Guatemala: democracia en la morgue

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El país centroamericano eligió ya a su futuro primer mandatario, no obstante ningún concepto presente en este artículo puede considerarse obsoleto; en el buen periodismo de análisis no existe la "página de ayer". Veamos este Quién es quién en las recientes elecciones presidenciales de Guatemala, un país herido por la violencia, el narco y una clase política que paraliza las instituciones democráticas. |ALEXÁNDER SEQUÉN-MÓNCHEZ.*

De enero a septiembre de 2011, 1.619 guatemaltecos acabaron en manos de los forenses. Los cadáveres llegaron tiroteados o pasados por cuchillo, salvajemente. Octubre no ha pintado mejor: sólo el domingo dos, un día de lluvias torrenciales, se practicaron 25 necropsias por las mismas causas de muerte.

En estos quince años de paz, Guatemala ha conseguido aclimatarse a una inconfundible atmósfera bélica. Nadie sabe si regresará al salir de casa, si morirá normalmente, porque se tiene asumido que la vida no vale nada, o si, como va siendo costumbre, perderá los brazos, las piernas y la cabeza, restos que habrán de encontrar en bolsas igual que la basura.

Un baño de sangre es lo que se disputan Otto Pérez Molina, del Partido Patriota, y Manuel Baldizón, de Libertad Democrática Renovada (LIDER) en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales que se celebrarán el 6 de noviembre. [En rigor disputaron, Pérez Molina resultó elegido].

Estos comicios revelan hasta qué punto la política actúa como antagonista de la democracia. Antes de la primera vuelta, celebrada el 11 de septiembre, abundaban ejemplos de penuria ética. El ex presidente y cuatro veces alcalde capitalino, Álvaro Arzú, supuso que la mejor carta para resucitar a nivel nacional era Patricia, su insípida esposa; Alejandro Giamattei, quien se postuló a los tres días de dejar la prisión, donde estuvo casi un año acusado de asociación ilícita y ejecución extrajudicial; sin faltar, entre otros, ilusos, mesiánicos o acaudalados como Adela Torrebiarte, Juan Guillermo Gutiérrez, Mario Estrada y Harold Caballeros, que pagan caro sus quince minutos de fama.

En esa abigarrada línea de salida estaba Rigoberta Menchú, una premio Nobel de la Paz caída en desgracia. Mitómana, falsa líder indígena y empresaria frustrada. Tanto desprestigio explica sus dos fiascos presidenciables. En las elecciones de 2007, obtuvo un 3,6% del total de los votos; y en la convocatoria de este año tampoco rebasó el 4%. En Quiché, donde nació y donde soldados y guerrilleros se ensañaron, apenas sacó 10.842 votos frente a los 90.233 del general Otto Pérez Molina.

Menchú menosprecia este éxito desde una perspectiva simplificadora de las relaciones entre represaliados y opresores. La verdad es que no la creen ni los indígenas k´iches´, ni los ixiles, ni los que querrían a un indígena como presidente. Sin embargo, y a pesar de su contundente resultado, Quiché tampoco se fía de Pérez Molina. Hubo 54.604 votos en blanco y 15.662 nulos. El rechazo es parejo y alcanza para dimensionar el descrédito político.   

Menchú dio su apoyo al otro finalista, porque Pérez Molina, sostiene, simboliza una vuelta al pasado. Por esta vez, Menchú es sincera, siempre que acepte para sí misma esa acusación. Durante el cuatrienio del empresario Óscar Berger (2004-2008) formó gobierno junto al militar: ella como Embajadora de Buena Voluntad, él como Comisionado de Defensa y Seguridad. Y si Menchú alegara que el general duró muy poco en el cargo (lo abandonó para allanar su proyecto personal), habría que recordarle que el Partido Patriota era parte de la coalición que abanderó Berger, o que en su equipo hubo otros perpetradores de masacres.

Bajo aquel paraguas se produjeron sucesos alarmantes, como el asesinato de tres diputados salvadoreños y su piloto. Los ejecutores: cuatro especialistas de la Unidad contra el Crimen Organizado de la Policía Nacional Civil de Guatemala,que, a los pocos días de ser capturados, fueron degollados y rematados por una masa de pandilleros, dos de los cuales fueron decapitados en un motín meses después.

Antes de morir, o porque ya sabía que no viviría para contarlo, uno de los cuatro policías amenazó a Víctor Rivera, todopoderoso asesor del ministerio de Gobernación. Como en una película de gánsteres, Rivera fue asesinado al año siguiente. Menchú hizo la vista gorda y se conservó fiel a un gobierno filtrado por el narcotráfico.

¿Es la populista mano dura un regreso a los años de la guerra? Hoy en día se mata en Guatemala con la misma intensa bestialidad que en 1978 o 1982. Otto Pérez Molina, Rigoberta Menchú y Raquel Blandón, candidata a la vicepresidencia de Manuel Baldizón, pertenecen a un período aun no superado.

Si bien el ex esposo de Blandón, el presidente Vinicio Cerezo (1986-1990), cortó las alas a su progreso como persona y como política, ella es parte del nefasto legado demócrata cristiana que, no estando a la altura de las circunstancias, se dedicó a saquear el país. Ahora, cínica, pretende construir lo que ha destruido. 

Por su parte, Pérez Molina cumplió los tramos característicos de la contrainsurgencia: experiencia en el teatro de operaciones —adonde se iba a matar sin escrúpulos— y entrenamiento en la Escuela de las Américas. Convertido en mayor fue destacado a Nebaj en 1982; bajo el apodo de "Tito Arias" tuvo el control de Nebaj, uno de los puntos rojos de la represión. No obstante, su buena estrella quedó eclipsada cuando junto a otros oficiales jóvenes derrocó al general Efraín Ríos Montt. Este golpe de Estado fue una semilla de odio que le costaría a Pérez Molina el fin abrupto de su carrera.

Previamente, logró ponerse otra medalla: en 1993, a imitación de Fujimori, Jorge Serrano Elías disolvió el Congreso de la República y la Corte Suprema de Justicia con propósitos tiránicos. El entonces director de Inteligencia del Ejército, Pérez Molina, frenó el complot tendiendo puentes con la Instancia Nacional de Consenso, una iniciativa que acabó echando al tirano aprendiz. En la foto de esa victoria aparecen, por derecho propio, Otto Pérez Molina y Rigoberta Menchú, flamante Premio Nobel de la Paz.

Las decisiones de 1982 y 1993 hicieron que Pérez Molina fuera admirado por diversos sectores. Menos por uno: el sector más retrógrado del ejército lo estigmatizó como traidor. En los gobiernos sucesivos desempeñó puestos clave. Con Ramiro de León Carpio sirvió como jefe del terrible Estado Mayor Presidencial, ascendió a general de Brigada e integró la delegación gubernamental que negociaba con la guerrilla.

Ya en la presidencia de Álvaro Arzú, fue nombrado Inspector General del Ejército, y a pesar de ser firmante de la paz, fue ligado a una trama criminal mayúscula. Se apartó del foco yendo a la Junta Interamericana de Defensa en Washington. Mantuvo el perfil bajo hasta que la inminente elección de Alfonso Portillo, en 1999, puso a su alcance el ascenso a general de División y el ministerio de la Defensa, los dos rangos pendientes en su trayectoria. Pero Portillo no era más que el muñeco locuaz del general Ríos Montt. En vez de la promoción, se dio el ajuste de cuentas: Portillo rompió la escala jerárquica nombrando a un coronel como ministro de la Defensa, dando jaque mate a las ambiciones de Pérez Molina. Es allí, cuando seducido por la política, abrazó su faceta civil. Con tantos amigos y enemigos, creó un partido a su medida.

Mientras el mayor Pérez Molina tiraba del gatillo o movía los hilos de conspiraciones de altos vuelos, su compañera de fórmula, Roxana Baldetti, era una muchacha que quería la paz —no de Guatemala— del mundo, el sueño de cualquier reina de belleza.

Esa trivialidad también definía a Manuel Baldizón, por entonces un niño rico de Petén. Acaso esa bonanza le permita presumir con las menciones de Oxford y de la École Nationale d´Administration, aunque es obvio que Baldizón no es Lionel Jospin o Jacques Chirac. Su oratoria, ruidosamente vulgar, lo inclina a la demagogia. Poco se sabe de sus negocios en una región sometida por el narco.

Hay, eso sí, un antecedente sintomático: Baldizón entró a la escena política en 2004, como diputado de un pulverizado Partido de Avanzada Nacional; sin pestañear se mudó a la Unidad Nacional de la Esperanza, el fortín de Álvaro Colom, o más exactamente: de Sandra Torres, la mujer que decidió entre dos amores: el de Colom, su esposo y presidente, y el poder, que no da besos ni abrazos, pero también la llevó a perder el sentido de la realidad y del ridículo. Es célebre el divorcio express que representaron con tal de que su candidatura pudiera remontar las limitaciones legales de la consanguinidad.

El Tribunal Supremo Electoral tachó su inscripción, vacunando el sistema contra el método Kichnner. De haber sabido que Torres se quedaría en la estacada, es posible que Baldizón hubiera aguantando los ascos derivados de su mafiosa labor legislativa, pero al entendido por señas: supo que la primera dama iba para presidenta y optó por consentir la expulsión fundando un bloque independiente.

Se perfiló como presidenciable chantajeando y malversando desde la presidencia de la Comisión de Finanzas Públicas y Moneda del Congreso de la República, o comprando trásfugas al precio de medio millón de quetzales, según documentos desclasificados de la Embajada de EEUU. Que su bancada sumara veintitantos diputados en tiempo récord, da una idea redonda de su personalidad.

Con la misma pasión que Baldizón aceptó el puntapié de Sandra Torres, decidió hacer las paces para asegurarse, de cara a la segunda vuelta, una inyección de capital, una transferencia considerable de votos y la cobertura del oficialismo, que no es poca cosa.

A diferencia de Torres, Menchú no pudo venderle ni su presupuesto ni su expediente electoral —paupérrimos—, pero sí lo que quedaba de su reputación. Incluso se ofreció como canciller. No importa que su hipotético presidente prometa, Biblia en mano, reinstaurar la pena de muerte y sustituir la Policía Nacional Civil, salida de los Acuerdos de paz, por un contingente de corte militar. Menchú guarda silencio y, por la cuenta que le trae, agita el ambiente internacional calificando a Pérez Molina de genocida. Olvida que la guerrilla, como el ejército, tampoco tiene las manos limpias.

A los guatemaltecos les toca [tocó] elegir entre un clown, que puede ser el definitivo tiro por la culata de la democracia, y un político que jamás renunció a la mentalidad fría de un soldado. El candidato del Partido Patriota jura que reducirá el 50% de la criminalidad, mientras el aventurero del LIDER promete llevar al Mundial a la selección de fútbol. Ambas figuras son artefactos remendados con la chatarra de un sistema mil veces fundido y reciclado. De allí sólo pueden salir autómatas del oportunismo, la palabrería y el vergonzoso olfato para cambiar de bandera.

Ese estilo enfermizo de hacer política pasa por hostilidad ideológica sin que existan, ante todo, ideologías. La función ideológica de la que tanto se abusa no vale para interpretar la realidad presente, sino para cambiar obsesivamente el pasado. Y los políticos operan como antibióticos que paralizan a los organismos democráticos, un vacío capitalizado por la inconmensurable pujanza del narco que, escudriñando resquicios de poder y legalidad, ha impuesto una economía que se afirma en la brutalidad sin límites. El empuje financiero de los juguetes electorales lleva su marca y es la pelea voraz por la distribución y comercio de la cocaína y la venta impune de bienes y servicios relacionados con la violencia.

En esas circunstancias, gane Pérez Molina o Baldizón, la paz es una ficción precaria. ¿Qué puede hacerse ante una disyuntiva que, más allá del eventual envoltorio propagandístico, remite a la desesperación? ¿Decidir el voto echándolo a la suerte? ¿Escupir la papeleta en blanco? ¿Exigirle otros cuatro años de resignación al ya desahuciado estoicismo guatemalteco?

Que nos lo digan quienes se felicitan porque Guatemala fue elegida miembro (no permanente) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El nacionalismo caricaturesco que nos obliga a pensar en decisiones que afecten al mundo, cuando lo triste de la todavía más triste realidad guatemalteca es que su futuro está mosqueándose en las morgues.

* Escritor.
En www.sinpermiso.info

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