para levantar sus propios «mejores vendedores». Cuando intentan cumplir con el rol tradicional del la actividad, saben que los espera la ruina o el no dormir de sus agentes por calcular cómo cubrir pagos. Muchos terminan limitándose a vender el servicio editorial –el sello, en ocasiones la corrección de estilo, la impresión– a quienes, pese a todo, insisten en escribir libros.

¿Por qué? Porque, pese a todo, allá afuera hay millones de personas a la espera de poder comprar un libro y continuar con el rito de acercarse a la literatura y transmitirla. Algo que por cierto o no interesa a los gobiernos de los Estados o no saben cómo ayudar a realizarlo.

Amén.

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