El debate real. – LA EXPERIENCIA BOLIVARIANA Y LA DICTADURA DEL PROLETARIADO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La irrupción absolutamente inesperada del llamado “socialismo del siglo XXI”, que nace en términos cronológicos con la revolución bolivariana encabezada por Hugo Chávez en Venezuela, sorprendió de manera profunda al imperio norteamericano que, descuidando su patio trasero que creía seguro dejado en manos de gobiernos “socialistamente confiables” como la Concertación chilena, se dedicaba ahora a extender sus agresiones militares en ultramar, sabiendo que sin el contrapeso del fenecido mundo socialista, podía aplastar países en cualquier punto del globo.

Pero la sorpresa ha sido al parecer aun más grande en el seno de la propia izquierda que languidecía estancada en la marginalidad de la política mundial.
Por eso, antes de entrar en el meollo del artículo, déjenme solazarme en recalcar cuan interesante es observar las reacciones que la reaparición de este “muerto”, el ideario socialista, al que se creía oleado, sacramentado y enterrado, provoca en la diáspora de quienes optaron por diferentes caminos luego de salir con lágrimas en los ojos del cementerio donde se creyó dejar al marxismo lapidado para siempre.

Hay sin duda dos grupos: por una parte están los más honestos, aquellos que se fueron a sus casas guardando las banderas en la buhardilla de sus corazones y que hoy, ante el resurgimiento concreto de la ideología revolucionaria, dudan, recelan, y hasta le temen a este sorprendente Lázaro que llega como sin habner avisado.

No es que duden, ni recelen ni teman retomar el azaroso camino de los años que se creían extintos, sino que dudan de la autenticidad de las nuevas consignas, recelan de estos nuevos líderes que no se formaron en la vieja escuela del dogmatismo anquilosado de los también viejos partidos; y por sobre todo temen a una nueva desilusión que podría reabrir heridas apenas restañadas.

Frente a las excentricidades de Chávez sonríen dubitativos, con algo de perplejidad. No es el líder sesudo, no tiene la seriedad profunda de un Allende, ni el discurso subyugante de un Fidel, ni siquiera la taciturna seguridad que emanaban los líderes soviéticos que con los bolsillos cargados de misiles y bombas atómicas, mantenían a raya al imperialismo.

Chávez ríe, Chávez canta Monedita de Oro cuando desembarca a las cinco de la mañana en el aeropuerto de Santiago de Chile para llegar algo atrasado a la cumbre iberoamericana. Chávez atrae a quienes lo rodean, pero no a la manera de Fidel que era el monstruo intelectual temido y adorado, sino porque Chávez está ahí, al alcance de la mano.

Este primer rompimiento del esquema clásico del líder incita a creer que el socialismo que él enarbola no es el socialismo clásico soñado por casi un siglo, que debe haber una trampita, una clavija suelta, un eslabón oxidado. De ahí la lenta reacción solidaria de las masas que en otras épocas se volcaran espontáneas a las calles a defender lejanas experiencias como la de Vietnam, o a ofrecer incluso la vida por la revolución cubana.

Pero están también los otros, esos que confiaron que jamás el fantasma de su pasado llegaría a enrostrarles su traición, los que no guardaron las banderas en ningún desván nostálgico sino que corrieron a vendérselas al triunfador. Son los que han reaccionado con rabia, con ira por la inquietud que les provoca el renacer del socialismo en manos de estos nuevos líderes latinoamericanos.

En Chile, y excúsenme los que no conocen a estos especimenes más allá de nuestras fronteras y que, por lo demás, no se pierden nada al no conocerlos, en Chile, digo, pertenecen a este bando una conspicua pléyade de socialistas en ejercicio, al menos en el nombre, otros del PPD como el camélido Tarud, amén de otros tantos ex comunistas, y hasta ex mirista: “el MIR no se asila”, y que terminaron asilados en la peor de las embajadas, la del oportunismo y la traición.

Lo concreto es que, cualquiera sea el impacto que ha provocado, el socialismo ha vuelto fortalecido trayendo, junto con la esperanza, un gran desafío a quienes siempre comprendieron que el severo traspiés sufrido hace dos décadas no podía acabar con una ideología basada en el análisis científico de las contradicciones sociales. El desafío es que hoy –como ocurriera ayer con los ideólogos de entonces, que utilizaron la fórmula interpretativa de la realidad que movía los procesos revolucionarios en el mundo– se necesita también retomar el análisis marxista de estos nuevos fenómenos cuyos ingredientes son los mismos, pero que requieren ser ensamblados de una manera diferente.

Lo malo del asunto es que no hay tiempo para largas discusiones ideológicas. El ritmo vertiginoso que tomó la revolución socialista del siglo XXI en Venezuela obliga a prescindir de los circunloquios y las disquisiciones y a terminar con el lloriqueo sobre la leche derramada. Lo importante es que la leche sigue ahí y está comenzando a hervir otra vez.

La dictadura del proletariado y la respuesta chavista

El intento socialista del siglo XXI de Hugo Chávez pretendió introducir cambios económicos y sociales profundos en la realidad venezolana sin tocar el esquema político. En otras palabras, se organizó una economía con un estado no sólo rector y vigilante de las relaciones económicas, sino que un estado que participara activamente tomando en sus manos las riquezas básicas del país, en este caso el petróleo, para crear un sector estatal de la producción con énfasis en satisfacer las necesidades postergada de las grandes mayorías empobrecidas de la nación.

Las medidas tomadas, todas inéditas en un país con una concentración increíble de la riqueza en manos de unos pocos, tuvieron que tocar inevitablemente los intereses de ese sector que presenta rasgos todavía clásicos de una oligarquía, es decir una burguesía más bien especulativa que industrial, más bien basada en el manejo usurero del dinero que en la creación de una base industrial sólida y diversificada.

Chávez quiso revertir esta política económica engañosamente fructífera, de gran fragilidad, que se derrumbaba de manera dramática ante cada fluctuación del mercado internacional, cambiándola desde una perspectiva socialista, es decir creando un estado económicamente sólido ahora al servicio de las mayorías.
Al igual que el gobierno de la Unidad Popular en Chile, adelantado en más de treinta años al socialismo del siglo XXI, las diferencias fundamentales del proceso bolivariano con el socialismo clásico de las revoluciones del siglo pasado radica en dejar libre las manos de la burguesía no sólo desde el punto de vista político, garantizando el estado socialista la pluralidad del espectro partidista, sino que dejando bajo el dominio de esta clase minoritaria, que ve amagado su poderío por un gobierno auténticamente del pueblo, una buena parte del poder económico.

Las intenciones son, sin duda, impecables en el papel, aunque no tan novedosas en la historia reciente de los procesos revolucionarios en nuestra América. Por desgracia los resultados de la renuncia del proyecto bolivariano a seguir el camino clásico de una revolución socialista, hacen que el intento de Chávez se encamine inexorablemente a repetir la experiencia de la revolución socialista “a la chilena” con sus resultados nefastos conocidos por el mundo entero.

La habilidad de la CIA para aprovechar estos resquicios no deja ninguna otra manera de defender la revolución más que por la vía clásica por la cual se logró instaurarla en muchos países del mundo, y por la cual subsiste aún en algunos lugares del planeta, incluida Cuba socialista. Este camino, que la experiencia vuelve a mostrar como ineludible, es la instauración obligada de una imposición por la fuerza de la voluntad de las mayorías sobre la sedición de la oligarquía, es decir, y dicho en el lenguaje objetivo de la ideología, la dictadura del proletariado.

El concepto en sí, tomado de manera literal, es duro y provoca sin duda escozor en la opinión pública, más aún en una región donde las dictaduras, aunque hayan sido todas de la derecha burguesa en connivencia con los militares, estremecen la memoria de los pueblos que debieron sufrir la ferocidad de estos regímenes. Sin embargo, independiente de las palabras con las cuales se quiera definir el legítimo derecho de una revolución a defenderse, hay que considerar algo que conceptualmente es una gran verdad: la dictadura del proletariado no es parte inherente de una revolución socialista, sino que una imposición endosada por la propia burguesía a los gobiernos populares triunfantes, tanto en el siglo pasado como en las nuevas experiencias que aparecen en la tierra, al impulsarlos a defenderse.

Las vicisitudes atravesadas por el gobierno de Allende como las que hoy sacuden a la revolución bolivariana, demuestras claramente este aserto. Ni en el Chile del 70 ni en la Venezuela de hoy se implantó la dictadura del proletariado. En ninguna de ambas experiencias se conculcaron las garantían constitucionales heredadas de los gobiernos burgueses: el derecho a la información, el derecho a reunión, a organizarse en partidos sin restricción de ideología y credos, el derecho a ejercer una oposición firme y libre dentro de los marcos legales establecidos por los reglamentos constitucionales.

¿Qué se ha obtenido como ganancia concreta para la experiencia revolucionaria en ambos casos? El que estas garantías que Chávez, como Allende antes, esgrime como las diferencias del socialismo nuevo con el de antaño, se conviertan en la mejor y la más eficaz arma usada por la clase desplazada del poder para derrocar mediante un itinerario riguroso, al gobierno socialista con un golpe feroz.

Antes de abandonar suelo chileno Chávez dijo una frase que puede tener hondas repercusiones de ser rigurosamente cierta:
“La diferencia entre la revolución chilena y la nuestra, es que Allende no tenía armas. Nosotros sí las tenemos”.
¿Quiénes tienen esas armas en Venezuela? ¿El pueblo? ¿O Chávez se refería al ejército que todavía aparece apoyándolo? Es un importante enigma que a la hora de los hornos será fundamental.

Si las armas están en manos del pueblo, o si existe un mecanismo estratégico que asegure armar rápidamente al pueblo ante la asonada que se gesta de manera casi pública, se podrá enfrentar el complot con grandes posibilidades de éxito. Más aún, las armas en manos del pueblo pueden incluso evitar un enfrentamiento fratricida que tendría sin duda un carácter de guerra civil.

Por el contrario, si lo que Chávez cuenta como seguro es la lealtad de las fuerzas armadas, está jugando con el mismo peligroso fuego con el cual jugó Allende hasta último momento de su gobierno, cuando todavía en la mañana del día 11 de septiembre confiaba que Augusto Pinochet le era incondicionalmente leal a la instituicionalidad.

La muestra más palpable de esta verdad ha sido el espectacular viraje del general Baduel, “un ciudadano fuera de toda sospecha” hasta hace pocos días, amigo personal de Chávez y acérrimo defensor de la revolución de la cual fue ministro, y que hoy “salta la talanquera” como se dice en Venezuela, se da “vuelta la chaqueta” como decimos en Chile, pasándose al bando de la sedición y el golpe.
En todo el mundo resuenan aún las amargas palabras de Salvador Allende la mañana del golpe de estado al referirse a uno de los alzados: “…el general Mendoza, general rastrero que ayer nada más me juraba lealtad…”.

Y un último botón de muestra acerca del grado de confiabilidad de nuestros soldados que son formados y alineados junto a la clase del dinero desde el inicio de la carrera militar.

Después de la dictadura, todos los comandantes en jefe de las tres ramas de la fuerzas armadas chilenas y de Carabineros que sirvieron como tales en los cuatro gobiernos de la Concertación, mientras ejercieron el cargo demostraron, como Baduel en Venezuela, una obsecuencia casi servil a los mandatarios democráticos del periodo post dictadura, pero también casi todos ellos, al terminar sus funciones, corrieron a enrolarse como parlamentarios o adherentes de la UDI, el partido más retrógrado de la política chilena y heredero del pensamiento pinochetista.

Es de decir, si se hubieran dado las circunstancias como antes con Allende, o como ahora en Venezuela, y estando ellos en ejercicio de su grado militar, no habrían dudado en saltar al cuello del presidente de turno por muy democrático que fuera ese gobierno.

Antes que todo se hunda, vamos de nuevo Simón

Lo dice la canción del Inti Illimani a Simón Bolívar. Y en estas horas adquiere más vigencia que nunca. También más que nunca arrecian las críticas contra Hugo Chávez provenientes de su propio sector. La acusación, como le ocurriera también a Salvador Allende, es de debilidad, de falta de coraje y decisión para enfrentar el complot fascista de la oposición.

Como su congénere muerto en La Moneda, Chávez se defiende con frases como la ya citada pronunciada en Santiago antes de volver a su país. En Chile también el pueblo iba a salir a las calles a defender su proceso si había alzamiento. Los obreros, campesinos y estudiantes iban a ocupar sus sitios de trabajo y estudio dispuestos a parar el golpe. Pero, como dijera Violeta Parra en una de sus canciones, “no se podía enfrentar a los trabucos con las dos manos vacías”.

Entonces una conclusión final se abre paso una vez más en la historia de los pueblos: sin armas no ha habido ni habrá jamás una revolución triunfante.
Sin dictadura del proletariado tampoco.

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* Escritor.
cristianjoelsanchez@gmail.com.

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