Gabriel Castillo-Herrera / El imposible réquiem por Carlos Marx

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Hacia la última década del siglo —y del milenio— pasado los regímenes que se levantaron al auspicio de las teorías sociales, políticas y económicas (por el momento no hablaremos de las filosóficas) de Marx y Engels empezaron a resquebrajarse. Luego, con la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la URSS, empezó la desbandada de los “pensadores marxistas” hacia nuevas formas ideológicas de matices muy disímbolos auspiciados por el desencanto, la frustración y el sentirse desnudos de ropajes teóricos.


“Porque en vez de decirle al pueblo cree
le dijo lee.

Silvio Rodríguez.

Y no faltó quien exclamara a los cuatro vientos, en paráfrasis de la frase atribuida a Federico Nietzsche: “¡Marx ha muerto!”, lo cual —dicho sea de paso— resulta tan dudoso y cercano a la entelequia como el otorgarle la autoría de tal cita al autor de Así Hablaba Zaratustra, pues en realidad Hegel ya la había consignado en uno de sus textos.

Varios partidos de izquierda de todo el mundo comenzaron a desechar de sus siglas la “C” de “comunistas” —y hasta la “S” de “socialistas”— y buscaron otras que resultaran menos radicales para no espantar al electorado, o al buen burgués. Las trocaron por “D” de “democráticas” o por “P” de “populares”; y se identificaron con calificativos como: incluyentes, no autoritarios, tolerantes y más envoltorios aterciopelados tales como “izquierdas modernas”, “izquierdas del siglo XXI”.

Muchos acólitos de estas modernas izquierdas han desarrollado una compleja armazón de argumentos teóricos para —con el andamiaje epistemológico incontrovertible de la sonrisa socarrona— derrumbar en tres segundos las tesis que al creador del socialismo científico (y no a él, en esencia) le llevó años de estudio y análisis dilucidar.

Y quiero hacer hincapié en lo escrito entre paréntesis en el párrafo precedente, lo cual nos obligará a unas reflexiones previas.

En nuestros días, no obstante los avances tecnológicos, un gran número de personas concibe el mundo circundante como algo estático. Sí, nos damos cuenta que en 20 años la cibernética, por ejemplo, se ha encargado de darle trabajo extenuante al sepulturero: innovaciones constantes hacen que el equipo de cómputo que adquirimos hace apenas dos años resulte obsoleto (aunque, en esencia, no sea así); y lo mismo podríamos decir de la telefonía celular, etc.

Sin embargo, a pesar de tales circunstancias, se ve a cada nuevo aparato como desprendido de los que le anteceden. Lo nuevo, es; lo anterior, no existe, no es. En otros terrenos, también de la cotidianidad pero lejanos a la tecnología (aunque sólo sea en apariencia), desde hace tiempo nos sentamos ante la misma mesa para disfrutar de nuestros alimentos; la mesa está ahí, tal y como estaba desde que la adquirimos, su materialidad —salvo uno que otro golpe o raspadura y pátina— inmóvil, como algo dado para hoy y para siempre; sin que prestemos atención a que la mesa no siempre fue mesa; aunque lo sabemos.

Más aún: pongamos nuestra propia existencia en la mira; sabemos que existió un pasado en el cual no figurábamos y un futuro en el que no estaremos; sin embargo, se esquematiza el mundo como si pasado y futuro fueran aleatorios, circunstanciales, como si estuvieran en el éter. Sabemos que las pirámides de Egipto están ahí desde hace miles de años y poco o nada importa el hecho de que no siempre estuvieron ahí. Más aún: que el Universo y nuestro sistema solar, que posibilita el que estemos aquí, está en las mismas circunstancias que las pirámides; sólo que en vez de miles de años, son millones.

Dije bien: se esquematiza. Desde la subjetividad se crea un universo de entes animados e inanimados aislados en tiempo y espacio; sin movimiento. Esto es: sin historia. Aunque sabemos que la tienen.

[Refiriéndonos a la otra acepción de “historia” (esa que algunos prefieren llamar historiografía), ahora que por estas fechas varios países de nuestra América conmemoran su nacimiento como naciones independientes o el inicio de las jornadas que condujeron a ello, ¿se puede hablar en forma aislada de “Historia de México”, “Historia de Chile”, “Historia de Argentina”, etc., aislada de “Historia de España”, o “Historia de Francia”? Me parece que para fines prácticos de enseñanza, sí; pero se corre el riesgo de romper con la concatenación y, por ende, el intríngulis de la razón de ser de cada uno de los eventos. Sacrificar la universalidad en el ara de la particularidad. Cercenarle el carácter de procesos dialécticos].

Esquematizamos para aprender, para facilitar el aprendizaje, para tratar de entender, para interpretar, porque: ¿qué es nuestro tiempo —y me refiero al tiempo del Hombre— comparado con el tiempo universal? Poco o casi nada.
Y si eso sucede en el terreno de lo material, ¿podría ser de otra manera en el del pensamiento?

El ser humano, desde sus orígenes, sólo ha podido contar con dos herramientas para interpretar el mundo que le rodea: los sentidos y su mente. Una más para socializar el producto de su interpretación o conocimiento: el leguaje, ya sea hablado o —en un estadio superior— escrito. Y otra más para incidir en el mundo: la mano, con la cual desarrolla el trabajo.

[A propósito de esta última consideración, que algunos renovados pensadores tacharían de “esquema marxista obsoleto” en virtud de que millones de personas se ganan la vida desarrollando ideas y no con las manos, cabría remitirlos al concepto de división del trabajo; de facto, hasta un cavernícola tendría que utilizar el intelecto para construir —con sus manos— un hacha, un cuchillo, etc. El hecho de que alguien desarrolle su trabajo con los pies, tampoco cambia la cosa, pues sólo se trataría de un enfoque del trabajo concreto. Al revés del juicio de los entusiastas prospectos de enterrador del marxismo: esquema es partir de lo que existe como particularidad, en un presente dado, y extenderlo hacia lo universal despojándola de su historia, de sus orígenes, y de sus concatenaciones. Ver al mundo de cabeza].

Luego, al parejo que el universo de la vida material de nuestros más remotos antepasados va desarrollándose, también lo va haciendo el mundo intelectual. Y, con ello, la primera forma de apropiarse conceptualmente del mundo: una protociencia que va aglutinando todo el conocimiento humano: la filosofía, la que a través de la historia va desarrollándose y, luego, diversificándose para dar origen a las ciencias particulares según su campo de estudio.

Todo ello ocurre a lo largo de millones de años: desde que el hombre se pregunta “¿qué es esa bola gigantesca que deslumbra en el cielo?” (sin representaciones lingüísticas, sólo con sensaciones y emociones de asombro), hasta el físico inglés, Stephen Hawking, que recién afirmó que en la creación del Universo no hubo injerencia de Dios. Desde luego que el largo y necesario camino no ha sido en línea recta y uniforme: ha sufrido desviaciones y retrocesos debido —de una parte— a concepciones ideológicas de signo contrario que se han enfrentado y —de otra— a que el nivel de desarrollo de las ciencias no da respuesta, en determinados momentos históricos, a las preguntas planteadas.

Y es aquí donde, dicho sea de firme, surge el perenne conflicto entre el creer y el saber.

Saber es apropiarse de la esencia material de las cosas; mientras que creer es asirse de la idea de las mismas. Saber, es alcanzar la verdad; creer es —apenas— arañarla y, en ocasiones, negarla. El imperio del saber es la ciencia, la que se encarga —y esa ha sido su eterna tarea— de disminuir el de las creencias. Ha sido un largo proceso que es resultado de otros menores; pero que, no por menores, dejan de ser determinantes en el proceso total.

Las partes no se entienden sino en su relación con el todo y el todo no se entiende sin las partes. Más aún: cada parte es en sí un todo de menor envergadura, resultado de procesos anteriores.

Así, volviendo a donde partimos, dar por muerto a Marx no es dar cuenta de él, sino que —siendo él resultado, síntesis, del pensamiento filosófico, económico, político que le antecedió— se estaría acabando con toda la historia de la humanidad, en esos rubros.

Sí, claro: “Todo lo que nace es digno de morir”, pero Marx estudió y desentrañó las leyes que rigen al capitalismo como modo de producción. Mientras este modo siga vivo, Marx seguirá gozando de cabal salud. Sólo hay que descubrir tales leyes —tarea que requiere estudio, para saber, crítica Y autocrítica, para dejar de creer— en cada tiempo y cada lugar, para desechar esquemas.

Escritor.
Árbol perenne.
 

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