Gisela Ortega / Crónicas ingenuas: aceptar la felicidad

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Dicen que la felicidad es un estado de ánimo, de satisfacción completa y ordenada de todas las tendencias. Es la condición interna  necesaria para la  alegría  y se produce cuando uno tiene gozo, placer o cree tener todo lo que desea, por lo que se considera alborozado y plenamente complacido, lleva  consigo como fruto natural  la de conocer y deleitarse totalmente del optimismo “con mayúsculas”, el buen humor,  el tono festivo  y risueño de quien se siente  dichoso, no es difícil.

Los filósofos en Grecia encontraron respuestas muy diferentes, lo cual demuestra como lo decía Aristóteles, todos estamos de acuerdo en que queremos ser felices, pero en cuanto intentamos aclarar como podemos serlo empiezan las discrepancias.

Señalaba: “Toda persona tiene derecho a ser feliz". Mientras Epicuro sostenía: “Ser feliz es experimentar placer intelectual y físico y conseguir evitar el sufrimiento mental  y corporal”.

La felicidad en términos generales es el intento del hombre por no desanimarse ante el cambio del medio.

La sensación de sentirse amado, el nacimiento de un niño, un viaje, el logro de un objetivo; todo esto despierta emociones que penetran,  nos abren el corazón  y brindan alas al espíritu. Este sentimiento de júbilo se extiende por nuestro cuerpo como una ola y hace que todo en nosotros se agite.  Pero ¿qué pasa con la exultancia en pequeño, con esos instantes que transcurren casi sin que nos demos cuenta? ¿Estamos preparados para reconocerlos como tales cuando están ante uno?  ¿Les damos realmente una oportunidad?

La capacidad para estar radiante tiene mucho que ver con las ganas de existir, con la vitalidad y la tolerancia, pero sobre todo con el interés que dispensamos a las personas y las cosas de nuestro entorno. Todos hemos vivido alguna vez una preocupación,  días grises en los que todo parece salir mal, llenos de disgustos, malentendidos, agobios y lacerante agresividad, que a primera vista, no dejan espacio para los sentimientos positivos, ni para modestos placeres, y mucho menos para un instante de alegría.

Desde un punto de vista objetivo, apenas se puede cambiar algo en los acontecimientos  de esas jornadas. No podemos adaptar la realidad a nuestras exigencias, así como tampoco se pueden impedir las confrontaciones o la falta de entendimiento humano. Lo decisivo en esos momentos es, precisamente, el modo como tratamos a nuestro propio yo. Si aumentamos nuestra depresión con desánimo o autocríticas destructivas y exageradas, o si por el contrario, intentamos impulsarnos hacia arriba ayudándonos de la fuerza de nuestros  pensamientos, creatividad y fantasía, a través de un sentido de la autoestimación y dándole así una oportunidad al bienestar.

La autoafirmación, junto con la fuerza del razonamiento positivo, es el modo de aceptarse a sí mismo, con todas las virtudes y los defectos, quizá el paso más importante en el camino hacia la capacitación para el regocijo. Una persona que no acepte  su valía, que descuida su propio “yo”, apenas está en disposición de reconocer la satisfacción, no importa como y cuando se le ofrezca.

Por qué no probar, en una de estas fechas, un nuevo maquillaje, un corte de cabello, un perfume, es una buena forma de animarse. O un libro que nos haga pensar en otras cosas. El disgusto de la mañana parecerá a miles de kilómetros de distancia, nos encontraremos  risueñas, alegres, alborozadas y amenas. También los sueños impulsan esa  predisposición. Dale rienda suelta a tus ideas y a tus opiniones, no te límites.

Reflexionar es lo  que estimula la existencia mantiene sano el pensamiento y el espíritu y con ello, nos hace más receptivos hacia la alegría. Si nos proponemos estar de buen humor, nuestro corazón estará preparado para aceptar esos momentos de placer. Nos asombraremos de lo abundante que son y de cuantas cosas agradables nos rodean. De repente nos alegraremos sobre objetos  que estaban a nuestro alrededor y que con mal humor no hubiéramos podido reconocer.

El sol parecerá  brillar más, la naturaleza ganará en color y las personas se volverán más amables. Sentiremos descanso y placer donde antes solo había oscuridad. Muchas veces depende de nosotros, darle a la vida diaria esa pequeña chispa de luz que nos hace verlo todo más claro.

Gisela Ortega es periodista y educadora.

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