El poder popular en la era del imperio

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

fotoMe han pedido que hable acerca del poder del pueblo en la era del imperio. Cuando vemos cómo se destripa y se desangra el lenguaje, ¿qué entendemos por poder del pueblo? Cuando la libertad significa ocupación; la democracia, capitalismo neoliberal; la reforma, represión; y expresiones como «emancipación» y «misión de paz» hielan la sangre, entonces una expresión como poder popular puede significar lo que quiera cada uno.

Así que voy a tener que definir el «poder del pueblo» en el camino, digamos que arrimando la brasa a mi sardina.

En la India la palabra pueblo está incorporada a la lengua hindú. En hindú tenemos «sarkar» y pueblo, el gobierno y el pueblo. Este uso implica la suposición de que el gobierno es algo aparte de «el pueblo». La distinción tiene mucho que ver con el hecho de que la lucha por la libertad en la India, aunque magnífica, no fue ni mucho menos revolucionaria.

Hoy, tras cincuenta y siete años exactos, los verdaderos vencidos todavía ven al gobierno como mai-baap: padre y proveedor. El sector ligeramente más radical, los que todavía tienen fuego en las entrañas, lo ven como chor: ladrón, el que arrebata todas las cosas.

Sea como sea, para la mayoría de los indios, sarkar es algo muy diferente de pueblo. Sin embargo, a medida que se suben los peldaños de la escala social, la distinción entre «sarkar» y pueblo se diluye. A la elite india, como a todas las elites del mundo, le cuesta separarse del Estado. Ve lo que ve el Estado, piensa como el Estado, habla como el Estado.

En contraste, en EEUU la distinción entre «sarkar» y pueblo se ha difuminado a niveles mucho más profundos de la sociedad. Esto podría ser indicar una democracia robusta, pero por desgraciada el asunto es un poco más complicado y menos lindo. Entre otras cosas se relaciona con la intrincada trama de paranoia urdida por el «sarkar» estadounidense y difundida por las corporaciones mediáticas y por Hollywood.

Los estadounidenses han sido manipulados hasta creer que son un pueblo en estado de sitio cuyo único refugio y protección provienen del gobierno. Si no son los comunistas, es Al Qaeda. Si no es Cuba, es Nicaragua. Ya conocen la rutina: «¿Por qué nos odian? Envidian nuestras libertades…» etc, etc. Argumentos que refuerzan la sensación de aislamiento de la población y hace más estrecho todavía el abrazo entre «sarkar» y pueblo. Como Caperucita Roja buscando calorcito en la cama del lobo.

Antes de la invasión ilegal de Iraq por Wáshington, una encuesta de Gallup International indicaba que en ningún país europeo el apoyo a una guerra unilateral superaba el 11 por ciento. El 15 de febrero de 2003, pocas semanas antes de la invasión, más de diez millones de personas se manifestaron en contra de la guerra en los distintos continentes, América del Norte inclusive. Y aún así los gobiernos de muchos países supuestamente democráticos se unieron a la guerra.

La cuestión es si la democracia
es todavía democrática

¿Los gobiernos democráticos tienen que rendir cuentas quienes los eligieron? Y, crucialmente, ¿el pueblo de los países democráticos es responsable de las acciones de su «sarkar»?

Si nos ponemos a pensar, la lógica en la que se basa la guerra contra el terrorismo y la lógica en que se basa el terrorismo son exactamente la misma. Ambas obligan a los ciudadanos a pagar por los actos de sus gobiernos. Al Qaeda obligó al pueblo de los EEUU a pagar con sus vidas las acciones de su gobierno en Palestina, Arabia Saudí, Iraq y Afganistán. El gobierno estadounidense obligó al pueblo afgano a pagar con miles de vidas los actos de los talibanes, y el pueblo iraquí está pagando con cientos de miles más los de Sadam Husein.

La diferencia esencial es que nadie ha votado a Al Qaeda, a los talibanes o a Sadam Husein, pero el presidente de los Estados Unidos sí que había ganado elecciones -bueno, por decirlo de alguna manera-.

Los gobernantes de Italia, España y Reino Unido habían ganado elecciones. ¿No podría decirse, entonces, que los ciudadanos de estos países son más responsables de los actos de sus gobiernos que los iraquíes de los de de Sadam Husein, o los afganos de los actos de los talibanes?

¿Cuál de sus respectivos dioses decide si ésta o la otra es una guerra justa? George Bush padre dijo una vez: «Yo nunca pediré disculpas en nombre de EEUU. No me importa qué haya pasado». Cuando el presidente del país más poderoso del mundo no necesita que le importe lo que haya ocurrido, por lo menos podemos estar seguros de que hemos entrado en la era del imperio.

Así que, ¿qué significado tiene el poder del pueblo en la era del imperio? ¿Tiene algún significado? ¿Existe en realidad?

El pensamiento político convencional afirma que el poder del pueblo se ejerce en las urnas. Docenas de países de todo el mundo irán a las urnas este año, y la mayoría (no todos) tendrángobiernos elegidos en votaciones. Pero ¿conseguirán tener los gobiernos que desean?

¿En las elecciones de EEUU

tienen opción los votantes?

El sistema político de EEUU está cuidadosamente diseñado para impedir que cualquiera que cuestione la bondad natural de la estructura de poder militar-industrial-corporativa pueda entrar por las puertas del poder.

En semejante contexto no sorprende a nadie que en estas elecciones los dos contendientes sean licenciados de la Universidad de Yale, ambos miembros de la sociedad secreta Skull and Bones (Calavera y Huesos), ambos millonarios que juegan a los soldaditos, ambos pregonando la guerra y discutiendo de manera casi pueril cuál sería el caudillo más eficiente en la guerra contra el terror.

Kerry continuará la expansión del poder económico y militar de EEUU. Dice que hubiera votado a favor de la guerra en Iraq aún sabiendo que no tenía armas de destrucción masiva. Y promete asignar más tropas a Iraq. Recientemente dijo que apoya cien por ciento la política de Bush en relación con Israel y Ariel Sharon, que mantendrá el 98 por ciento de los recortes fiscales de Bush.

Así que el consenso es casi absoluto. Parece que incluso si el electorado americano vota a Kerry de todas formas seguirá estando Bush: El presidente John Kerbush o el presidente George Berry. La posibilidad de elegir no es real, sino aparente. Es como elegir una marca de detergente. Compres Tide o compres Ivory Snow, los dos son de Procter & Gamble.

En EEUU el movimiento contra la guerra hizo una labor extraordinaria al poner de manifiesto las mentiras y la venalidad que dieron lugar a la invasión de Iraq, a pesar de la propaganda e intimidación que enfrentaron.

Pero ahora, si el movimiento contra la guerra se une abiertamente a la campaña de Kerry, el resto del mundo pensará que está de acuerdo con su política de imperialismo «sensible». ¿Es preferible el imperialismo de EEUU si lo apoyan la ONU y los países europeos? ¿Es preferible que la ONU pida soldados a India y Pakistán para que maten y mueran en Iraq en lugar de los soldados estadounidenses? ¿Es verdad que el único cambio que pueden esperar los iraquíes es que las compañias francesas, alemanas y rusas participen en el saqueo de su país?

¿Es esto mejor o peor para los que vivimos en países vasallos? ¿Es mejor para el mundo tener un emperador más listo en el poder, o uno más tonto? ¿Es ésa nuestra única alternativa? Lo cierto es que la democracia electoral se ha convertido en un proceso de manipulación cínica. Ofrece un espacio político muy reducido, y sería ingenuo creer que en ese espacio hay opciones reales.

La crisis de la democracia es profunda

En el escenario global, más allá de la jurisdicción de los gobiernos soberanos, los instrumentos internacionales de comercio y finanzas supervisan un complejo sistema de leyes multilaterales y acuerdos que han consolidado un sistema de apropiación que daría vergüenza a los colonialistas.

Las gigantescas corporaciones transnacionales en lios países del Tercer Mundo toman las riendas de sus infraestructuras esenciales y sus recursos naturales, sus minerales, su agua, su electricidad. La OMC, el BM, el FMI y otras instituciones financieras, como el Banco Asiático de Desarrollo, prácticamente escriben la política económica y la legislación parlamentaria.

Todo esto, por cierto, bajo la alegre consigna de «la reforma». Como consecuencia de esta reforma, en Africa, Asia y América latina, miles de negocios e industrias de pequeña envergadura han quebrado. Millones de trabajadores y agricultores han perdido sus empleos y sus tierras.

Lo que hay que comprender es que la democracia moderna está cimentada en una aceptación casi religiosa del Estado-nación. Pero la mundialización de las corporaciones no lo está, el capital líquido no lo está. Por tanto, aunque el capital requiera del poder de coerción del Estado-nación para acallar las revueltas en las habitaciones de la servidumbre, el sistema garantiza que ningún país pueda oponerse a la globalización por su cuenta y riesgo.

Un cambio radical no puede ser ni será nunca algo negociado por los gobiernos: sólo lo puede ejecutar el pueblo, capaz de darse la mano a través de las fronteras.

Así, cuando hablamos del «poder del pueblo en la era del imperio», espero que no parezca presuntuoso asumir que lo único que vale la pena debatir en serio es el poder del pueblo que disiente, del pueblo que esta en desacuerdo con el propio concepto de imperio, del pueblo que se enfrenta con los que ocupan el poder: los gobiernos e instituciones internacionales, nacionales, regionales o provinciales que apoyan y prestan servicios al imperio.

¿Cuáles son las vías de protesta que pueden emplear las personas que desean resistir al imperio? Cuando digo resistir no me refiero sólo a expresar nuestro desacuerdo, sino a forzar un cambio real. El imperio utiliza distintas armas para descerrajar los distintos mercados, ya saben: el talonario o el misil.

Para los pobres de muchos países el imperio no aparece siempre en forma de misiles o tanques, como en Iraq, Afganistán o Vietnam. Aparece en sus vidas en forma de avatares muy locales: pérdida de empleo, recibos de la luz impagables, cortes del suministro de agua, desahucio de viviendas, desalojo de tierras… Todo esto supervisado por la maquinaria represora del Estado: la policía, el ejército, el poder judicial. Se trata de un proceso de empobrecimiento implacable que los pobres conocen muy bien a lo largo de su historia. Lo que hace el imperio es reforzar y exacerbar las desigualdades existentes.

Hasta hace bastante poco a los pueblos les costaba verse a sí mismos como víctimas de las conquistas del imperio. Pero actualmente los conflictos locales les hacen ver cada vez más claro su propio rol. Por muy grandilocuente que suene, lo cierto es que se enfrentan al imperio, cada uno a su manera -que es muy diferente en Iraq, Sudáfrica, India, Argentina y, cómo no, en las calles de Europa y de EEUU-.

Los movimientos de resistencia de masas, los activistas, periodistas, artistas y cineastas se han unido para quitarle brillo al imperio. Han atado cabos, han convertido los flujogramas y los discursos de los consejos de administración en historias reales sobre personas reales y desesperanzas reales. Han demostrado cómo el proyecto neoliberal lo paga la gente con sus viviendas, sus tierras, sus empleos, su libertad, su dignidad. Han hecho tangible lo intangible. El que antaño parecía un enemigo incorpóreo se ha hecho carne.

Esto es una gran victoria, forjada gracias a la unión de grupos políticos diferentes, con estrategias muy variadas. Pero todos comprendieron que el objeto de su ira, su activismo y su empeño es el mismo. Este fue el principio de la verdadera globalización: la globalización de la inconformidad.

En general, existen hoy dos tipos de movimientos de resistencia de masas en los países del Tercer Mundo. El Movimiento de los sin tierra de Brasil, el Movimiento anti-represas en la India, los zapatistas de México, el Foro anti-privatización de Sudáfrica y varios cientos más, que luchan contra sus propios gobiernos convertidos en agentes del proyecto neoliberal. Son conflictos radicales, en los que se lucha por cambiar la estructura y el modelo elegido para el «desarrollo» de sus sociedades.

Los otros son los que luchan contra el neocolonialismo tan oficial como brutal en territorios en disputa, cuyas fronteras dibujaron las potencias imperialistas en el siglo pasado. Los pueblos de Palestina, Tíbet, Chechenia, Cachemira y varios estados del nordeste de la India luchan por su autodeterminación.

Algunas de estas luchas podrían haber sido radicales, e incluso revolucionarias, en sus comienzos, pero a menudo la brutalidad de la represión con que se encuentran las empuja hacia áreas conservadoras e incluso retrógradas, en las que las estrategias de violencia y el lenguaje de nacionalismo religioso y cultural que se emplean son idénticos a los de los Estados que pretenden sustituir.

Muchos de los soldados de estas contiendas encontrarán- tal como los que lucharon contra el apartheid en Sudáfrica- que derrotada la ocupación tendrán otra guerra entre manos: contra el colonialismo económico encubierto.

Por estas razones, es absurdo condenar la resistencia a la ocupación de Iraq por EEUU basándose en que está organizada por terroristas, insurgentes o partidarios de Sadam Husein. Después de todo, si alguien invadiera y ocupara Estados Unidos, ¿serían todos los que lucharan por su liberación terroristas, insurgentes o bushistas?

La resistencia iraquí lucha en los frentes de la batalla contra el imperio y, en ese caso, su lucha es la nuestra. Antes de decidir cómo debería dirigir una resistencia iraquí inmaculada su batalla laica, feminista, democrática y no violenta, deberíamos apuntalar la resistencia obligando a EEUU y sus aliados a retirarse de Iraq.

Otro mundo es posible

El primer enfrentamiento militar, que se dio en EEUU entre el movimiento para la justicia global y el proyecto neoliberal, ocurrió en la famosa conferencia de la OMC en Seattle en diciembre de 1999. Para muchos movimientos de masas en países en vías de desarrollo Seattle fue la primera señal de alivio, que demostraba que su rabia y su visión de un mundo distinto también existía en los países imperialistas.

En enero de 2001, en Porto Alegre, Brasil, se reunieron 20.000 activistas, estudiantes, cineastas -algunas de las mejores mentes del mundo- para compartir sus experiencias e intercambiar ideas sobre cómo hacer frente al imperio. Así nació el ya histórico Foro Social Mundial.

Esta fue la primera reunión oficial de un tipo distinto de «poder popular»: estimulante, anárquico, nada indoctrinado, activo. El lema del FSM es «Otro mundo es posible». En enero de 2004, se celebró el cuarto FSM en Mumbai, India, al que acudieron 200.000 delegados. Yo nunca había participado en una reunión tan vibrante. Una de las pruebas del éxito del FS es que los principales medios de comunicación indios lo ignoraron por completo. Pero ahora el FSM está amenazado por su propio éxito. Su ambiente seguro, abierto y lúdico ha permitido participar y ha dado voz a políticos y ONG vincuados con sistemas políticos y económicos que le son contrarios.

Otro peligro es que el FSM, cuyo papel ha sido tan vital en el movimiento por la justicia global, corre el riesgo de convertirse en un fin en sí mismo. Sólo organizarlo todos los años consume las energías de algunos de los mejores activistas que tenemos. Tenemos que encontrar formas de canalizar esas conversaciones hacia acciones concretas.

Voy a hablar de tres de los peligros que afectan a los movimientos de resistencia: el difícil punto de encuentro entre los movimientos de masas y los medios de comunicación; los riesgos de la ONG-ización de la resistencia; y el enfrentamiento entre los movimientos de resistencia y los Estados cada vez más represivos.

El lugar en el que los medios de comunicación se encuentran con los movimientos de masas es bastante complicado.

Los gobiernos se han dado cuenta de que los medios que operan de crisis en crisis no se pueden permitir quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. Al igual que los negocios requieren liquidez de dinero, los medios requieren liquidez de crisis. Países enteros se convierten en noticias añejas, dejan de existir y la oscuridad se vuelve más profunda que antes de que los focos se detuvieran brevemente sobre ellos.

Lo vimos en Afganistán cuando se retiraron los soviéticos, y ahora, una vez que la operación Libertad Duradera puso a Hamid Karzai, de la CIA, en el poder, cayó una vez más en manos de sus señores feudales. En Iraq se ha instalado otro agente de la CIA, Iyad Allawi, así que quizá haya llegado la hora de que los medios también se vayan de allí.

Todo movimiento popular que se respete, todo «tema», ha de tener su propio globo publicitario en el aire anunciando su marca y su propósito. Por esta razón, los muertos de hambre son más eficaces a la hora de publicitar a la pobreza que millones de desnutridos. Las inundaciones que crean las represas no permiten mucho juego noticioso -hasta que la devastación que producen se vea bien en televisión, cuando ya es demasiado tarde-.

Las concentraciones coloridas y las manifestaciones de fin de semana son esenciales, pero por sí solas no son lo bastante fuertes para parar las guerras. Las guerras sólo terminarán cuando los soldados se nieguen a luchar, cuando los trabajadores se nieguen a cargar las armas, cuando el pueblo boicotee los centros económicos del imperio diseminados por el globo.

Si queremos reclamar el espacio de la desobediencia civil, tenemos que liberarnos de la tiranía del periodismo de crisis. Tenemos que usar nuestra experiencia, imaginación y arte para interrogar a los instrumentos del Estado que garantizan que la «normalidad» sea lo que es: cruel, injusta, inaceptable. El verdadero ataque preventivo es comprender que las guerras son el resultado final de una paz imperfecta e injusta.

En lo que se refiere a los movimientos de resistencia, lo cierto es que no hay cobertura de los medios comparable a la fuerza de las masas en acción sobre el terreno. No hay otra opción real más que la agotadora movilización política.

La mundialización de las corporaciones aumentó la distancia entre los que toman las decisiones y los que sufren esas decisiones. Los foros -como el FSM- permiten a los movimientos locales de resistencia reducir esa distancia y tomar contacto con aquellos en los países ricos. Esta es una alianza importante y formidable. Por ejemplo, cuando la primera represa privada de la India, Maheshwar Dam, estaba en construcción, las alianzas creadas entre la Narmada Bachao Andolaan (NBA), la organización alemana Urgewald, la Declaración de Berna en Suiza y la Red Internacional sobre Ríos de Berkeley en EEUU, se unieron para conseguir que una serie de bancos internacionales y corporaciones abandonaran el proyecto.

Las ONG: separar las aguas

Otro peligro que amenaza a los movimientos de masas es la «ONG-ización» de la resistencia. Será fácil distorsionar lo que voy a decir para que parezca una acusación a todas las ONG. Eso sería falso. En las sucias aguas de las ONG «truchas», montadas para lograr subvenciones o eludir impuestos -en estados como Bihar se regalan como dote- también existen las que realizan tareas valiosas. Pero es importante observar el fenómeno de las ONG en un contexto político más amplio.

A medida que el Estado abdicó su función tradicional las ONG se pusieron a trabajar en esas áreas específicas. La mayoría de las grandes ONG subvencionadas están financiadas y patrocinadas por agencias de ayuda y desarrollo, que a su vez dependen para su financiamieno de los gobiernos, del Banco Mundial, la ONU y algunas corporaciones multinacionales y son parte del mismo mundillo político que supervisa el proyecto neoliberal y exige el recorte drástico del gasto público.

Las ONG dan la impresión de llenar el vacío creado por la retirada del Estado. Y lo hacen, pero su contribución real es que por su intermedio se descarga la ira política y se reparte como asistencia o caridad lo que corresponde al pueblo por derecho. Las ONG alteran la psique popular. Convierten a las personas en víctimas desvalidas y mellan las puntas de la resistencia política. Las ONG forman una especie de parachoques entre el «sarkar» y el pueblo. Entre el imperio y sus súbditos. Se han convertido en árbitros, intérpretes, mediadores.

En última instancia, las ONG son responsables de sus acciones ante quienes las financian, no frente a las personas con las que trabajan. No hay ejemplo más pertinente que el fenómeno de EEUU preparándose a invadir un país y simultáneamente preparando a las ONG que limpiarán los despojos.

Con el fin de asegurarse la financiación y conseguir que los gobiernos de los países donde trabajan les permitan actuar, las ONG tienen que presentar su trabajo dentro de un marco superficial más o menos exento de contexto histórico o político.

Las llamadas de «socorro apolíticas» -por lo tanto extremadamente políticas-, enviadas a los países pobres y las regiones en guerra, acaban por trazar un cuadro en el que esas gentes (oscuras) de esos países (oscuros) aparecen como víctimas patológicas: otro indio desnutrido, otro etíope que se muere de hambre, otro campo de refugiados afganos, otro sudanés mutilado… Todos necesitando la ayuda del hombre blanco. Estas imágenes refuerzan sin querer los estereotipos racistas y reafirman las hazañas, las comodidades y la compasión («es todo por tu bien») de la civilización occidental.

Las ONG disponen de fondos para dar empleos a personas que, de no ser así, trabajarían en los movimientos de resistencia, pero que de esta manera sienten que están haciendo algo inmediata y creativamente bueno, y encima se ganan la vida. La auténtica resistencia política no tiene atajos de esos.

La ONG-ización de la política amenaza con hacer de la resistencia un trabajo cortés, razonable, con su salario y su jornada de 9 a 5, más algunos extras. La verdadera resistencia tiene consecuencias de verdad. Y no paga salarios.

Así llegamos al tercer peligro que quiero menciona: el carácter letal del enfrentamiento real entre los movimientos de resistencia y los Estados cada vez más represivos. Entre el poder popular y los agentes del imperio.

Siempre que la resistencia civil ha mostrado la más mínima señal de pasar de la acción simbólica a parecer, aunque sea remotamente, una amenaza, la represión se vuelve despiadada. Ya hemos visto lo que ocurrió en las manifestaciones de Seattle, Miami, Göthenberg, Génova.

En Estados Unidos tienen el USA Patriot Act, convertida en un modelo para la elaboración de leyes antiterroristas en todo el mundo. Se recortan las libertades con el pretexto de proteger la libertad. Y una vez que cedemos nuestras libertades, será necesaria una revolución para conseguir que nos sean devueltas.

El gobierno indio, veterano en este juego, alumbra el camino. A lo largo de los años ha promulgado infinidad de leyes que le permiten tratar a casi cualquier persona de terrorista, insurgente, militante. Tenemos la Ley de Poderes Especiales de las Fuerzas Armadas, la Ley de Seguridad Pública, la Ley de Seguridad de Areas Especiales, la Ley de Bandas Armadas, la Ley de Areas Terroristas y Levantiscas (que oficialmente ya no está en vigor, pero todavía hay personas a la espera de juicio por su causa) y, la más reciente, la POTA, Ley de Prevención del Terrorismo, el antibiótico de amplio espectro para curar la inconformidad.

También se toman otras medidas, como sentencias de tribunales cuyo efecto es sustraer la libertad de expresión, el derecho de los funcionarios a la huelga, el derecho a la vida y al sustento. En la India los tribunales han comenzado a microgestionar nuestras vidas. Y, encima, criticar a los tribunales es un delito.

En los últimos diez años el número de personas que han muerto a manos de la policía y las fuerzas de seguridad alcanza las decenas de miles. En el estado de Andhra Pradesh -la niña bonita de la globalización corporativa en la India- muere cada año una media de 200 «extremistas» en lo que se suelen llamar «encuentros». La policía de Bombay presume del número de «gangsters» que han matado en estos «tiroteos». En Cachemira, cuya situación es casi de guerra, han muerto unas 80.000 personas desde 1989. Otras miles simplemente han «desaparecido». En las provincias del nordeste la situación es similar.

India no es la única, por cierto. Hemos visto ocurrir lo mismo en países como Bolivia, Chile y Sudáfrica. En la era del neoliberalismo, la pobreza es un crimen y protestar contra ella se define cada vez más a menudo como terrorismo.

Hace unos meses formé parte de un jurado bajo la POTA. A lo largo de dos días escuchamos testimonios espeluznantes de lo que está ocurriendo en nuestra magnífica democracia. Hay de todo: desde las personas a las que obligan a beber orina, a las que desnudan, humillan, aplican electroshock, queman con colillas o insertan barras de hierro en el ano, hasta las que matan a palos y patadas.

El nuevo gobierno ha prometido abolir la POTA. Me sorprendería que esto se llevara a cabo antes de aprobar otra legislación con un nombre diferente. Si no es la POTA será la MOTA o algo así.

Cuando se cierran las vías al inconformismo no violento y se acusa de terrorista a todo aquel que protesta contra la violación de los derechos humanos, ¿de verdad deberíamos sorprendernos al ver que amplias zonas del país están cuajadas de personas que creen en la lucha armada y están más o menos fuera del control del Estado?.

En la actualidad no hay en el mundo un tema de debate tan crucial como la cuestión de las estrategias de resistencia, y la elección de estrategias no está enteramente en manos del pueblo: también está en manos del «sarkar».

La condena del terrorismo por los gobiernos no es creíble si no se muestran dispuestos a cambiar ante el inconformismo no violento. Sin embargo se hace lo contrario: reventar los movimientos de resistencia; comprar, destruir o sencillamente ignorar cualquier movilización u organización política de masas.

A medida que se ensancha el abismo entre ricos y pobres; a medida que se hace más urgente la necesidad de adueñarse de los recursos mundiales y controlarlos con el fin de alimentar a la ingente maquinaria capitalista, el descontento no hará más que aumentar. Para aquellos que nos encontramos en el bando contrario al imperio, la humillación se está haciendo insoportable.

Cada uno de los niños iraquíes asesinados por Estados Unidos era hijo nuestro. Cada uno de los prisioneros torturados en Abu Ghraib era compañero nuestro, nuestro cada uno de sus gritos. Cuando se les humillaba, se nos humillaba a nosotros. Los soldados estadounidenses que luchan en Iraq, en su mayoría voluntarios reclutados en los pueblos y barrios pobres, son tan víctimas como los iraquíes del horrendo proceso que les exige morir por una victoria que nunca será suya.

Los mandarines del mundo de las corporaciones, los directivos, los banqueros, los políticos, los jueces y los generales nos observan desde arriba meneando la cabeza con severidad: «No hay alternativa», sentencian, y sueltan a los perros de la guerra.
Y entonces, de las ruinas de Afganistán, de los escombros de Iraq y Chechenia, de las calles de Palestina y las montañas de Cachemira, de los montes y altiplanos de Colombia y de las selvas de Andhra Pradesh y Assam, surge una escalofriante respuesta: «No hay otra alternativa que el terrorismo». Terrorismo. Lucha armada. Insurgencia. Llámenle como quieran.

Podría decirse que el terrorismo es la guerra privatizada. Los terroristas son los comerciantes en el libre mercado de la guerra. Personas que no creen que el Estado tenga el monopolio del uso legítimo de la violencia.

La sociedad humana se dirige a un lugar terrible. Evidentemente, hay una alternativa al terrorismo: se llama justicia. Ha llegado la hora de reconocer que la paz no se puede comprar a costa de la justicia. La ambición de algunos por la hegemonía y la preponderancia tendrá como contrapartida el anhelo, aún más intenso, de los otros por la dignidad y la justicia.

La forma en que se manifieste la batalla, que sea hermosa o cruenta, depende de nosotros.

——————————-
* Escritora y ensayista india. El texto corresponde a una versión parcial de su discurso pronunciado en San Francisco, California, en agosto de 2004. Su título original en inglés es: Tide? Or Ivory Snow? Public Power in the Age of Empire -¿Tide o Ivory snow? El poder del pueblo en la era del imperio- (Tide e Ivory Snow son marcas de jabón).
Se siguió para esta versión, con algunas modificaciones, la traducción de María Fernández, revisada por Alfred Sola.

En castellano no son pocos los portales y páginas que han repoducido íntegro el discurso de la señora Roy, entre ellos:
www.zmag.org/Spanish/1004roy.htm.
www.escritoresyperiodistas.com/Ejemplar3/LaHojarasca3.html.
En inglés se puede encontrar en:
www.democracynow.org/static/Arundhati_Trans.shtml.
www.countercurrents.org/us-roy240804.htm.

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