Joseph E. Stiglitz / La crisis en el vientre del monstruo: un millón de millones

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Lo que el presidente electo Barack Obama deberá hacer es terriblemente complejo, pero también muy claro. Primero, debe impedir que la economía siga deslizándose hacia las garras de la recesión; luego tiene que alentar una recuperación sólida, preferiblemente que apoye las necesidades a largo plazo de Estados Unidos: reparar nuestras olvidadas obras públicas; revigorizar nuestro liderazgo tecnológico; hacer más verde nuestra sociedad; solucionar los problemas de salud pública, curar nuestras divisiones sociales y económicas –y recuperar el pacto social.

 

No será fácil. La deuda que deja el legado de Bush y la oposición de los que se benefician del status quo son importantes obstáculos.

Hay consenso creciente entre los economistas de que hace falta un gran estímulo –uno muy grande–, de al menos entre 600.000 millones y un billón de dólares en dos años. La meta anunciada por el señor Obama de 2.5 millones de nuevos empleos para 2011 es demasiado modesta. En los próximos dos años, casi cuatro millones de trabajadores se sumarán a la fuerza de trabajo –o lo harían si hubiera empleos–. Considerando la pérdida de fuentes de trabajo registrada este año, eso significa que debiéramos crear más de cinco millones de empleos.

Un gran paquete de estímulo puede ser recortado más tarde si no hace falta, ya que la economía se recupera más rápidamente de lo que cree la mayoría de los economistas. Pero necesitamos planificar para lo que parece  una caída profunda y prolongada. Al depender en gran medida en estabilizadores automáticos –gastos como el incremento de los beneficios de desempleo y compartir ingresos con los estados– podemos dosificar la medicina según haga falta. Mientras más honda y larga sea la caída, más habrá que gastar.

Sería una insensatez tomar medidas tímidas. Una economía más débil sufrirá de menores ingresos por impuestos, más ejecuciones hipotecarias y más quiebras. Cuando una firma va a la quiebra, no se la puede recuperar brindándole posteriormente un estímulo mayor.

Hay otros principios elementales que ayudan a guiar el diseño de un buen estímulo. Por ejemplo el gobierno podría pagar temporalmente –por medio de un crédito de impuestos– parte del costo de nuevas inversiones privadas para compañías que gastan más de 80 por ciento, digamos, de lo que hayan gastado anualmente en años recientes en equipamiento como computadoras y maquinaria. Esto sería un empuje de mucha potencia y bajo costo.

Los seguidores actuales de Hoover dirán que el déficit en aumento y la deuda nacional significan que no podamos darnos el lujo de un gran paquete de estímulos. Aunque actualmente están recibiendo miles de millones de dólares en ayuda, una vez que tengan su dinero algunos del sector financiero argumentarán que la economía no se recuperará hasta que se restaure la confianza, y que esa confianza no será restaurada hasta que disminuya el déficit. Pero es imposible restaurar la confianza cuando la economía está en ruinas.

Si millones de estadounidenses no tienen trabajo y cientos de miles de negocios van a la quiebra, no habrá “confianza”. Esa es la realidad. Para evitar eso, necesitamos un gran estímulo. Pero también cuenta lo que se hace con el dinero. Hay que gastarlo cuidadosamente para garantizar que cada dólar brinde tanto estímulo como sea posible, mientras que también contribuya al crecimiento a largo plazo.

Por eso es importante reestructurar el Programa de auxilio a valores en problemas. El secretario del Tesoro Henry Paulson ya entregó cerca de los US$ 700 mil millones bajo términos muy generosos –y sin las restricciones adecuadas para el uso de ese dinero

La intención del programa no era sencillamente dar dinero a los bancos, sino obligarlos a incrementar los préstamos. No ha funcionado, así que es necesario cambiarlo. Si los contribuyentes vuelcan su dinero en los bancos, entonces a los bancos no se les debe permitir repartir ese dinero como dividendos a sus accionistas o como bonos para sus ejecutivos. Ni tampoco se les debiera permitir usar el efectivo para comprar bancos sanos, como un esfuerzo adicional para convertirse en “demasiado grandes para fracasar”.

La presidencia de Obama no debiera considerar el plan Paulson como inmutable solo porque “un trato es un trato”. Los bancos sabían que había un quid pro quo. Además, los términos de la relación entre los bancos y el gobierno (incluyendo la Reserva Federal) han sido ajustados repetidamente, aunque casi siempre a favor de las compañías financieras. La Reserva acostumbraba a aceptar solamente como colateral billetes del Tesoro cuando prestaba dinero a los bancos. Ahora acepta valores en peligro –basura.

Los habitantes de EEUU temen perder sus empleos con razón y, con el trabajo, su seguro de salud y su casa. Necesitamos brindar seguro de salud a los desempleados y a los no asegurados, y tenemos que hacerlo con rapidez, posiblemente por medio de un Medicare ampliado y más eficiente.

También tenemos que detener la avalancha de ejecuciones hipotecarías. Por medio de las deducciones de impuestos, el gobierno federal paga hasta 50 por ciento de los costos de la hipoteca de los sectores de ingresos más altos. Si tratáramos a los pobres de la misma manera que tratamos a los ricos, más personas podrían pagar su casa.

Necesitamos, además, cambiar las leyes de quiebra para ayudar a los propietarios de su vivienda. Hemos hecho más expedita la bancarrota para los negocios, para que puedan mantenerse cuando tienen problemas financieros. Debiéramos hacer lo mismo para los propietarios de una vivienda. No es bueno para nadie que se eche de su casa a los estadounidenses pobres y de ingresos medios. Las viviendas vacías arruinan los vecindarios. Una ley de bancarrota expedita permitiría la reestructuración de la hipoteca de millones de norteamericanos que deben más de lo que su casa vale.

La desregulación y la no adopción de regulaciones para cubrir nuevos productos financieros riesgosos han contribuido mucho a los actuales problemas. Hasta ahora, simplemente hemos dado más dinero a los bancos para que lo gasten imprudentemente. Hemos hecho poco por cambiar los incentivos o las restricciones a los bancos.

La confianza es importante, pero no será restaurada si la economía es débil o si los norteamericanos creen que el sistema está arreglado en su contra. Si no se cambia el programa de valores y si no se imponen las regulaciones para cambiar el comportamiento de los que nos metieron en esta situación –los que se enriquecieron a costa de sus accionistas– no volverá la confianza; Los que nos colocaron en esta crisis no pueden tener una influencia indebida en la formulación de la respuesta.

Estados Unidos tiene grandes valores, incluyendo una fuerza productiva de trabajo y las mejores universidades del mundo. Hasta ahora ninguno de esos valores ha sido dañado por las locuras de Wall Street. Estas fuerzas, ligadas a un paquete sensato y justo de estímulo económico y a regulaciones legales, ayudarán a la recuperación de nuestra economía.

Profesor de Economía en la Universidad de Columbia, presidente del Consejo de Asesores Económicos de 1995 a 1997 y Premio Nobel de Economía 2001.
En www.nytimes.com

 

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