Entrevista, carta, respuesta: ¿qué paz para Colombia?

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José Antonio Gutiérrez D. – Uriel Gutiérrez

A raíz de la publicación de una entrevista en el periódico español Publico con el comandante de las FARC-EP, Alfonso Cano, el historiador Medófilo Medina escribió una Carta Abierta a Alfonso Cano, en la cual, apoyado en ciertas señales que percibe en el gobierno de Juan Manuel Santos, en sus esperanzas en los procesos políticos "progresistas" latinoamericanos y en el encuentro por la paz que tendrá lugar en Barrancabermeja a mediados de Agosto, organizado por la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra, hace un llamado a la insurgencia a a buscar la negociación política.

Creemos que esta carta reproduce una serie de juicios delicados que es importante discutir, pues es parte de la lucha ideológica con un sector de la izquierda que reproduce los lugares comunes del régimen, así como una lucha por la memoria y contra el revisionismo histórico del holocausto colombiano.

En ese ánimo hemos escrito unas reflexiones en torno a esa carta, para aportar al debate, no para cerrarlo. Este debate, insistimos, debe ser dado por el conjunto del movimiento popular y no solamente por los "expertos en resolución de conflictos" o por la insurgencia. Siendo éste un conflicto social y armado, es importante que el debate se abra a una multiplicidad de voces.

¿Qué paz para Colombia?

Apreciaciones críticas sobre la Carta Abierta a Alfonso Cano escrita por Medófilo Medina

Recientemente el académico Medófilo Medina, ha dirigido una carta abierta al comandante Alfonso Cano, líder máximo de las FARC-EP[1], con la esperanza de abrir un debate sobre las cuestiones relativas al conflicto social y armado que afecta a Colombia. Esta misiva es, a la vez, una invitación a reflexionar al conjunto de la sociedad, o a quienes quieran hacerlo.

Saludamos como un acierto la idea de este intercambio epistolar, más aún cuando el intercambio iniciado por Colombianos y colombianas por la Paz, rápidamente, como el profesor Medina lo reconoce, terminó centrado exclusivamente en la cuestión del acuerdo humanitario, que aún siendo muy importante, no es central en el conflicto.

Agregaríamos, también, que la agenda de este intercambio epistolar estuvo plenamente acorde a las particulares prioridades del gobierno de turno, ignorándose cuestiones políticas centrales que no hacían parte de esa agenda, tales como la reforma agraria, por citar tan sólo un ejemplo.

Saludamos, por tanto, esta iniciativa. Sin embargo, tenemos serias reservas con muchos de los contenidos planteados que, en nuestra opinión, reproducen una serie de juicios delicados, erróneos y algunos aún peligrosos. Por ello, hemos considerado pertinente intervenir en el debate con nuestras propias reflexiones, no con el ánimo de agotar el tema, sino de presentar elementos desde otra perspectiva que alimenten el casi inexistente debate político sobre estos asuntos.

Las diferencias en la evaluación del contexto político

Creemos que es imposible abordar las diferencias puntuales que tenemos con la carta del profesor Medina, si no entablamos, primero, una discusión sobre algunos de los presupuestos políticos que la permean, principalmente en lo que respecta a su apreciación del actual escenario político nacional e internacional.

El panorama nacional

La primera de las diferencias es el implícito, aunque evidente, entusiasmo del profesor Medina con el gobierno de Juan Manuel Santos. La carta está salpicada de guiños a la política del actual gobierno, como si significara una superación de la política impulsada por su predecesor Álvaro Uribe.

Particularmente esperanzadora es, en opinión de Medina, la Ley de víctimas, la cual debe ser buena, a su parecer, ya que ha estimulado una violenta ofensiva contra quienes pidan restitución de sus predios. Sin embargo, creemos que un análisis más detallado sobre la misma, el cual es obligatorio para hablar de la paz, pues el conflicto tiene como uno de sus puntos angulares la cuestión de la tierra, nos haría más cautelosos sobre el alcance y el carácter de la misma.

Primero que nada, porque la ley en cuestión desvía el problema de fondo que sigue siendo la reforma agraria, particularmente en momentos en que la concentración de la tierra ha alcanzado niveles escandalosos, en que 3.000 propietarios controlan el 53% de la tierra cultivable. Acá estamos ante la mera restitución de alrededor de 2 millones de hectáreas de un total de 6,5 millones que el paramilitarismo robó en su campaña contra el campesinado pobre durante las últimas dos décadas; y de ellas, es importante entender que, por razones prácticas, ni una décima parte sería devuelta a sus verdaderos propietarios.

En parte, porque la violencia paramilitar lo evitará (la cual le recordamos, no son actores externos al Estado colombiano, sino que son parte estructural de sus aparatos represivos); esto es lo que estamos viendo con el asesinato de líderes desplazados. En parte, porque la misma ley da prioridad a la agroindustria, estipulando que si los terrenos han sido ocupados de “buena fe”, categoría asaz elástica, en proyectos productivos, el dueño por derecho se verá forzado a negociar un acuerdo con quien ocupe el predio de hecho.

Y por último, porque esta ley de restitución de tierras se promulga cuando el país aún está en guerra y vastos territorios son controlados por caciques paramilitares, y con toda seguridad, la mayoría de las víctimas no ofrecerán su cuello al verdugo, por más penurias que soporten hacinados como están en los cascos urbanos. Los más afortunados, tendrán la posibilidad de cobrar una indemnización, pagada por los contribuyentes y no por quienes se beneficiaron de la guerra sucia, a cambio de sus tierras… ¿y quién se quedará con sus tierras?

La tan mentada restitución, no sería más que una cuestión puramente demagógica. Tenemos la certeza de que esta ley, anunciada con bombos y platillos, como una de las primeras medidas legales para allanar el camino a la paz, terminará siendo una ley para legalizar y normalizar el despojo y para fortalecer al gran capital transnacional, al cual están aliados los capitalistas y terratenientes locales, que ahora nuevamente necesitan de la tierra para producir agrocombustibles o cultivos de exportación, como palma aceitera, y para construir megaproyectos o asegurarse la explotación de recursos minerales.

Aún si, por ventura, se devolviera el total de predios al total de víctimas, volveríamos a la situación agraria de 1991, que como el profesor Medina ha de recordar, estaba lejos de ser una situación paradisíaca.

Casi al terminar su carta, menciona las “señales aún débiles pero ciertas de paz que se originan en el gobierno”. Nos gustaría que aclarara cuáles son esas señales… ¿la movilización de miles de tropas al Tolima tras la caza de Cano? ¿El bombardeo con toneladas de bombas sobre la cabeza del Mono Jojoy? ¿El llamado “Plan Burbuja” del ejército, que busca la eliminación de los mandos medios con fin de descentralizar y “bandolerizar” a la insurgencia?

Las únicas señales de paz lanzadas por Santos se han limitado a afirmar, por una parte, que las llaves de la negociación no han sido arrojados al mar, a la vez que pide condiciones imposibles como prerrequisito (cese de las acciones de guerra, en momentos en que las fuerzas represivas del Estado colombiano profundizan la guerra) y a la vez que afirma que cualquier negociación debe ser solamente en términos de desmovilización de la insurgencia, lo cual a la luz de los problemas estructurales que se encuentran en la raíz del conflicto, no solamente hacen este panorama poco probable, sino que además, es contrario al interés nacional; por otra, también Santos ha reconocido la existencia del conflicto armado. Aparte que esto es como descubrir que el agua moja, tampoco ha sido hecho con miras a la solución política del conflicto.

El propio presidente, ante las quejas del ex mandatario Uribe, se apresuró a decir que esto no equivalía a un reconocimiento político de “la guerrilla”. Y más aún, sostuvo que la motivación real de esta afirmación era evitar ser juzgado por crímenes contra la población civil, debido a las acciones militares del Estado colombiano. Si no se reconoce la existencia de la insurgencia como una fuerza rebelde que participa en un conflicto interno, todos esos bombardeos y actos de guerra perpetrados por el Estado, serían vistos, según el derecho internacional, como acciones bélicas contra la población civil.

Por último, permítasenos mencionar que más fuerte que las palabras cuidadosamente elegidas de Santos, hablan sus actos.

El panorama de sus primeros 300 días de gobierno, según un informe de OIDHACO, es francamente desolador: 24 sindicalistas, 34 defensores de derechos humanos y 15 líderes de campesinos desplazados reclamantes de tierra han sido asesinados (la cifra de sindicalistas asesinados en 2011 ya es de 20); mientras tanto, el paramilitarismo se expande por todo el territorio y según la ONU las masacres aumentaron en un 40%.

En lo que va del año, tan sólo en Medellín se han registrado 407 desapariciones. Si a esto sumamos que el año 2010 terminó con 280.000 nuevos desplazados, el panorama no puede ser más sombrío y nos cuesta trabajo saber con precisión cuál puede ser la fuente de ese súbito discurso esperanzador ante el nuevo gobierno de parte de un cierto sector de la izquierda.

El gobierno de Santos no solamente ha decidido, en lo fundamental, proseguir con las políticas de su predecesor Álvaro Uribe, política en todo caso convergente con los intereses presentes en el Plan Colombia, sino que la ha profundizado.

El conflicto arrecia en el campo, mientras el gobierno presiona el desarrollo de sus iniciativas minero-extractivistas, plasmadas en las mal llamadas locomotoras del Plan Nacional de Desarrollo, que otorgan concesiones a empresas transnacionales que redundarán con toda seguridad en más desplazamiento y violencia contra las comunidades, mientras profundiza la impunidad con la Ley 1424 que beneficiará al paramilitarismo “desmovilizado” librándole de cárcel, y criminaliza la legítima protesta de la sociedad con su Ley de seguridad pública, según la cual una persona puede ser condenada a entre 4 y 8 años de prisión si obstaculiza las vías de transporte de tal forma que “afecte al orden público”.

El documento completo (versión para imprimir) puede encontrarse aquí.
La entrevista a que se hace mención, se encuentra aquí.
Y la carta que los autores responden aquí.

 

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