Gabriel Jiménez Emán / Crónica chilena

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Creo que a los primeros poetas de Hispanoamérica que elevé a la categoría de dioses fueron César Vallejo y Vicente Huidobro. Ellos dos encarnaron para mí lo que debía ser un poeta de verdad, un poeta enorme, pues por varias razones encajaban en el ideal de la poesía del siglo XX: rigor, imaginación, sensibilidad e inteligencia, que constituyen verdaderas innovaciones en la conciencia de la lengua poética escrita en el castellano de América.
He aquí los resultados de un viaje poético por la geografía, el vino, la hermandad. Y la memoria.

Así como Rubén Darío fue de algún modo un dios para los poetas del siglo XIX y parte del XX en América, Walt Whitman de seguro lo fue para la poesía norteamericana y Baudelaire para la poesía en lengua francesa de su siglo, Vicente Huidobro resultó ser para mí una revelación en la Hispanoamérica del siglo XX. Uno de los sueños de mi vida era visitar su tumba en Chile.

Con alegría confieso que hace poco se ha cumplido ese sueño, gracias a una invitación que me extendiera mi amigo el doctor Eddy Gómez Abreu para visitar Ecuador y Chile en un viaje cultural y educativo en defensa de la Amazonía venezolana, programado por el Parlamento Amazónico de nuestro país.

Los poetas

Chile ha aportado un verdadero enjambre de poetas a la literatura hispanoamericana, desde Alonso de Ercilla hasta hoy. De los que han obtenido eco en Venezuela y que  tuve ocasión de leer en primeras ediciones se encuentran Braulio Arenas, Humberto Díaz Casanueva, Mahffud Massis, Gonzalo Rojas y Enrique Lihn. Algunos de ellos han vivido en Venezuela, como Gonzalo Rojas y Mahfud Massis, a quienes tuve la suerte de conocer en Caracas.

A Gonzalo Rojas lo visité en su departamento en la urbanización Bello Monte; asistí a talleres literarios que impartía en Centro de Estudios “Rómulo Gallegos”, invitado por Guillermo Sucre. Recuerdo que Gonzalo Rojas coleccionaba objetos chinos (como también lo hacía el poeta colombiano Fernando Arbeláez, cosa que comprobé en la visita a su departamento en Bogotá), entre ellos una hermosa cama china que atesoraba de cuando cumplió funciones diplomáticas como agregado cultural de su país en China.

Rojas es un poeta que asume su escritura desde la vanguardia surrealista en una primera fase, tiene mucho de lúdico, de humorista, y un enorme sentido de la existencialidad. Miren cómo juega con las victrolas este poeta:

No confundir las moscas con las estrellas:
Oh la vieja victrola de los sofistas.
Maten, maten poetas para estudiarlos.
Coman, sigan comiendo bibliografía.

Libros y libros, libros hasta las nubes,
Pero la poesía se escribe sola.
Se escribe con los dientes, con el peligro,
Con la verdad terrible de cada cosa.

La experiencia con Mahfud Massis fue muy humana. Yo era estudiante de letras en la Universidad de los Andes cuando asistí a una lectura de sus poemas. Era un hombre recio con cara de cabalgador de camellos y una voz honda; nos leyó sus poemas de El libro de los astros apagados y textos de Leyendas del cristo negro. Era un hombre alto de piel curtida y de gafas oscuras y largas patillas nos asombró a todos con unos poemas secos, duros, sobrios, con olor a desierto.

Muchos años después me lo encontré en Caracas, cuando tenía un programa radial dedicado a la literatura y la cultura en Radio Nacional de Venezuela, y asesoraba publicaciones en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, que después pasó a ser Consejo Nacional de la Cultura, donde yo laboraba como jefe de Redacción de la revista Imagen, órgano cultural de esa institución.

Ahí bromeábamos, pues me tocó ser “jefe” suyo, cuando él pudiera haber sido tutor mío en cuestiones de poesía y humanidad; aunque en verdad ningún poeta es jefe de nada ni nadie, ni quiere serlo ni sirve para eso; los poetas somos a lo sumo vasos comunicantes o puentes de afecto, pero no podemos ser jefes de nadie, puesto que las únicas fuerzas que nos mueven son las fuerzas de la solidaridad y de la esperanza. De cualquier modo, aprendí de él cuanto pude. Estaba casado con una hija del poeta chileno Pablo de Rohka; Lukó se llamaba, una pintora.

Dice Mahfud en su poema Nocturno del piano:

El piano, con su quijada negra, con sus dientes blancos cruzados de gusanos,
Canta como una papa melancólica. Sus notas caen como los huevos del esturión muerto
Sobre mi corazón en esta noche
Mata al demonio del piano, amiga mía, ahoga en su vientre la furia escarlata.”

Pasó también una vez por Caracas el poeta chileno Braulio Arenas, que era amigo de varios escritores amigos míos como Baica Dávalos, argentino de Salta que vivió largos años en Caracas, hasta su muerte en 1988. Novelista, cronista y cuentista de los mejores, venía de una familia de cantores y escritores: su hermano Jaime Dávalos, gran guitarrero e hijo de Juan Carlos Dávalos, gran narrador del norte argentino.

Baica me presentó a Braulio Arenas en un barcito de Sabana Grande donde estuvimos bebiendo whiskies toda una tarde y hablando de lo humano y de lo divino; Braulio era y es uno de los grandes de la poesía de Chile y yo estaba ahora embelesado oyéndole hablar y reír con Baica. Lo había leído en numerosas antologías del continente y era autor de una vasta obra poética y de una novela magnífica editada por Monte Avila en los años 70 titulada La endemoniada de Santiago.

Se parecía un poco a aquella novela de André Breton, Nadja, para mí la más grande novela del surrealismo y uno de los grandes libros del siglo XX. Hay otra novela onírica de Braulio, Berenice la idea fija, también editadas en Caracas, que remite a estas intermitencias del sueño:

¡Berenice!
Ella estaba ahí.
Por un instante tan sólo.

Ella abrió la puerta –esto dicho literalmente—se asomó al interior, toda azorada, retrocediendo, cerrando la puerta con brusquedad, con un “perdón”, como quien se ha equivocado de sueño, y penetra de sopetón en uno que no le pertenece.

Braulio Arenas hablaba rápido, nerviosamente, sonreía, se acomodaba las gafas y la corbata. Baica en cambio reía a todo gañote, se mesaba la blanca melena y se sentía cómodo metido en su guayabera gris, en cuyos bolsillos llevaba bolígrafos baratos para escribir en servilletas y libretas corrientes con su gran letra nerviosa.

Juan Sánchez Peláez, el gran poeta venezolano de Elena y los elementos, fue amigo de los surrealistas chilenos. Vivió en Valparaíso unos años, donde participó de trifulcas literarias junto a los poetas de las revistas Orfeo y Mandrágora, donde precisamente estaban Braulio Arenas y Rosamel del Valle, entre otros.

De improviso, Juan Sánchez Peláez se presentó en el barcito –una tasca española atestada de jamones y barricas viejas—para  ver a Braulio Arenas y aquello fue una reunión de gigantes, cuando aquel trío de poetas comenzaron a recordar sus andanzas por Chile y Argentina y aquellos recuerdos iluminaban la noche y yo me quedé con la boca abierta admirándolos.

Juan Sánchez también poseía ese espíritu juguetón que provenía del mejor surrealismo y del mejor creacionismo huidobriano, pues Huidobro es un poeta lúdico que siempre está involucrando a la inteligencia sensible en su manera de ver el mundo. Sánchez Peláez siempre recibió en su casa a poetas jóvenes y alocados, poetas dionisíacos allá en su casa de La Castellana, en Chacao, donde disfrutamos de exquisitas tertulias en medio de asados y vinos, en medio de lecturas de poesía, especialmente de poesía francesa e hispanoamericana, compartidas junto a un grupo de poetas bohemios donde no faltaban las presencias de Luis Alberto Crespo, Enrique Hernández D’Jesús, Ennio Jiménez Emán, Luis José Martínez, Alejandro Oliveros, Matilde Daviú, Gonzalito Ramírez y Malena la mujer de Juan, que era la presencia delicada y  amable de esas reuniones.

Recuerdo que una vez estuvo de visita en casa de Juan Sánchez Peláez el poeta y ensayista argentino Saúl Yurkievich, estudioso de los poetas de la vanguardia hispanoamericana, entre ellos de Huidobro, con un ensayo que puede leerse en su libro Fundadores de la vanguardia hispanoamericana, una de nuestras obras canónicas sobre poesía.

Estábamos conversando y Juan nos sorprendido a todos obsequiándonos a cada uno de los presentes un ejemplar de su libro Aire sobre el aire, y yo le dije de inmediato que ese título era tomado de Huidobro, cosa que él negó y yo terminé por afirmar con un gesto autosuficiente de poeta joven que no gustó nada a Juan y que Saúl interpretó como un acto soterrado mío de parricidio.

Lo cierto fue que Juan se contrarió tanto con mi comentario que terminó por irse a dormir y yo por despedirme. Entonces Saúl en un gesto de solidaridad conmigo también se despidió y nos fuimos a tomar unas cervezas en la barra de un bar de La Castellana (la barra de un bar es un pleonasmo o una tautología, pues la palabra bar proviene de barra, justamente) donde aprovechamos para consolidar el diálogo y hacernos amigos (la poesía suele a a veces permitir una extraña modalidad de amistad automática con el otro poeta, como si le conocieras de toda la vida).

Saúl fue amigo de Julio Cortázar, y le invitó varias veces a su cátedra en la Universidad de París, donde enseñaba literatura y lengua. Publicaba sus trabajos en revistas de Francia, España y Argentina, principalmente. A Cortázar también lo conocí en Caracas y compartí con él una tarde, pero esa es otra historia.

Otro poeta chileno que cayó por Caracas varias veces en el paracaídas huidobriano fue Humberto Díaz-Casanueva, muy amigo de Sánchez Peláez y de Vicente Gerbasi. A Díaz-Casanueva le vi una vez leyendo sus poemas en el jardín del Museo de Bellas Artes, presentado por Gerbasi. Muy querido y admirado en Venezuela este poeta, también de estirpe vanguardista.

Por cierto Gerbasi fue muy amigo de Neruda y narraba anécdotas del autor de Estravagario. Vicente frecuentaba mucho los bares que estaban cerca de la oficina de la Revista Nacional de Cultura, en la urbanización Las Mercedes. Allí funcionaba adyacente la oficina de la revista Imagen, y entre las dos revistas había una comunicación natural, un puente espontáneo de ideas y afectos.

Ese vínculo fraternal que establecieron allí entre Pedro Francisco Lizardo y Vicente Gerbasi, sendos directores de ambas revistas, y quienes laborábamos allí: Elí Galindo, William Osuna, Francisco Pérez Perdomo, Baica Dávalos, José Vicente Abreu, el pintor Ángel Ramos Giugni, Eunice Fermín (la musa de todos nosotros por entonces), dos secretarias que se llamaban Ligia, y quienes laboraban en La Gran Papelería del Mundo, biblioteca ambulante fundada por Víctor Manuel Ovalles, abuelo de Caupolicán Ovalles, quien la dirigía al lado de Víctor Valera Mora y Aquiles Valero (dos poetas aguerridos cuyo apellido sólo se diferenciaba por una “o” y se lo debían  ambos a su ciudad natal, Valera, ciudad principal del Estado Trujillo) quienes siempre andaban por allí compartiendo ideas, sueños, poemas.

Por cierto, quien bautizó con ese nombre a la famosa biblioteca de Ovalles fue el propio Pablo Neruda, cuando se enteró de la hazaña del viejo Ovalles, un maniático coleccionista de libros, folletos, papeles, diarios, publicaciones de todo tipo que acumuló a lo largo de su vida para hacer una biblioteca ambulante, una papelería prodigiosa de ejemplares asombrosos y primeras ediciones. Y hasta le dedicó un poema.

Vicente Gerbasi iba a la barra de un restorán llamado el Hereford (en uno de cuyos muebles falleció apaciblemente durmiendo el gran narrador nuestro Adriano González León) en la urbanización Las Mercedes y allí recordaba las tertulias con Humberto Díaz-Casanueva y Pablo Neruda, imitando el sonsonete al hablar de Neruda, repitiendo las últimas palabras de la frase que pronunciaba, para llamar la atención sobre ella.

Vicente imitaba incluso el tono de Neruda, —-un tono pastoso y tristón proferido con un dejo de nostalgia— que Neruda usaba para leer su poesía. Nos narraba sus correrías por Chile al lado de Pablo, y las de Neruda en Venezuela, quien tuvo muchos amigos aquí, entre ellos los poetas Miguel Otero Silva y Luis Pastori, éste último un poeta amigo de mi padre que adopté como padrino y quien me narró muchas anécdotas del poeta chileno.

Y ahora debo regresar al inicio de esta crónica

Decía yo que Huidobro era mi poeta más admirado, por la explosión de inteligencia brillante que mostraba en su poesía. Quise hacerle un homenaje en un estudio preliminar que escribí para su poema Altazor, publicado por Monte Ávila Editores, justamente en la colección que rinde homenaje a Huidobro imprimiendo el nombre del célebre poema en la principal colección de poesía de esta casa editorial. Huidobro es un poeta espacial, de la caída en el espacio pudiéramos decir, y un poeta sensorial, visual.

Paseábamos allá en Chile el poeta Carlos Castillo, el doctor Eddy Gómez Abreu y yo en el autobús por Cartagena cuando Carlos nos señaló la zona donde los padres de Huidobro tenían viñedos que le proporcionaban a Vicente los recursos para que pudiera  viajar por el mundo y cumplir su sueño de poeta.

Carlos Castillo nos anunció con un hermoso grito: “¡Poetas, aquí está la tumba de Huidobro!” y le respondimos que de regreso de Isla Negra nos detendríamos allí, como en efecto lo hicimos. Primero disfrutamos de la extraordinaria casa de Neruda, de sus objetos y de su sentido estético, de las expresiones de amistad y cariño que Neruda disfrutó a lo largo de su existencia compartida con artistas, poetas, cuentistas, políticos, obreros, campesinos, gente del pueblo, y de los objetos que pudo coleccionar en sus viajes, y de otros que le obsequiaban sus amigos o admiradores.

Ahí está la tumba de Neruda frente al mar. Estas casas de Neruda están aprovechadas para el turismo, un turismo que tiene como base a la poesía. Ojalá muchos países de nuestra América pudieran tener conciencia de que la poesía y la vida de los poetas pueda mostrarse con orgullo a los visitantes de otras tierras. ¡A que más puede aspirar un poeta! Aunque no todo fue color de rosa para las casas de Neruda, que fueron saqueadas y mancilladas durante la dictadura de Pinochet, y muchos de sus objetos quemados. Menos mal que ya esa pesadilla acabó.

La tumba de Neruda y su amada Matilde están situadas frente al mar, como él lo deseaba, bordeadas de piedras con fresca grama. En cambio la tumba de Huidobro en Cartagena es una construcción torpe, desteñida y descuidada, situada en un promontorio desde donde se divisa el mar a lo lejos en una magnífica vista. Está hecha con cemento pintado y su único atractivo es que tiene unas reproducciones de algunos poemas de Huidobro y el dibujo que de él hizo Pablo Picasso.

Que ironía. Quien en vida disfrutó de la mayor fama y fortuna, el fundador de la vanguardia hispanoamericana, el gran Huidobro, reconocido en su juventud en Madrid y Paris, amigos de los grandes artistas y escritores, rompecorazones en Hollywood, yace en aquella loma solitaria y olvidada, donde las costras de pintura se desprenden solas del cemento. Al lado del dibujo de Pablo Picasso, se distinguen unos poemas suyos donde habla de sus amigos, que dicen:

Guiado por mi estrella
con el pecho vacío
y los ojos clavados
en la altura
salí hacia mi destino
Oh mis amigos
aquí estoy
vosotros sabéis acaso
lo que yo era
pero nadie sabe
lo que soy

(El paso del retorno, 1948)

 Y grabadas en la lápida principal de su tumba:
Abrid la tumba / al fondo / de esta tumba / se ve el mar

Después de visitar la tumba de Huidobro bajamos a la ciudad de Cartagena y caminamos en dirección al mar, donde había una serie de pequeños restaurantes a la orilla de la playa. A uno de ellos entramos y nos sentamos a brindar con espumosas cervezas por la memoria de Huidobro, y a comer ostiones, calamares, centollas, pescados y otras delicias de la mar, que pasaron por nuestro paladar rociadas de buen vino del lugar.

Después nos dirigimos a Valparaíso, ciudad a la que arribamos en horas de la tarde y caminamos por varias calles y nos detuvimos en varias plazas y parques; luego entramos a una librería a saciar nuestra sed libresca y de ahí a un bar a saciar nuestra sed real de cervezas y vinos, esa sed especial que acompaña la degustación de la belleza y de las verdades de la poesía, las cuales van más allá de las verdades de la filosofía porque son verdades que no tienen explicación y producen esa sed a la vez física y psíquica, espiritual y mental, anímica y de alma, que sólo las bebidas espirituosas alivian un poco.

Valparaíso es una ciudad llena de una gran vivacidad y de mucha alegría y vida en sus calles, una ciudad festiva y luminosa que le da paso a los pequeños disfrutes de la vida, que son al fin los disfrutes que, sumándose a otros disfrutes inesperados, componen eso que algunos llaman la felicidad. En todo caso, y pese al poco tiempo que allí estuvimos y las breves conversaciones que mantuvimos con algunos parroquianos en el bar, pudimos percibir en Valparaíso mucho de esa atmósfera mágica de que tanto hacen gala las reseñas turísticas en las revistas sobre esta ciudad.

Santiago es una ciudad más gris, más lluviosa y fría, no tiene mar, pero también está llena de un encanto enorme y de una posibilidad grande de visitar lugares culturales, parques, jardines museos y zonas de esparcimiento y compras, gratos sitios nocturnos, algunos atrevidos como los “cafés con piernas”, donde mujeres despampanantes muestran sus bien torneadas extremidades y atributos físicos a los clientes, bares y restoranes de mucho ambiente con música en vivo.

Es una ciudad con seis millones de habitantes distribuida por un gran valle circuido de montañas nevadas, donde sus habitantes y visitantes pueden pasear por amplios bulevares (Estado, Moneda, Huérfanos, Agustinas, Teatinos, se llaman algunos), lugares de encuentros coloridos y urbanizaciones elegantes que se explayan por toda la ciudad.

En los breves días que estuvimos, pudimos visitar el parque Bella Vista [probablemente el autor se refiera al Parque Forestal], el Palacio de la Moneda (y su historia marcada por el derrocamiento de Salvador Allende), el Mercado Popular, a donde fuimos invitados por la embajadora de Venezuela en ese país y de sus cercanas colaboradoras. Allí expenden frescos pescados y mariscos y un buen número de restaurantes preparan con ellos los platillos más deliciosos. Visitamos el Museo de Bellas Artes, donde apreciamos el arte de Roberto Matta y de otros grandes artistas chilenos, modernos y de otras épocas.

Villa Grimaldi

Un recorrido conmovedor fue el que hicimos por Villa Grimaldi, un parque destinado a preservar la memoria de los desaparecidos durante la dictadura de Pinochet, y donde justo el día en que llegamos a la ciudad se celebraba el Día Mundial de los Desaparecidos. Realizaron allí un acto donde se reunieron las expresiones de la danza, la poesía y la canción, a la vez que varios testimonios de familiares desaparecidos.

Un acto realmente conmovedor que nos tocó el espíritu y nos tornó hipersensibles por partida doble: por un lado experimentamos enorme tristeza por tanto horror violento ejecutado a personas inocentes, cuya cicatriz no ha sanado aún en el alma de tantos chilenos que aún sufren del trauma de una dictadura tan perversa y sangrienta, que no puede y no debe repetirse más en nuestra América y en ninguna otra parte.

Allí en Villa Grimaldi, en un gran mural, están inscritos los nombres de quienes cayeron en esa persecución espantosa. Guiados por Wally Miranda, visitamos el Stadium que fue sede de buena parte de las torturas y humillaciones de que fueron objeto personas de todas las edades, y donde buena parte de ese estadio se ha convertido en museo en honor a estos mártires.

Wally Miranda pudo editar un copioso volumen documental con un importante material sobre este ignominioso hecho con el título de Cien voces rompen el silencio. Testimonios de ex presas y presos políticos de la dictadura militar en Chile (1973- 1990) Recopiladoras Wally Kunstman Torres y Victoria Torres Avila, 729 Págs. Incluye mapa de Centros de detención y tortura en Chile., que es una proeza de investigación,  tenacidad y sensibilidad humanas.

Una disgresión

Cabe aquí una digresión sobre el futuro próximo de Chile; vale la pena apostar por el buen rumbo que pudiese tomar social y políticamente en los próximos años este  país, por el progreso comunitario de su sociedad, víctima hace pocos años de una atroz dictadura, y ahora enrumbado hacia la democracia formal representativa que tienen tantos pueblos, una democracia que no permite avanzar en realizaciones efectivas para todas las capas y sectores sociales, proyectos que se traduzcan en avances reales para campesinos, trabajadores, obreros y profesionales.

Avances que se traduzcan en una organización social que vaya más allá de los eslóganes de la libre empresa, el libre mercado o de la libre competencia de mercado, que no hacen sino apuntar hacia un horizonte de privatizaciones y capitales hipotecados por empresas trasnacionales, las cuales no hacen sino acaparar la fuerza de trabajo para explotarla en beneficio de unos pocos.

Ya América Latina ha empezado a despertar del falso sueño neoliberal, encaminando sus pasos hacia una conciencia comunitaria que clama por nuevas formas de organización social de donde Chile no puede estar excluida, pues cuenta con la lección de un pueblo que tuvo una gran esperanza en el socialismo, encarnada en la figura de Salvador Allende, frustrada luego por los intereses oscuros de una gran componenda totalitaria y fascista que produjo los más desastrosos golpes al proyecto de liberación de nuestros pueblos.

Pablo Neruda fue sólo uno de esos grandes poetas chilenos que lucharon y apostaron por un orden socialista.

Poco a poco van saliendo nuestros pueblos de esa modorra, producida por un imperio que se desmorona ante nuestras narices; el capitalismo, por si solo, ha visto la quiebra de buena parte de su industria automotriz, de su capacidad para garantizar viviendas a las clases trabajadoras y por su insaciable tendencia a la colonización de territorios para poder mantener su control de la energía y la economía a través de su poderío militar.

Y ahora que vuelvo a mencionar a Neruda, recuerdo que en Santiago visitamos también una casa suya bautizada con el nombre de La Chascona, situada en el barrio Bella Vista, en la calle Fernando Márquez de la Plata. El término chascona en Chile remite a algo así como a lo que en Venezuela entendemos por greñuda, melenuda, espelucada, pues así solía estar la cabellera de Matilde Urrutia, pintada por el artista mexicano Diego Rivera, quien trazó oculto entre los rulos de la musa el perfil de Neruda.

Como la de Isla Negra, La Chascona también atesora objetos preciosos de los que Neruda solía coleccionar, y otros que le obsequiaban los amigos. Por los alrededores de La Chascona estuve caminando con el poeta Reynaldo Lacámara, director de la Sociedad de Escritores de Chile, quien luego me invitó a almorzar en el hermoso restaurante Azul Profundo, donde degustamos del famoso caldillo de congrio, al que Neruda dedicó una Oda —-que incluye la receta para prepararlo— y otras exquisiteces. He aquí un breve fragmento:

Lleven a la cocina
El congrio desollado,
Su piel manchada cede
como un guante
y al descubierto queda
entonces
el racimo del mar,
el congrio tierno
reluce ya desnudo
preparado
para nuestro apetito.

Neruda fue alguna vez directivo de esta sociedad de escritores, y el director de hoy, el poeta Lacámara, es autor del hermoso libro Esta delgada luz de tierra, en alusión directa a Chile, donde se pueden apreciar textos poéticos de sobria factura. Uno de ellos dice:

Vi una delgada luz
En la bruma detenida
Y una ventana o una boca
Sin arriba sin abajo sin nacimiento sin después.
Y en el abismo apenas
un delgado sonido
en la profunda espera de las tinieblas.

También disfruté de la compañía del poeta José María Memet y de la escritora y periodista Virginia Vidal. Virginia es una escritora chilena autora de varias novelas y libros de cuentos. La conocí durante una jornada de microrrelatistas en Buenos Aires (los microrrelatistas ya hemos formado en América y Europa como una hermandad). Virginia me obsequia su libro Gotas de tinta y palabreos, que contiene relatos breves y crónicas ficcionadas. Hay en ese libro un texto, Despecho, que dice:

Para poner fin a su desdicha de amante incomprendido, abre las llaves del gas y prende un fósforo. Su departamento y el de su vecino son demolidos por la explosión y treinta y nueve viviendas quedan sumamente dañadas. El suicida es hallado entre los escombros, vulnerado de heridas leves, pero muy aturdido…

Vivió Virginia en Venezuela durante los años 1980 y 1987; trabajó en Caracas como periodista y editora y recuerda a Venezuela con mucha alegría, agradeciendo la hospitalidad de nuestro país. Ella me presentó la noche de mi lectura de cuentos y poemas en la Sociedad Chilena de Escritores, iniciando su charla con estas palabras:

“En esta hora voy a invocar a la diosa más bella del continente, a María Lionza. La vi por última vez en Caracas, en la autopista del Este, corporizada por el escultor Alejandro Colina. Nunca estuve en las montañas de Sorte y Quivayo donde ella habita, pero millares de hombres y mujeres acuden a pedirle por su bien. A lo mejor, ella ayudó a la llegada de Gabriel Jiménez Emán.”

(Lo que no sabía Virginia ese día que yo vivo en San Felipe, capital del Estado Yaracuy, ciudad que queda a unos veinte minutos de Chivacoa por carretera, capital a su vez del Municipio Bruzual, donde se encuentran las montañas de Sorte y Quivayo, y a la cual la figura de María Lionza penetra y protege casi todo en esta parte del país, la parte centro occidental. No hay duda entonces de que ella propició parte de mi viaje al país chileno).

Allí en la Asociación de Escritores de Chile también conocí a Edmundo Herrera, autor del libro Manzanas y ceremonias y a Eduardo Robledo, entre muchos otros, con quienes compartimos vinos e ideas.

Más adelante, andando por algunas librerías, me topé con los libros del escritor que sería la gran revelación poética de este viaje: Jorge Teillier. Conmovedor es el calificativo que ahora se me ocurre para referirme a este poeta nacido en 1935 y fallecido en 1996, autor de una obra donde sobresalen los libros El cielo cae con las hojas, El árbol de la memoria y Los trenes de la noche. Justo de este volumen que reúne poemas de estos tres libros voy a citar unos breves versos:

Ella estuvo entre nosotros
Lo que el sol atrapado por un niño en un espejo.
Pero sus manos alejan los malos sueños
Como las manos de las lluvias
Las pesadillas de las aldeas.
Sus manos que podían dar de comer
A la noche convertida en paloma.

Y más adelante, en Despedida:

Me despido de mi mano
Que pudo mostrar el paso del rayo
O la quietud de las piedras
Bajo las nieves de antaño.
Para que vuelven a ser bosques y arenas
Me despido del papel blanco y de la tinta azul
De donde surgían los ríos perezosos,
Cerdos en las calles, molinos vacíos.
Me despido de los amigos
En quienes más he confiado:
Los conejos y las polillas
Las nubes harapientas del verano.

De estos viajes por los países hermanos de nuestro continente siempre nos queda un sentimiento grande recorriéndonos el cuerpo, algo que se siente en el espíritu como una sensación benigna de ser parte de todo aquello. Uno se confunde con la gente, se inmiscuye en sus vidas y comparte preocupaciones y proyectos; sale uno más fortalecido en el ánimo y aprendiendo nuevas cosas para el disfrute de la vida.

Y como telón de fondo: el mar, ese mar de Chile que se abre a los cuatro horizontes y al fondo de la tumba del gran Vicente Huidobro, allá en Cartagena, en el alto azor:

Soy yo Altazor el doble de mí mismo
El que se mira obrar y se ríe del otro frente a frente
El que cayó de las alturas de su estrella
Y viajó veinticinco años
Colgado al paracaídas de sus propios prejuicios
Soy yo Altazor el del ansia infinita
Del hambre eterno y descorazonado
Carne labrada por arados de angustia
¿Cómo podré dormir mientras haya adentro tierras desconocidas?
Problemas
Misterios
Estoy solo
La distancia que va de cuerpo a cuerpo
Es tan grande como la que hay de alma a alma.

Gabriel Jiménez Emán (Caracas 1950). Poeta, narrador, ensayista, traductor, editor.
Obra publicada: Materias de sombra, Premio Monte Ávila de Poesía, 1983; Narración del doble, 1978; Baladas profanas, 1993; y Proso estos versos, 1998. Relatos: Los dientes de Raquel, 1973; Saltos sobre la soga, 1975; Los 1001 cuentos de 1 línea, 1980; Relatos de otro mundo, 1988; Tramas imaginarias, 1990; Biografías grotescas, 1997; y La gran jaqueca y otros cuentos crueles, 2002. Algunas novelas, La isla del otro, 1979 y Una fiesta memorable (Planeta, 1991).
En Anaquel Austral (http://virginia-vidal.com).

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1 comentario
  1. gabriel jimenez eman dice

    gracias por editarlo completo en surysur ese hermoso blog un abrazo de
    gabriel jimenez eman

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