Fútbol y realidad – PARA EL BRONCE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Todo comenzó cuando a unos muchachos se les ocurrió que podían ser campeones mundiales. La verdad, no tenían razones concretas que los avalaran. Incluso, en las clasificatorias salieron con lo justo y su rendimiento ni siquiera les alcanzó para ir a las Olimpíadas de Beijing. Pero los periodistas se dejaron convencer y éstos convencieron a todo un país. Claro que el asunto no fue emoción tan pura. El día en que se trasmitió la semifinal entre Chile y Argentina, el rating de Televisión Nacional mostró 53 puntos, uno de los «peak» en la historia de la TV chilena. O sea, un excelente negocio. No sólo para el canal, también para los auspiciadores y para todos los que ese día lograron cámara, incluida la presidenta de la República.

Los chiquillos tenían razón. Podían haber llegado a ser campeones. Pero en la instancia decisiva fallaron. Argentina les ganó. Y allí se desató, una vez más, el carnaval de frustraciones. Tal como habían convencido porque sí a los periodistas, ahora se amurraron. Reclamaron contra cualquier cobro referil y en eso también los siguieron los periodistas.

Al final, Chile terminó con nueve jugadores en la cancha, y con un 0 a 3. Mientras tanto, la inmensa masa de chilenos que estaba pegada a los televisores pasaba por distintas emociones. Primero fue el odio contra los mafiosos argentinos que simulaban foul que no existían. Luego apareció claramente la perversión de Wolfang Stark, el árbitro alemán. Favorecía descaradamente a los argentinos. Al principio se podía pensar que era por racismo. Pero luego quedó claro que, con seguridad, este Wolfang, nazi de tomo y lomo, recordaba con nostalgia a los criminales de guerra que Argentina cobijó en su territorio después de la Segunda Guerra Mundial. De allí su abierta parcialidad.

El partido terminó con los muchachos llorando de impotencia e increpando a Stark. Culpando al infortunio, no a sus errores, por haber perdido nuevamente la posibilidad de entrar a la historia. Vino el pitazo final y hasta Condorito –siempre tan mesurado y apolítico– se atrevió a lanzar algún objeto –envase de plástico de alguna bebida, analcohólica por supuesto– contra el referí y sus ayudantes. La ira de los compatriotas en Toronto llegó a tanto, que la cuarteta de árbitros tuvo que salir a la carrera. No había escudos policiales protectores. Tampoco ningún proyectil que pudiera dañarles más allá de su dignidad.

Mientras la presidenta Michelle Bachelet felicitaba al entrenador José Sulantay por el cometido de sus dirigidos, en el estadio se escribía otra historia. Las palabras de la mandataria fueron cálidas. Como las de una madre orgullosa por el esfuerzo de sus hijos. Aunque se hubieran portado como uno malcriados y peores perdedores. Pero las madres son así, y el «ráting», también. Era lo que los chilenos querían escuchar, pero tal vez no lo que un líder debiera haber hecho.

La otra historia tiene varias aristas. Y aquí los chilenos dejaron en un segundo plano las maulas de los argentinos y el presente nazi del árbitro. Ahora los enemigos eran los canadienses. Una bestias que golpearon a los deportistas. Sin duda, una manifestación de racismo de los policías. La sorpresa se podía escuchar en las voces y ver en las caras de los comentaristas de la TV. Y luego en la cara y la voz de los entrevistados.

Finalmente, los policías canadienses son policías. Y en todas las latitudes son más o menos iguales. El parangón no es para exculparlos, es para poner las cosas en su lugar. En esta parte del mundo están donde están para reprimir cualquier amenaza al orden que imponen quienes tienen el poder, que son los blancos que poseen dinero. Claro que en esto de los blancos hay subgrupos. Están los wasp (white anglo saxon protestant) que desde USA hacen cumplir sus condiciones en buena parte de la civilización occidental y cristiana. Además, los europeos que, en general, miran en menos a los cabecitas negras, aunque tengan la tez blanca.

Nosotros somos los cabecitas negras. Pero también entre nosotros hay subgrupos. Eso lo pueden decir los peruanos, bolivianos y ecuatorianos que llegan a estas playas con el afán de aprovechar las ventajas de este exitoso sistema económico que los chilenos disfrutamos. Y pueden dar fe de los modos de nuestra policía.

Al menos a mí, no me extraña el brutal comportamiento policial de Toronto. Sí me parece risible que esto ocurra cuando en los estadios se veían lienzos, que la FIFA había puesto, condenando el racismo. Difícilmente una organización deportiva –que además nunca se moja las manos por alguna causa valórica– pueda ayudar a cambiar conductas que los gobiernos no están dispuestos a eliminar.

El martes vuelven los futbolistas a Santiago. Seguramente pronto olvidaremos los chascarros y quedará el bronce para la historia. Hasta el racismo de los canadienses se nos olvidará. Lo más grave que, posiblemente, también se nos olvide que esta fue otra demostración de la poca capacidad que tenemos los chilenos para soportar las frustraciones. Si hasta nuestro escudo patrio da fe de ello: Por la razón o la fuerza. Una frase para el bronce.

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* Periodista.

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