EL IDIOMA DE PUERTO RICO Y EL ESTATUS DE AMÉRICA LATINA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Es una manifestación del temor del dominante nacionalismo anglosajón de que Estados Unidos se convierta en un país plurilingüe y pluricultural. Es una manifestación de pánico ante la posibilidad de que el mitológicamente candente melting pot que ha servido para solapar históricos discrímenes contra diversos grupos minoritarios se haya congelado. Es indicio claro de que la histórica asimilación de diversas olas de inmigrantes a la cultura White Anglo Saxon Protestant (blanca, anglo sajona y protestante, WASP por sus siglas en inglés) ya no funciona como antes.

A medida que esto ocurre, el «americano» promedio se anonada ante la lentitud de la aculturación latina -es decir, de la reciedumbre de las identidades latinoamericanas, con sus particularidades entre nuestros pueblos, pero homogeneizada en la mentalidad anglo con el concepto genérico de «hispanos».

La dilación de un proceso de asimilación en la que subsistan rasgos folclóricos o culinarios está, sin duda, vinculada a los adelantos tecnológicos y la facilidad en transporte de nuestros tiempos –contrario al caso de los europeos de principios del siglo 20 que emigraban para no volver–. Los vínculos de lealtad y solidaridad con nuestros orígenes latinoamericanos perduran en el país donde tantos han tenido que emigrar por el fracaso de las políticas imperialistas de Estados Unidos hacia la América Latina.

El incremento de xenofobia, racismo y provincianismo cultural en diversos sectores tradicionales de Estados Unidos en tiempos como éste son predecibles. A esa sociedad a menudo se le va la mano. Los puertorriqueños, por nuestra relación colonial con Estados Unidos, lo hemos vivido en nuestra propia tierra desde la invasión y ocupación de nuestro país en 1898 y la hemos resistido. Por eso después de más de un siglo bajo el dominio directo de Estados Unidos, seguimos siendo una nación hispanohablante, latinoamericana y caribeña.

Es claro, por ende, que desde Puerto Rico le debemos solidaridad y apoyo a nuestros hermanos latinoamericanos en Estados Unidos, el florecimiento de cuya cultura en ese suelo ayudaría a florecer y civilizar un poco más la del americano, a ampliarle sus horizontes.

La iniciativa asimilista del senado de Estados Unidos podría tornarse en mandato legislativo una vez congeniada con el otro cuerpo parlamentario, la Cámara de Representantes. Y como a los puertorriqueños, desde siempre sin representación parlamentaria ni plenos derechos democráticos en nuestra –tierra el gobierno federal nos impuso en 1917 la ciudadanía estadounidense–, las posibles repercusiones de estos desarrollos sobre Puerto Rico están directamente ligadas la situación colonial.

El empeño asimilista del «americano» es de importancia devastadora para el sector que ha insistido en la anexión de Puerto Rico como estado federado sin renunciar a nuestro idioma y cultura. En documentos sometidos al Congreso de Estados Unidos en 1991 durante uno de los procesos de discusión de estatus, los «estadistas» se unieron al resto del liderato político puertorriqueño para dejarle saber a Estados Unidos que el español y nuestra cultura no son negociables –como no lo serían con la independencia– bajo ninguna fórmula colonial, inclusive en caso de anexión como estado federado.

La década del 90 fue una época de cultura relativamente liberal en Wáshington –unidad nacional y unidad federal bajo un presidente que gustaba, entre otras cosas, del jazz y de tocar saxofón–. Sin embargo, un proyecto legislativo apoyado por la Casa Blanca e iniciado en septiembre de 1996 en la Cámara de Representantes del congreso estadounidense por un congresista de Alaska anunciaba una política pública que declaraba «el inglés como el lenguaje común de mutuo entendimiento», añadiendo que, el congreso norteamericano retendría la autoridad de «expandir los requisitos del idioma inglés en el Commonwealth de Puerto Rico».

Esto llevó al liderato que defiende el llamado commonwealth –engañosamente traducido al español como Estado Libre Asociado (ELA)– a celebrar en grande cuando en 1998 la Cámara de Representantes aprobó un debilitado proyecto que no terminó el trámite legislativo, pero que dio una importante señal de los tiempos al identificar a Puerto Rico como mero territorio bajo la soberanía constitucional norteamericana –como siempre denunció el independentismo puertorriqueño–.

Ahora, desde Casa Blanca, en vivo y a todo color, el primer mandatario invoca denodadamente la seguridad nacional para militarizar la frontera con un país con quien no está en guerra; el parlamento nacional se encariña con construir allí una muralla para impedir que entren mexicanos o (casi como sinónimo) terroristas hispanohablantes, y en amplios sectores étnicos, sociales, profesionales e intelectuales se promueve la asimilación pura y dura mediante el inglés como idioma oficial, común o unificador. El problema para Puerto Rico es que lo que pueden hacer en Wáshington con los estados también lo pueden hacer con los territorios coloniales.

La condición colonial del ELA ha quedado al desnudo oficialmente desde diciembre de 2005, tras un Informe oficial del Equipo de Trabajo de la Casa Blanca que admite lo que la comunidad internacional siempre supo: que el ELA es una propiedad, un territorio bajo la jurisdicción del Congreso, un arreglo no permanente, una colonia. Y ahora líderes estadolibristas –como máximo defensor del colonialismo como derecho– exhalan humaredas de confusión. Este ex gobernador, que en 1989 había declarado junto al presidente del Partido Independentista Puertorriqueño que Estados Unidos «nunca ha consultado al pueblo de Puerto Rico» en cuanto al estatus final del país, ahora vuelve a insistir en la vieja tesis de un supuesto pacto que nadie ha visto.

Él, quien meses más tarde aceptó públicamente ante el Congreso que Estados Unidos seguía ejerciendo su soberanía sobre Puerto Rico, anda por ahí indignado ante la admisión de culpabilidad del gobierno de Estados Unidos y denuncia la acusación del ELA como colonia como una viciosa alegación.

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