Honduras: carta a unos jóvenes actores

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Samuel Trigueros.*

El maestro a sus discípulos. El que hace teatro a los jóvenes, pero podría ser el más viejo de cualquier oficio a los que en él se inicien; en Honduras o en cualquier parte probablemente el mensaje sea el mismo.

 

Hace algunos años, cuando el golpe de Estado no asomaba en la imaginaciòn de nadie, pero seguramente ya se estaba incubando, me encontraba en una comunidad del interior del país —donde he trabajado durante años, desarrollando talleres teatrales, literarios o plàsticos, preparando materiales de educaciòn popular…—, en contacto directo con una realidad desconocida para muchos "revolucionarios" de cafetín.

En esa ocasión, estaba montando una obra teatral con un grupo recièn creado, al cual ya le andaban rondando algunos mercenarios del arte que miraban en estos jòvenes nada màs que un negocio, cuando no simples objetos sexuales. Sin embargo, el`deseo de estos jòvenes por hacer teatro era algo estremecedor. En la fecha de mi cumpleaños, quise entregarles un regalo; y les enviè esta carta que ahora comparto con ustedes, por lo que vale su contenido en el contexto polìtico y artìstico, cultural, de estos tiempos post-golpe.

Queridos compañeros:
Lo primero que se me ocurre al saber que, por algún motivo desconocido para mí, han decidido poner sus vidas en el teatro, es invitarlos a que abandonen ese propósito y dediquen toda su energía a empresas que nada tengan que ver con los escenarios.

Ustedes perfectamente podrían ser ingenieros, médicos, maestros y maestras, abogados exitosos a bordo de un auto de lujo paseando con sus hijos y sus mascotas en un eterno domingo; en lugar de arriesgar su tiempo, su dinero (escaso o abundante), sus familias y amistades, su sangre y su prestigio en esta actividad que lo más seguro sólo les deparará rigores, duras disciplinas, sucesivas diásporas que los alejarán de todo aquello que representa confort.

Es probable que al principio todo les parezca seductor y amable: quizá el deslumbramiento de las luces, del público vociferante en la platea, los descubrimientos de gentes y lugares en cada gira de presentaciones, el vino del brindis, la sensación de libertad, alguna regalía de placer luego de una función, les ofrezca el espejismo de una aventura seductora e irresistible.

En nuestro medio artístico hay muchos que viven de esa manera: usando el teatro para el desbocamiento de sus sentidos, alimentándose de la carroña desnuda de los camerinos, haciendo más grande la celebración que el objeto del festejo, volviendo el teatro un pretexto para el desenfreno de sus debilidades morbosas. Incluso hay quienes convierten en empresas mezquinas aquello que debería ser generosamente entregado al pueblo. Esos son los funcionarios y burócratas del teatro actual. La vanidad, la avaricia y la inconciencia corroen nuestro arte.

Por eso les invito a dejar los tablados y mezclarse con la gente común, a vivir lejos de estos vicios y peligros; porque sus corazones aún no están completamente contaminados y la flor de vuestra juventud todavía puede crecer a la luz del sol, a salvo de las acechanzas de este oficio peligroso.

Sin embargo, como parece que no están completamente convencidos, debo advertirles acerca de lo que pueden esperar si insisten en su empeño de hacer teatro.

Ignoro si en otras latitudes la cosa es diferente, pero en nuestro contexto actual, no faltará quien los convoque a participar en un montaje, en un taller, en cualquiera de esas actividades propias del teatro. Pero si observan bien, se darán cuenta que pocas de esas invitaciones son limpias y desinteresadas.

Abundan los que buscan  en la juventud mano de obra artística barata, los que trafican con los sueños de muchachas y muchachos que vieron en el arte una manera de expresar sus inquietudes y su fe en la vida, los que arman un grupo o lo patrocinan para después cobrar su mecenazgo con placeres sexuales sutilmente exigidos, los que a cambio de una paga por presentación quieren comprar sus almas y sus mentes; los que ingresan a esos mismos grupos sólo por el narcisismo de verse incluidos en cierta farándula reconocida aunque sea a pequeña escala, los que buscan en las agrupaciones teatrales una extensión de los burdeles y las cantinas, los que aprovechan las acciones de un personaje para saciarse de placeres carnales amparados en la ambigüedad de su doble presencia (la del actor o actriz y la de sus propios egos), los que intentan convertir sus cuerpos y sus corazones en mercancía de cambio.

Los peligros son muchos y están adentro como rodeando al teatro. Por eso les pido encarecidamente que dejen de hacer teatro y se mantengan en un lugar seguro. Pero quizá todas mis palabras pasen como un viento cualquiera sin detenerse en sus mentes; o tal vez ustedes son lo suficientemente fuertes para resistir esas tentaciones y ataques. En este caso, olviden mis recomendaciones y láncense de frente a la aventura del teatro. Pero por favor nunca olviden que esto se los dijo alguien que lleva algún tiempo en el arte y sabe de lo que les está hablando. El futuro puede darme razones que hoy no cuentan para ustedes.

Aunque por un momento hayan asentido con sus cabezas o con sus corazones al oír alguno de mis argumentos, es mi deber pedirles que traten por todos los medios de hacer un teatro libre de todas esas lacras, que no permitan que a sus camerinos, a sus sedes, a sus grupos, a sus corazones, ingresen mercaderes y morbosos interesados solo en lo que pueden obtener de ustedes sin entregar nada verdadero para su crecimiento.

Si en verdad aman el teatro, deben entregarse a él con todas sus energías, pero también con toda su capacidad de honestidad y ética. No es cierto que el pudor debe quedar fuera del teatro y que podemos prostituirlo a nuestro antojo, bajo el pretexto de que somos desinhibidos. Eso es lo que ha hecho que la gente piense que el teatro es un nido de pervertidos y vagos sin oficio. Debemos dignificar el teatro desde adentro. Tampoco debemos considerar al teatro sólo una manera de obtener las treinta monedas mezquinas de nuestra sobrevivencia estomacal, a costa de vender su sagrada misión. Así es como se han producido engendros de obras y agrupaciones que bajo el nombre del teatro presentan bodrios que únicamente contribuyen con la ignorancia, atraso y alienación del pueblo y de ellos mismos.

El teatro es algo más que eso. El teatro es una aventura, pero no una aventura de rufianes, sino un viaje en busca del aprendizaje y del ser. El teatro debe alimentar nuestro sentido ético, debe ser piedra de apoyo para alcanzar la solidaridad, debe ser nuestro bastión de justicia y equidad, debe ayudar a los demás a ver sus propias vidas y el mundo como en un espejo que revela las verdades, debe ser nuestra insobornable denuncia, debe en suma servir para purificarnos a nosotros mismos y purificar la sociedad, en el sentido catártico del teatro de la antigüedad.

Si bien el clown podría tener su origen en el juglar, no debemos malentender esas ramificaciones de la actuación como vanos objetos de simple divertimento servil. Los juglares desempeñaban ante el pueblo el papel de críticos de las cortes podridas y abusadoras; y los payasos, con sus equívocos, sus gags, sus fingidos golpes, su enmascaramiento, siguen dándonos lecciones  acerca del comportamiento del poder y del sometimiento, todo bajo el registro del humor.

Nosotros no debemos caer en la tentación de ser malos payasos que olvidaron su origen y que se prestan para servir de entretenimiento social ante las cortes políticas y financieras de nuestro tiempo. Debemos recuperar y no vender ni alquilar jamás nuestro papel de críticos, debemos señalar la verruga en la nariz de los señores y la llaga de nuestra sociedad. Esto probablemente nos traerá dificultades para realizar nuestros montajes, para movilizar nuestro carromato y para sobrevivir; probablemente seremos perseguidos y excomulgados; pero debemos asumir el reto, porque no estamos hablando de un teatro de complacencia y de ricos telones, sino de un teatro comprometido con la verdad, la belleza y la dignidad; de un teatro que retorna a su origen comunitario y convoca al fuego purificador del arte.

Tenemos el compromiso y la misión de contar la verdadera historia del pueblo, esa historia manipulada y adulterada por los caciques de turno. Tenemos el deber sagrado de proporcionar al pueblo la oportunidad de vislumbrar un mundo mejor. El teatro es una aventura, pero no se trata de un azar. La aventura consiste en el descubrimiento constante de que aún podemos aprender no sólo una técnica actoral, sino también la manera de “ser” en un mundo que cada día apuesta por la autodestrucción y la desesperanza. Se trata de una aventura consciente, con un objetivo claro.

Insisto en que si tales verdades nos incomodan o no estamos dispuestos a pagar con disciplina, búsqueda, honestidad y creatividad nuestra presencia en los escenarios, mejor es que hagamos mutis definitivo y abandonemos la idea de hacer teatro. Dejemos el espacio escénico para otros que sí comprenden las implicaciones de ser actor. Dedíquense a la venta de bienes raíces, a la política, a la aviación, al periodismo; administren una librería o una bodega. Esos también pueden ser oficios dignos para ustedes, siempre que antepongan ética y verdad a sus acciones. Pero por favor no rebajemos la función del teatro a simple modus vivendi o pasatiempo.

Si comprendemos bien que el teatro es un juego, pero un juego serio, entonces tal vez estemos listos para iniciarnos como actores, actrices, directores, productores, escenógrafos, luminotécnicos, sonidistas; para “ser” los verdaderos artistas y seres humanos que requiere nuestro tiempo.

* Escritor, teatrista, artista visual y gestor cultural de Honduras.

El original de la carta está fechado el siete de febrero de 2007

 

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