EL CABALGAR DE TUPAC AMARU – POR LA MÁS ALTA DE LAS MEMORIAS (I)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

A Martín Amaru… cuando sea grande.

Yo también sé soñar

Las actuales circunstancias mundiales parecen poner a América Latina en la avanzada de las luchas y reflexiones para la construcción de un orden social alternativo. Tras el fracaso de las experiencias comunistas del este, se ha hecho evidente la crisis estructural permanente del orden capitalista en diversos y cruciales planos, tales como el empleo, la exclusión y desigualdad sociales, el medio ambiente, la paz y la cohesión social en torno a un sentido de vida ético compartido, entre muchos otros.

En ese escenario, la región de América Latina y el Caribe, desde el Río Bravo a la Tierra del Fuego, se muestra primera en la búsqueda de respuestas a estas urgencias, destacando, junto a su construcción política de mayorías, la emergencia de un conjunto de reflexiones y enfoques que aquí se agrupan instrumentalmente bajo la denominación de “pensamiento propio”.

Esto es, de una mirada, una comprensión y una propuesta para América Latina que, aún cuando recoge y sintetiza necesariamente importantes aportes universales, tiene como eje ordenador el hacerlo desde su propia y especifica posición. Desde América Latina como unidad central de la reflexión, como punto de partida y de llegada del análisis. Articulando todo lo humano con lo único e irrepetible, lo propio. Creando. Es un acto profundamente creativo, que tomando desde y para su utilidad particular los materiales del mundo, genera respuestas inéditas, profundamente alimentadas por sus acervos históricos y culturales específicos. Las cuales, aunque intencionadamente construidas para su propia realidad, no dejan de impactar, a su vez, universalmente, aperturando horizontes posibles para la humanidad.

Tal fenómeno contemporáneo es, entre otras cosas, la culminación de un acumulado largo y difícil de experiencias y gestaciones, muchas veces dolorosas. Un extendido y a veces incomprendido parto de pensamiento propio. Cuya diversidad y trayectoria, llena de encrucijadas, es inconmensurable. Un verdadero laberinto continental de volcánicas intelectualidades en constante erupción. Un mapa viviente del pensamiento regional, con infinitos “senderos que se bifurcan”, como en el cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges. Prácticamente en todos los rincones de América Latina y el Caribe, a través de los siglos. En todas las expresiones de la cultura, particularmente la filosofía, la literatura, la historia, la economía y las ciencias naturales, innumerables hombres y mujeres, en la vorágine de las realidades únicas y bullentes, supieron articular acciones y reflexiones propias, útiles a la transformación de sus situaciones. Como en los simbólicos “caminos de muertos” de los murales del mexicano Alfaro Siqueiros, siembran una extendida, plural y profunda, larga marcha hacia sí mismos, como pueblo continente.

Sin embargo, todavía el conocimiento de este largo parto creativo, de esa epopeya del pensamiento y la acción propios, resulta desconocida para las mayorías. Muy escasa y pálidamente, se le reduce a nombres, fechas y estatuas inmóviles en alguna asignatura escolar, sentidas, con toda razón, como lejanas y ajenas a las cuestiones del presente. Apenas si se le hace algún caso en las universidades, siempre corriendo a toda prisa para enterarse de la última novedad académica europea o norteamericana.

Todavía, y a pesar de notables avances, los cuadros, militantes y simpatizantes de las fuerzas políticas y movimientos sociales antimperialistas y antioligárquicos, no la conocen, sino en forma fragmentaria y distorsionada por toda clase de silenciamientos, ignorancias y desvirtuaciones. Sabiendo, muchas veces, más de otros que de sí mismos como pueblos en lucha.

En una coincidencia para nada inocente, las “historias oficiales”, con claro objetivo de domesticación, y aún muchas lecturas de la “izquierda” por menosprecio extranjerizante hacia lo propio, han instalado una mirada de nuestras luchas históricas, despojadas de su contenido creativo y revolucionario. Donde se intenta mirar lo propio y único con supuestas “verdades y modelos universales”, negando así el derecho de los pueblos a su propia creatividad para descalificar las reflexiones y luchas que no encajan en estos modelos foráneos contrabandeados como “universales” e “inevitables”.

Se enfatizan apresuradamente los errores, las limitaciones. Se otorga la mayor centralidad a las pugnas y divisiones. Enterrando en el desconocimiento, la tergiversación y el olvido, toda su sustancia vital, creativa y revolucionaria, que es su legado. Al mismo tiempo que, por contraste, se resaltan las virtudes de las corrientes y experiencias extranjeras, distinguiendo y aminorando sus errores y limitaciones.

En una lógica proverbial inversa, se está pronto y predispuesto a ver la viga en el propio ojo histórico. Lo que actúa como refuerzo cultural para desdeñar y presagiar, en el presente, derrotas de todo intento y toda construcción propia, que no encaje totalmente en los moldes foráneos reputados como regla inviolable. Como señaló José Martí: “…el afán de progreso en las repúblicas aún no cuajadas lleva a sus hijos, por singular desvío de la razón, o levadura enconada de servidumbre, a confiar más en la virtud del progreso en los pueblos donde no nacieron, que en el pueblo en que han nacido… el ansia de ver crecer el país nativo los lleva a la ceguedad de apetecer modos y cosas que son afuera producto de factores extraños u hostiles…”.

Rescatar espadas de los escombros

Por otro lado, tras una embriaguez de paradigmas históricos y reflexivos pretendidos como “científicos”, únicos y excluyentes, se produjo el estrepitoso derrumbe y descrédito de ellos. El cual, inocente o intencionadamente, ha pretendido arrastrar consigo toda forma de reflexión que busque significados y sentidos útiles para la transformación social colectiva del presente. Entre aquella esterilidad mecánica y este escepticismo paralizante –ambos, una vez más, venidos como matriz foránea– se retoma y revitaliza, casi como acto reflejo de necesidad, el accidentado parto de pensamiento propio del pueblo continente. “…los profesionales de la inteligencia no encontraran el camino de la fe, lo encontraran las multitudes”, dijo Carlos Mariátegui.

Por ello, aunque avanzan fuerte las recuperaciones y usos mayoritarios del propio pensamiento, especialmente a partir del impacto universal de las Revoluciones Zapatista en Chiapas y Bolivariana de Venezuela, las reflexiones y experiencias propias, nacidas en estas tierras, constituyen, para las grandes mayorías, aún un tesoro perdido y necesario, a medio sepultar todavía, cuya utilidad y oportunidad vuelven urgente su rescate y uso pensante, instrumental, formativo.

Apura, entonces, rescatar espadas de los escombros, ahora que aumentan las manos dispuestas a empuñarlas. Actualizando la tarea que señalara tempranamente Martí: “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse… el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es…

Se necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia”. Y que ya antes supiera describir con vehemencia y belleza el hondureño José del Valle, gestor de la más radical independencia colonial de España en Centroamérica y México, en su famoso articulo Soñaba el abad de San Pedro y yo también sé soñar: «La América será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día, cuando escriba: América de noche cuando piense. El estudio más digno de un americano es la América».

El presente trabajo revisa y reflexiona uno de los más esenciales y primeros hitos de aquella rica, extensa y diversa trayectoria intelectual y de lucha, a partir de una tensión entre matrices culturales que, en su extremo, corresponden a las venidas desde fuera a partir de la conquista, y a las gestadas en la propia América Latina y el Caribe, como síntesis de su originalidad y su mezcla cultural diversa. Lo hace, conciente y explícitamente, desde supuestos precisos, es decir, largamente reflexionados y argumentados. Pero, al mismo tiempo, de contornos vagorosos, en tanto que abiertos y en flujo, no definitivos.

Mirando, consecuentemente, desde el lugar latinoamericano en el mundo y para un destino propio. Que, si bien necesariamente será parte de uno universal, tiene también un componente único e irrepetible. Esto es, la propia configuración cultural y de conocimiento latinoamericana, la cual intenta, en el mismo movimiento, delinear. De modo que la descripción toma la forma del objeto a describir. A contramano. Tal como se han hecho las luchas y las reflexiones propias. Desde la conexión entre teorías y sentidos ancestrales. Incorporando componentes míticos, propios de una matriz cultural profunda latinoamericana. De una lógica distinta a la consagrada oficialmente como “científica” por la matriz cultural hegemónica. O como reivindicó para nuestros pueblos, el amauta mexicano José Vanconcelos, en su obra, justamente llamada Pensamiento Latinoamericano: “una lógica particular de las emociones y la belleza”.

Como aporte instrumental, no exhaustivo, a esa tarea de liberación integral, este trabajo pasa revista sencilla, esencial y pensante, a las ideas y acciones de Tupac Amaru II, uno de los principales y primeros constructores de “tormentas perfectas” populares que han marcado el camino de gestación del largo parto teórico reflexivo propio. Para devolverlo en forma comprensible y útil a sus auténticos creadores y legítimos dueños, nuestros pueblos, de cuyas entrañas y luchas se produjeron los multitudinarios constructores y constructoras de su colosal rebelión. Precisamente, para hacer el proceso más conciente todavía, para continuar alimentándolo.

b>La matriz ahistórica

Llegados los conquistadores genocidas europeos a América, su profunda matriz cultural vendrá con ellos en sus alforjas para re nombrar a esta nueva realidad con sus nombres y “hacerla encajar” en “su” orden y concepción del mundo. Desde que Atahualpa, el inca, llevara hasta su oído la Biblia que le habían extendido los recién llegados españoles, señalándole solemnemente que esa era la palabra de dios, pero sin escuchar de ella sonido alguno, la arrojara al suelo, se había producido el gran desencuentro de matrices culturales entre ambos mundos.

Al grito desgarrado de “blasfemia” del sacerdote siguió la religiosa carnicería y el escarmiento de los indígenas, cercenando cualquier oportunidad de descifrarse mutuamente. Por mucho tiempo, los indígenas no entenderían el concepto de libro, señalando como “extraña” la costumbre de los recién llegados de “gustar hablar a solas con unas telas blancas”. Éstos a su vez, ignorando el colosal acto destructivo que causaban al patrimonio de la humanidad toda, quemarían códices mallas y quipus incas, esa literatura inescrutable que tomaron por “idolatrías”.

El sacerdote jesuita español José de Acosta, precursor del naturalismo en la región de Perú en época de la colonia, en su Historia natural y moral de las Indias de 1590, se pregunta: “Cómo sea posible haber en las Indias animales que no hay en otra parte del mundo”. La paradoja de que aquella zoología única fuera nombrada con nombres ajenos e impuestos, la constata en carta al rey de España: “A muchas destas cosas de Indias, los primeros españoles les pusieron nombres de España”. No sólo los españoles, el admirable Voltaire, adalid del principio democrático de la tolerancia, imbuido de la potestad cultural civilizatoria europea para nombrar lo nuevo desde lo ya existente, afirmará que “los leones de América son calvos”.

Nombrar las cosas es un primer y fundante acto teórico que habrá de inaugurar la permanente tensión entre un pensamiento venido o tomado de la matriz cultural hegemónica europea –y más tarde norteamericana–, o de uno gestado en la propia región, con ese aporte foráneo, sí, pero para la creación de nuevas respuestas reflexivas propias.

El mismo Acosta es uno de los primeros en expresar esta tensión teórica cultural en el campo de las ciencias: «Quien por esta vía de poner sólo diferencias accidentales pretendiere salvar la propagación de los animales de Indias, y reducirlos a las de Europa, tomará carga, que mal podrá salir con ella. Porque si hemos de juzgar a las especies de los animales por sus propiedades, son tan diversas que quererlas reducir a especies conocidas de Europa, será llamar al huevo, castaña» (Op. Cit. Libro 4º. Cap.36).

La matriz cultural hegemónica no atendería a estas razones. Será su propio patrón “civilizatorio” el que usará para “medir” a otras realidades. Y el mundo latinoamericano no daba la talla. No podía ser sino “salvaje”. Tendría que transcurrir casi medio siglo desde el “descubrimiento” para que los europeos se decidieran a reconocer como auténticos “seres humanos” a los habitantes de los nuevos territorios, con la Bula Papal del 9 de junio de 1537. Para la época del predominio del pensamiento cientificista, en el siglo XIX, Jorge Hegel, ese monumento del pensamiento alemán, pero que hablaba, sin apelación, a nombre de la humanidad toda, dirá que son pueblos “sin historia”. Pueblos en casi puro “estado de naturaleza”.

Y como la naturaleza, sometibles, explotables.

Consta detalladamente en los registros de Archivo de Indias en España, que, sólo entre 1503 y 1660, 185.000 kilos de oro y 16 millones de kilos de plata fueron saqueados de América y llevados a Europa. Los indios fueron repartidos en “encomiendas” como una nueva moneda corriente. «…lo mismo es dar a uno quinientos pesos y myll de renta… a dárselos en yndios que lo renten por vía de encomienda…» (Autos de repartimiento. 1569).

Y en las encomiendas se realiza la obra civilizatoria. La enseñanza de la sanguinaria disciplina laboral en la explotación intensiva de minerales y plantaciones. La importación de enfermedades inéditas e indefectiblemente fatales para el sistema inmunológico de los pueblos indígenas, tales como la malaria, la viruela y el sarampión. El uso acostumbrado de perros salvajes, del garrote y de la carga a degüello con la espada para mostrar a los díscolos las inapelables verdades del catolicismo.

La táctica indígena de utilizar la insaciable hambre de oro de los conquistadores para deshacerse de ellos, con narraciones de El Dorado, una fantástica ciudad toda del metal, siempre mucho más lejana, sólo terminó por extender la mortal plaga civilizatoria.

En República Dominicana, los moradores originarios, estimados en 400.000 a la llegada de Colón, habían sido reducidos a 60.000 para 1508, y sólo a 3.000 para 1520. En la Nueva España, actual México, la población originaria era estimada en 25 millones antes de la conquista y se redujo a 17 millones para el año 1532, 6 millones para el año 1548 y sólo cerca de 2 millones para el año 1579. En el actual Ecuador, pasan de un millón a 200.000, en un siglo. En el Virreinato del Perú, en el mismo período, de 10 millones a dos millones. Éxodos masivos buscan el refugio en las selvas y punas montañosas. En algunos casos, pueblos enteros de indígenas prefirieron volver al seno de la Pachamama, amorosa madre tierra, lanzándose colectivamente a la muerte en los abismos montañosos andinos. El suicidio es un grave pecado, que priva de la gracia de dios, dirá la iglesia.

Para reemplazar como mano de obra a los pueblos sucumbidos en la hecatombe, fueron secuestradas, esclavizadas y traídas desde África, casi 15 millones de personas, entre los años 1500 y 1870 –en Cuba continuará la esclavitud legal hasta 1886 y en Brasil hasta 1889–. A esa cifra se agregan una cuarta parte más de “pérdidas”, por muertos en guerras de resistencia a las capturas, y otra igual más, de fallecidos en el infrahumano hacinamiento del viaje, durante meses, en los barcos negreros.

En total más de 20 millones de seres humanos, transformados en “mercancía” por el mágico poder de re nombrar las cosas. La aurora del progreso capitalista global clavaba tempranamente sus garras en Mozambique, Congo, Angola, Guinea y Sudán. “Ese debate sobre los pueblos indígenas, que si eran antropófagos o no eran antropófagos, ¿acaso el capitalismo se ha alimentado de otra cosa que no sea carne humana, acaso el capitalismo, hoy día, no se alimenta de carne humana?”. Dirá Fidel Castro.

A la destrucción de los territorios y los cuerpos, se sumó la de los espíritus. Esa porfiada matriz cultural “bárbara”, que había de arrancarse de sus almas. Los siervos del señor, obispos inquisidores Juan de Zumárraga de México, famoso por su “amor a los indios”, y Diego de Landa de Yucatán ejecutaron “autos de fe”, donde se procesó, sometió a tormento, colgó y quemó en la hoguera a miles de indígenas, cientos de ellos niños, encabezados por el cacique de Tezcoco, Carlos Chichicatécotl. Se destruyeron 5.000 esculturas, 13 altares, 197 vasos, y 27 “códices” (pergaminos con escritura) mayas. Todos únicos en su especie. De incalculable, irreparable, valor cultural. Pedazos de un universo humano completo perdidos irremediablemente.

Tras la rebelión de Tupac Amaru II, en Perú, donde se estima que llegaron a morir en las masivas represiones al menos 50 mil indígenas (algunos autores estiman hasta 100 mil), los españoles masacraron a todos los parientes del inca revolucionario hasta en cuarto grado de consanguinidad. Atacaron la centenaria estructura de liderazgo de los “curacas”. Prohibieron la enseñanza del quechua y sus obras teatrales, la investigación sobre los incas y hasta la novela Los comentarios reales de los inca de Garcilazo.

Se ordenó la destrucción de las indumentarias indígenas. Y hasta de los “quipus”, sistema milenario de cuerdas de lana o algodón con nudos de colores y trozos de maderas, que registraban la matemática y la técnica de memoria histórica de esa civilización que aseguraba los derechos sociales a todos y vivía en sagrada armonía con el universo; conceptos tan inescrutables para los europeos como los propios quipus. Prohibidos del quechua, quedaba terminante negado también que los indios aprendieran a leer y escribir el español, y se abrogó todo privilegio económico a las élites nobles indígenas.

Arrancarles la piel social y la memoria. Ser olvidados, analfabetos y pobres, ese sería el castigo de un pueblo entero.

Con la bendición de la iglesia, las cadenas desbarataron de cuajo la rica tribalidad y amorosa familia africana. Su consecuencia, el masivo aborto voluntario de las esclavas en la América hispana, convertidas en cosas usables sexualmente por sus amos, será la primera gran política de planificación demográfica de la región. El tesoro de su profunda cosmovisión religiosa, Umbanda, Yoruba, Candomble, Santería, fue re nombrada “hechicería” y sacada de sus cuerpos a fuerza de latigazos, o con el último aliento de los recalcitrantes asfixiados en el garrote.

Sus hermosos idiomas fueron borrados de su memoria en esa delirante tarea de exorcismo. La “capoeira”, esa forma de combate de los esclavos angoleños, camuflada de danza para evadir el control del esclavista, devenida en profunda expresión espiritual libertaria, fue prohibida y severamente castigada en Brasil.

El hecho mismo de la subyugación violenta del conquistado era no sólo un claro, y hasta milagroso, designio de la providencia, sino la prueba misma de la misión civilizadora del conquistador. Es el primer y esencial desarrollismo. La generalización, ahistórica y forzada, de una matriz cultural ajena, instalada inapelablemente como superior. El parto de cualquier pensamiento propio no sería fácil.

Lo nuevo

Pero la vida es movimiento y las cosas raramente permanecen como se las pretende fijar. En el crisol de la mezcla biológica y cultural esta superposición de la matriz europea, en contra y sin la que le preexistía en América, gradualmente, a lo largo de tres siglos, incorporó también un proceso simultáneo de múltiple sincretismo de ambas y con la de los afro descendientes traídos como esclavos, hasta formar una nueva, distinguible, e internamente diversa. Perfectamente encarnada en Micaela Bastidas, la esposa de Tupac Amaru II, “coya” (señora importante, con autoridad) y “ñusta” (princesa). Descrita por las fuentes como “elegantemente vestida con ropas españolas e indias”, y “mujer notable por su hermosura”. Llamada la “zamba” por sus enemigos, en razón de su ascendencia mestiza mulata. Afro descendiente y española, por parte de su padre mulato, Manuel Bastidas. Indígena andina, por su madre, Josefa Puyacahua.

Sin embargo, la mezcla era de suyo diferenciada y contradictoria internamente. Siguiendo la experiencia previa, de siglos, de los reinos españoles en su lucha contra la ocupación musulmana, que generó una lógica y unas categorías raciales, se estructuró en América un rígido y complejo entramado institucional colonial que sustentaba su segmentación.

Se cruzaban y agregaban, a veces hasta la identificación, el color de piel y el estrato socioeconómico, en “castas” que definían las prerrogativas legales y simbólicas de cada cual en la sociedad. En la cúspide, los “blancos puros”. Peninsulares españoles privilegiados con los más altos cargos y prerrogativas. Más abajo, los blancos criollos, hijos de españoles nacidos en América, que eran “blancos indianos”, sin derecho a la nacionalidad española plena, ni a los altos cargos del gobierno colonial, la iglesia y el ejército. Algunos, los más ricos, con títulos nobiliarios heredados o comprados. Otros, de estratos medios, con cargos más o menos altos en la iglesia, el ejército, la administración, el comercio o las profesiones.

Por debajo de ellos, los “pardos”. Amalgama de indígenas, afro descendientes, esclavos o “libertos” (vueltos libres por pago que ellos mismos ahorraban de mil maneras y pacientemente, o por el deseo de sus amos), y todas sus mezclas: mestizos, mulatos, zambos, etc. Llamados simplemente en la época “el común”. Todos además de diferenciado estatus interno, según una serie de jerarquías legales, étnicas, económicas y simbólicas, que ponían a su vez a unos debajo de otros. Nada menos que 35 categorías o jerarquías legales de “castas”.

Un andamiaje laberíntico en que se ubicaba cada uno de los habitantes de América al estallar la revolución anticolonial. Andamiaje cuya explosiva destrucción podría resumir todas las razones y el programa completo de la revolución.

Los padres de Francisco Miranda, por ejemplo, eran emigrados de las islas Canarias a Venezuela, por lo que, a pesar de ser “blancos”, eran “blancos de orilla” y estaban por debajo de los “blancos puros” de la península española, y aún de los “mantuanos” ricos criollos de América. Bolívar, a pesar de ser criollo y el más rico de Venezuela, era motejado de “zambo” en razón de su tipo físico, por su misma clase que odiaba su proyecto de soberanía latinoamericana y justicia social, al que llamaban “la pardocracia que quiere instaurar el zambo Bolívar”.

La oligarquía bonaerense llamará “indio” a San Martín por su color de piel. La aristocracia chilena llamará a O`Higgins el “guacho” por ser hijo no reconocido del gobernador español del país y tener el atrevimiento de imponerles impuestos para financiar la lucha liberadora del continente en el Perú, mandar quitar sus “escudos de nobleza” de las puertas, arrebatarles el monopolio de los cementerios que eran negados a los pobres y para colmo hablar mapudungun y reconocer autonomía al pueblo mapuche.

El rey español Carlos III intentando reanimar el alicaído imperio, en las últimas décadas del siglo XVIII, implementa las reformas modernizadoras borbónicas, que en las colonias americanas están destinadas a hacer más sustentable su control, y más eficiente su explotación económica, vía reformas administrativas, tributarias y militares.

Ellas incluyen, a la usanza de los “certificados de limpieza de sangre”, otrora exigidos en España a moros y judíos, la creación de las “Gracias del sacar», “certificados legales genealógicos” otorgados por pago de arancel a la Corona. Una especie de “certificados de blancura de la piel”, que permitía a los pardos, que por una u otra razón se habían enriquecido, conseguir un cargo público, la entrada en el ejército, la compra de caballos, caminar por las veredas, etc., según fuera el caso y el monto del pago. En ellos se sentenciaba: “Téngase por blanco a…”.

Pero, ¿cómo haría esta nueva configuración humana para alcanzar su identidad y reconocimiento; para pensarse desde su propio lugar en el mundo, habiendo llegado tarde, después y subordinada a un proceso que la cultura hegemónica europea había cerrado hace siglos? ¿Cómo, siendo tan diferenciada internamente?

Primero, como choque. En las innumerables figuras mártires de las resistencias, nacidas con la misma llegada de Colón, en el primer combate de los indígenas tahínos en la actual República Dominicana el 11 de enero de 1493. Y que incluyen, en una cadena permanente, interminable, al cacique Guaicaipuro en Venezuela. Tupac Amaru I, en Perú. El Toqui (jefe militar de los mapuche) Lautaro en Chile. Y los cimarrones (esclavos fugados) como Domingo Bioho en el Caribe; Guacamaya, Andresote y José Leonardo Chirinos en Venezuela; o el “Zumbi” (guerrero) “Dos palmares”, llamado el “Espartaco negro” del Brasil, y su “quilombo” Palmarés, verdadera comuna independiente, indomable durante 65 años, donde se refugió la libertad, el amor y la capoeira.

Después, como búsqueda, y aún desgarramiento. En las trágicas figuras peruanas del Inca Garcilazo, hijo “no legítimo” de español e inca, rechazado en la reivindicación de su españolidad paterna y vuelto finalmente a su lado materno incaico, para ser uno de los gestores originarios de la literatura propiamente peruana. Y de José María Arguedas, arqueólogo literario del alma profunda, cuyo desgarro de identidad cultural, que era el del Perú en el siglo XX y había hecho el suyo propio, entre otras razones, lo llevarán al suicidio.

Finalmente, como encuentro creativo. Síntesis de regeneración y gestación. Lo mejor de ambos mundos fundidos en una utopía propia y urgente. Así brota, violenta y rebelde, en la guerra de las siete reducciones del Matto Grosso amazónico, donde, durante dos años, desde 1754 a 1756, los indígenas guaraníes y frailes jesuitas españoles resistieron con las armas en la mano, hasta el sacrificio final, la entrega por parte de España a los esclavistas de indios portugueses, de los territorios de sus “reducciones”, verdaderas comunas humanistas.

Desde el principio, sería un parto difícil y a contramano. “Por la libertad… no veré florecer a mis hijos”. Dirá Micaela Bastidas, antes de morir a golpes de puños y patadas, porque el garrote no terminaba de asfixiar su fino cuello de princesa incaica.

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