José Luis Fiori / De la guerra

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Entre 1495 y 1975, las grandes potencias estuvieron en guerra durante el 75 por ciento del tiempo, comenzando una nueva guerra cada siete u ocho años.  Asimismo, en los años más pacíficos de este período, entre 1816 y 1913, estas potencias hicieron cerca de 100 guerras coloniales.

 

Y al contrario de las expectativas, a cada nuevo siglo, las guerras fueron más intensas y violentas que en el siglo anterior. (J. Levy, “War in the modern Great Power System”, Ky Lexington, 1983). Por eso, se puede decir que las guerras fueron la principal actividad de los Estados nacionales europeos, durante sus cinco siglos de existencia, y ahora de nuevo, el siglo XXI ya comenzó bajo el signo de las armas. 

Aunque a pesar de eso, sigue siendo tabú hablar y analizar objetivamente el papel de las guerras en la formación, en la evolución y en el futuro del sistema inter-estatal capitalista, que fue “inventado” por los europeos, en los siglos XVI y XVII, y sólo se transformó en un fenómeno universal en el siglo XX. Tal vez, porque sea muy doloroso aceptar que las guerras no son un fenómeno excepcional, ni resultan de una “necesidad económica”. O Porque sea muy difícil de entender que ellas seguirán existiendo, incluso aunque no ocurran enfrentamientos atómicos entre las grandes p  otencias, porque ellas no precisan ser frenadas para cumplir su “papel” dentro del sistema inter-estatal. Basta que sean planificadas de manera complementaria y competitiva.

A primera vista todo esto parece medio absurdo y paradojal. Pero todo queda más claro cuando se mira hacia el comienzo de esta historia, y se entiende que el sistema mundial en que vivimos, fue una conquista progresiva de los primeros estados nacionales europeos. Y desde sus primeros pasos, este sistema nunca más dejó de expandirse, “liderado” por el crecimiento competitivo e imperial de sus Grandes Potencias, que luchan permanentemente para mantener o avanzar su posición relativa dentro del sistema.

Por esto tiene razón politólogo norteamericano, John Mearsheimer, cuando dice que “las grandes potencias tienen un comportamiento agresivo no porque ellas quieran, sino por ellas tienen que buscar acumular más poder si quieren maximizar sus probabilidades de sobrevivencia, porque el sistema internacional crea incentivos poderosos para que los estados estén siempre procurando oportunidades de ganar más poder a costa de sus rivales…” (Mearsheimer, “The tragedy of the great powers”, 2001, pag. 21).

En este proceso competitivo la guerra ,o la amenaza de la guerra, fue el principal instrumento estratégico utilizado por los Estados nacionales para acumular poder y definir la jerarquía mundial. Y las potencias vencedoras –que se transformaron en “líderes” del sistema– fueron las que consiguieron conquistar y mantener el control monopólico de las “tecnologías sensibles” de uso militar.

A su vez, esta competencia por la avanzada tecnológica, y por el control monopólico de los demás recursos bélicos, dio origen a una dinámica automática y progresiva de preparación continua para las guerras. En una disputa que apunta, todo el tiempo, en la dirección de un imperio único y universal.  Aunque, paradojalmente, este imperio no podrá ser alcanzado sin que el sistema mundial pierda su capacidad conjunta de seguirse expandiendo.

¿Por qué? Porque la victoria y la constitución de un imperio mundial sería siempre la victoria de un Estado nacional específico. De aquel Estado que fuese capaz de imponer su voluntad y monopolizar el poder, hasta el límite de la desaparición de sus competidores. Si eso ocurriese, por consiguiente, acabaría la competencia entre los Estados, y en este caso, los Estado no tendrían cómo seguir aumentando su propio poder. O sea, en este sistema inter-estatal, inventado por los europeos, la existencia de adversarios es indispensable para que haya expansión y acumulación del poder, y la preparación continua para la guerra es el factor que ordena el propio sistema.

Asimismo, como la “potencia líder” también precisa seguir acumulando poder, para mantener su posición relativa, ella misma acaba atropellando las instituciones y los acuerdos internacionales que ayudó a crear en un momento anterior. Ella es quién tiene mayor poder relativo dentro del sistema, y por ello, ella es la que acaba siendo, casi siempre, la gran desestabilizadora de cualquier orden internacional establecido.

Ahora bien, la preparación para la guerra, y las propias guerras, nunca impedirán la complementariedad económica y la integración comercial y financiera, entre todos los Estados involucrados en los conflictos. Por lo contrario, la mutua dependencia económica siempre fue una pieza esencial de la propia competencia. Unas veces predominó el conflicto, otras la complementariedad, pero fue esta “dialéctica” que se transformó en el verdadero motor político-económico del sistema inter-estatal capitalista, y en el gran secreto de la victoria europea, sobre el resto del mundo, a partir del Siglo XVII.

Entre 1650 y 1950, Inglaterra participó de 110 guerras, aproximadamente, dentro y fuera de Europa, o sea, un promedio de una guerra cada tres años. Y entre 1783 y 1991, los Estados Unidos participaron en casi 80 guerras, dentro y fuera de América, o sea, un promedio también de una cada tres años. (M.Coldfelter, “Warfare and armed conflicts”, Mc Farland, Londres, 2002). Como resultado, en este inicio del siglo XXI, los Estados Unidos tienen acuerdos militares con cerca de 130 países alrededor del mundo, y mantienen más de 700 bases militares fuera de su territorio.

Y con todo eso, deben seguirse expandiendo –independientemente de cual sea su gobierno– sin tener que dañar necesariamente el derecho internacional, y sin tener que dar explicaciones a nadie. Por esto, suena absolutamente cómica e innecesaria la justificación de que las nuevas bases militares de los Estados Unidos en Colombia tiene que ver con el combate al narcotráfico o a la guerrilla local, así como los argumentos que asocian la instalación del escudo anti-misiles de los EE.UU., en la frontera con Rusia, con el control y bloqueo de los cohetes iraníes.

Como suena ridícula, en este contexto, la evocación del “principio básico de la no injerencia” en la defensa de las decisiones colombianas, polacas o checas. En este “juego” no hay límites y por más lamentable que sea, los “neutros” son irrelevantes o sucumben, y solo les quedan dos alternativas a los que no aceptan aliarse o someterse a la potencia expansiva: en el caso de los más débiles, protestar; en el caso de los demás, defenderse..

José Luis Fiori es miembro del Consejo Editorial de www.sinpermiso.info. Traducción de Carlos Abel Suárez

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