Gobiernos, política: la teatralización del poder

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Adriano Corrales Arias*

Según Néstor García Canclini (1990:152) la teatralización de la vida cotidiana y del poder comenzó a ser estudiada hace pocos años por interaccionistas simbólicos y estructuralistas, pero antes había sido reconocida por escritores y filósofos que vieron en ella un ingrediente clave en la constitución de la burguesía, es decir en la cultura del burgo, de la ciudad.
(Ensayo apoyado en los Escritos sobre Teatro de B. Brecht y la película La fuerza de la voluntad de Leni Riefenstahl).

El mismo autor cita antecedentes de la vida como teatro en las Leyes de Platón o en el Satiricón de Petronio; igual empezaron a observarlo pensadores y escritores como Diderot, Rousseau y Balzac. En esa dirección importa conocer y estudiar la actuación social como puesta en escena, simulacro, espejo de espejos, representación sin modelo original.

En los regímenes dictatoriales o "de fuerza", tal y como ha sucedido en las múltiples dictaduras latinoamericanas, la defensa del "patrimonio cultural" –a la vez que se reprimen las innovaciones artísticas o "contraculturales", es decir contestatarias– ha sido un elemento sine qua non en las políticas culturales de esos regímenes. Se realiza un esfuerzo por simular que hay un origen, una sustancia fundante, o fundacional, en relación con la cual deberíamos actuar hoy.

El mundo se concibe como un escenario, pero lo que debemos actuar ya está prescrito.

El fundamento "filosófico" de esa simulación se resume en la certidumbre de que hay una coincidencia ontológica entre realidad y representación, entre la sociedad y las colecciones de símbolos que la representan. Lo que se define como patrimonio e identidad pretende ser el reflejo fiel de la esencia nacional. De ahí que la principal acción dramática sea la conmemoración masiva: fiestas cívicas y religiosas, aniversarios patrióticos y sobre todo, restauraciones.

Se exacerba la celebración del patrimonio histórico constituido por los acontecimientos fundadores, los héroes que los protagonizaron y los objetos fetichizados que los evocan. Los ritos legítimos son los que escenifican el deseo de repetición y perpetuación del orden. Pero sucede que la política autoritaria es un teatro monótono, serio, demasiado serio.

Las relaciones entre gobierno y pueblo se expresan en la puesta en escena de lo que se supone es el patrimonio definitivo de la nación, un patrimonio estático que no admite la dinámica sociocultural ni las miradas oblicuas, mucho menos el sarcasmo o la risa, A propósito de cine es inevitable recordar El gran dictador de Charles Chaplin, quien parodiando al Führer, decía que estaba furioso con Hitler porque le había "robado" su bigote. Por eso los dictadores, y en general los políticos, no soportan el humor.

Pero, además, es un teatro grandilocuente con escenarios monumentales: los sitios históricos y las plazas, palacios e iglesias, sirven de escenario o de locaciones para representar el destino nacional, trazado desde el origen de los tiempos. Los políticos, militares y sacerdotes, son los actores vicarios de ese drama “nacional”.

Bertoldt Brecht (Agsburgo, 1898-Berlín, 1956), quien aplicó su saber profesional y artístico a develar la manera en que actores no profesionales utilizan las técnicas teatrales, observó cómo construía Hitler sus papeles en situaciones diversas: el amante de la música, el soldado desconocido en la segunda guerra mundial, el alegre y dadivoso camarada del pueblo, el afligido amigo de la familia.

Hitler actuaba todo con gran énfasis, especialmente cuando representaba personajes históricos o heroicos: extendía la pierna y apoyaba íntegramente la planta del pie para tornar su paso majestuoso. Pero, para realizar (y comprender) esa mise en scene no bastaba con que el protagonista aprendiera dicción y movimientos espectaculares –como Hitler los adquirió tomando clases con el actor Basil en Munich, o políticos norteamericanos más recientemente en Hollywood.

Hay que profundizar en el hecho de que toda política está hecha, en gran parte, con recursos teatrales: las inauguraciones de lo que no se sabe si va a tener presupuesto para funcionar, las promesas de lo que no puede cumplirse, el reconocimiento publicó de los derechos que se negarán en privado. Es mejor decirlo con la elocuencia de Brecht:

Los mensajes de los hombres de estado no son arranques impulsivos y espontáneos. Son elaborados y reelaborados desde muchos puntos de vista y se fija una fecha para su lectura. (Brecht, 1972:163).

Aún así se corre la voz entre el público (el pueblo/público) de que nadie sospecha lo que el "estadista" va a decir o anunciar. Llegado el momento, sin embargo, no habla como alguien extraordinario sino como un hombre de la calle, gesticula igual que el parroquiano en el bar, que el obrero en la fábrica, el estudiante o el profesor en el aula, o el campesino en la iglesia. Busca que quienes lo escuchan se identifiquen con él:

…entabla un duelo personal con otros individuos, con ministros extranjeros o con políticos. Lanza furibundas imprecaciones al estilo de los héroes homéricos, pregona su indignación, da a entender que está haciendo un gran esfuerzo para no saltarle al cuello al adversario: lo desafía llamándolo por su nombre, se burla de él. (Brecht, 1973:163).

La contención y el suspenso, lo que no se nombra, también tienen marcada importancia, son tan importantes como lo que se dice. El sentido dramático de la conmemoración, del acto político, o la parada militar, se acentúa con los silencios mientras se ofrece el escenario ritual para que todos compartan un saber que es un conjunto de sobreentendidos.

Una situación de este tipo, ciertamente, puede tener un valor positivo: todo grupo que quiere diferenciarse y afirmar su identidad hace uso tácito o hermético de códigos de identificación fundamentales para la cohesión interna y para protegerse frente a extraños. Por eso se busca la mayor identificación del público/pueblo con el capital cultural acumulado, o con las consignas de nuevo cuño, para su distribución y usos vigentes.

Claro está, lo negativo estriba en la exacerbación de las diferencias y en la afirmación de la identidad para protegerse frente al otro, los demás, a través del racismo, la xenofobia y la superioridad genética o "divina".

Comúnmente definimos a las dictaduras y a los regímenes militares, específicamente a sus dirigentes, en este caso particular a los nazis o los jerarcas del Partido Nacionalsocialista de la Alemania fascista –la película de Leni Riefenstahl (1902-2003) es sobre el Congreso de dicho partido celebrado en Nuremberg en 1934; se estrenó en el Palacio de la UFA el 28 de marzo de 1935–, corno gente "bruta", estúpida e "inculta".

Posiblemente algo de eso debían tener algunos de ellos, pero lo cierto es que tras esa fastuosa puesta en escena de sus actos político-militares y sus conmemoraciones, se escondían mentes no solo perversas (como luego lo demostraron en la guerra y en los campos de concentración) sino sumamente inteligentes y hábiles para movilizar miles de actores con disciplinadas coreografías y refinados códigos de representación, en una puesta en escena que convocaba al más inflamado nacionalismo y a la identificación con sus objetivos guerreristas y anexionistas, a la gran mayoría de la población.

Es sabido, y no se puede obviar, que las condiciones socioeconómicas y políticas de la Alemania anterior al régimen nazi, propiciaron en mucho el advenimiento del III Reich, pero eso no invalida el reconocimiento a la destreza teatral y cinematográfica de mentes como la de Paul Joseph Goebbels (1897-1945), capaces de insuflar en un pueblo entero el ansia de dominio mundial y lanzarlo a una guerra insensata pero masiva. Su máxima y tenebrosa sentencia "miente, miente, que algo queda", se fue cumpliendo fatal e inexorablemente, tanto que hoy se aplica indiscriminada y amargamente en el marco de la impunidad globalizada.

Lo anterior hay que tenerlo siempre en cuenta, sobre todo en la actividad de artistas y estudiosos de la problemática cultural latinoamericana, para saber distinguir los síntomas de esa parafernalia teatral, que, en momentos de crisis, acentuada por la globalización bajo esquema neoliberal, como los que vivimos, son perfecto caldo de cultivo para el renacimiento de las dictaduras y los regímenes de fuerza, o de seguridad nacional, como se autodenominaron en los años 60 y 70.

La fragilidad de la democracia actual permite la asunción de predicadores y salvadores de toda laya (recordemos apellidos de esa estirpe como los Fujimori, Bucharam, Menem, Alemán, Uribe, hermanos Arias, etc; para no mencionar a la Thatcher, a los Reagan, o a los Bush-McCain): algunos de ellos podrían devenir en pequeños Hitlers que nos podrían regresar, nuevamente, al oscurantismo fascistoide donde la intolerancia y el terror podrían enseñorearse, una vez más, lamentablemente.

Y todo ello con la ayuda nefasta de los medios de comunicación masiva controlados por el poder económico transnacional (léase imperial), que, como hemos visto en diversas crisis políticas latinoamericanas recientes, se erigen en los dueños de la libertad de expresión coartando otras alternativas, negando chapuceramente la realidad y difundiendo su “verdad” por medio de montajes truculentos, propios de una  auténtica y perversa dictadura mediática.

Bibliografía consultada:
– Brecht, Bertolt, Escritos sobre Teatro, tomo 2, Nueva Visión, Buenos Aires, 1973.
– García Canclini Néstor, Culturas Híbridas, Grijalbo, México DF, 1990.

*Escritor, profesor e investigador del Instituto Tecnológico de Costa Rica.

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