JUÁREZ, LA MUERTE DEL EMPERADOR Y LA REPÚBLICA

1.997

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Hasta los años que fueron la antesala de La Reforma, la Guerra de Tres Años y la segunda intervención francesa, el 80% de la población se dedicaba a actividades del campo. Los principales cultivos eran maíz, frijol (porotos), trigo y chile (ají), que se destinaban a la alimentación de la mayoría de la población, al consumo interno. Además, se cultivaban caña de azúcar, café y tabaco; pero estos seguían el curso de la exportación o la satisfacción de necesidades de las clases pudientes.

Otra parte de la población encontraba acomodo en la minería y las manufacturas; sin embargo la primera había sufrido un descenso de productividad motivado por las guerras constantes. Las minas se encontraban en mal estado: unas abandonadas (los dueños eran españoles que se volvieron a su patria), otras inundadas.

Las manufacturas, prioritariamente textiles, sufrieron un descalabro merced a un fenómeno parecido a lo que sucede en la actualidad: los que serían los estados confederados en la Guerra de Secesión norteamericana (los sureños) comenzaron a introducir sus productos de mejor calidad y más baratos, inclusive se propició el contrabando, con lo que la producción interna de algodón y productos terminados fabricados en los obrajes y pequeños talleres que funcionaban desde la Colonia y que daban ocupación y vestimenta a indios. Esta situación afectaba a las clases desfavorecidas, puesto que las acomodadas, desde tiempo atrás, se surtían de telas y ropajes importados de Europa (España y Francia).

De tal suerte, la tierra seguía siendo la principal –o única– fuente de riqueza. Una economía carente de mercado interno y cerrada, solamente permitía la prosperidad de los caballeros del dinero mediante el acaparamiento de terrenos destinados a la producción para la exportación; y el camino para ello fue el despojo en perjuicio de la pequeña propiedad rústica, de tierras comunales que fueron otorgadas a los pueblos indígenas desde los primeros tiempos de la Colonia, mediante argucias de carácter legaloide. Así fueron conformándose las grandes haciendas.

Ya habíamos dicho que discrepábamos de otros autores que afirman que esta particularidad constituyó un símil de la acumulación originaria del capital ocurrida en Europa. ¿Por qué?; porque no condujo a una liberalización de la mano de obra –la fuerza de trabajo indígena–, sino que los obligó a cambiar de “profesión” mediante la coerción: bien fueron remitidos a las haciendas como peones o reclutados como soldados en tal o cual ejército mediante el procedimiento de leva.

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En tal virtud, el “trabajo” no faltaba, pues –como hemos visto– desde la consumación de la Independencia los pronunciamientos militares estuvieron a la orden del día. Unos llevados a cabo por militares de carrera y, otros, por simples caciques oportunistas que veían en ello la posibilidad de hacerse de poder político para sus fines particulares generalmente de índole económica.

En ese panorama se desenvolvió la principal y larga lucha de los tiempos previos al juarismo: centralistas (que luego serían los conservadores) y los federalistas (liberales).

El federalismo gana terreno en lo político tanto como en lo económico pues fomenta polos de desarrollo (o nuevas instancias de poder) libres del control absoluto del centro de la república. Estos logran cierto grado de independencia recaudatoria gracias al control de aduanas y la creación de puertos para fortalecer el comercio exterior.

Del afincamiento del federalismo se deriva la regionalización del control político y económico. Surgen los grupos y “hombres fuertes” capaces de ejercer su dominio sobre determinadas zonas del país –estados– como contrapeso al poder central –otrora omnímodo– ejercido desde la Presidencia de la República (como fue el caso del largo periodo histórico ocupado por Santa Anna). Así se explica el surgimiento de la Revolución de Ayutla, bajo la dirección de quien fue insurgente, cacique, gobernador y presidente, Juan Álvarez. Y así, en última instancia, se hace posible el sostenimiento del gobierno juarista itinerante y aun en el exilio.

En un Estado centralizado las victorias de los liberales habrían sido imposibles –hubieran tenido que negociar, como en su oportunidad lo hizo Vicente Guerrero con Iturbide–; pero el apoyo militar que brindaron algunos gobernadores que, gracias al federalismo, tenían el control absoluto de sus regiones posibilitó el triunfo de los liberales sobre los conservadores y, luego –merced a circunstancias externas que se conjugaron con las internas–, sobre el segundo Imperio, impuesto desde el extranjero por Napoleón III.

Antes de retomar el punto donde nos quedamos en las entregas anteriores, es de señalar que entre el grupo conservador –durante las Guerras de Reforma– se dan disputas que concluyen con la sustitución en la presidencia conservadora del general Zuloaga por Miguel Miramón; un joven (26 años) y brillante militar quien junto con otro distinguido general –Leonardo Márquez– fue capaz de infligir derrotas significativas al bando liberal que provocaron la muerte de dos connotados militares juaristas: Santos Degollado –emboscado– y Leandro Valle –fusilado deshonrosamente de espaldas al pelotón– después de que perseguían a las guerrillas –más que ejércitos– conservadoras derrotadas que habían ajusticiado al prohombre del liberalismo Melchor Ocampo, quien se había retirado a la vida privada por un distanciamiento con el Benemérito cuando éste se reeligió al concluir la Guerra de Tres Años o de Reforma.

Vale señalar que la permanencia de Benito Juárez en la Presidencia ocurrió merced al otorgamiento de facultades especiales dictadas por el Congreso dadas las circunstancias de excepción que vivía el país y no por mero capricho del Ejecutivo. Sin embargo ello provocó el desacuerdo y retirada –como dijimos– de Ocampo y otros personajes como el general González Ortega, quien en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia debía sustituir a Juárez. Y es en ese escenario que forzado por la ruina del erario público motivada por las guerras, que se decreta la suspensión de la deuda y acarrea el inicuo plan fraguado por las potencias extranjeras de invadir México.

Inicuo, porque la moratoria se planteaba a dos años (como se dice popularmente: “Debo, no niego; pago, no tengo”); y así lo entendieron España e Inglaterra; pero Francia, como aseveramos antes, tenía planes imperiales para contrarrestar la influencia y dominio estadounidense en el continente americano (antes de la guerra de Secesión y después del Tratado de Guadalupe Hidalgo, hubo corrientes políticas y militares que sugerían anexarse la totalidad del territorio mexicano, intenciones que fueron abortadas por la guerra intestina entre norte industrializado y sur esclavista). Francia cree que ocupando México está en posibilidad de negociar con los Estados Confederados para derrotar al Gobierno de la Unión mediante operaciones conjuntas.

Los franceses se internan en territorio nacional y una vanguardia comandada por Bazaine ocupa la Ciudad de México el 7 de junio de 1863. El día 10 entra el grueso del ejército: al frente, Leonardo Márquez “…con sus tropas de iscariotes” (dice un cronista del juarismo). Atrás, el general Forey acompañado por Juan Nepomuceno Almonte (hijo natural del “Siervo de la Nación”: José María Morelos y Pavón) y Saligni, embajador francés. Aclamados por aquellos que reclamaron “¡Religión y fueros!”, fueron llevados –según las viejas costumbres impuestas por el devoto y piadoso criollaje desde tiempos remotos– a la Catedral donde se ofrecería un Tedeum.

Es de significar que años antes, cuando Benito Juárez fue electo gobernador de su estado natal, Oaxaca, las puertas de los templos fueron cerradas para impedir que tal costumbre fuera llevada a efecto en honor del “pedazo de indio renegrido”, como se refirió Santa Anna al prócer.

Durante los días siguientes, Forey instaura una junta de notables y una regencia de gobierno en la que figuran Almonte, Mariano Salas y el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos (la omnisciencia de la Iglesia en asuntos terrenales). Desde luego se acuerda que el gobierno que rija a México será una monarquía moderada, hereditaria, que será ejercida por un príncipe europeo católico. Las miradas se fijan en el hermano del emperador austriaco Francisco José: el archiduque Maximiliano (Habsburgo) quien había contraído nupcias con la joven princesa (23 años) Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo I de Bélgica (emparentada, por línea materna, con los Borbón-Dos Sicilias). Los imperialistas se muestran jubilosos.

Entretanto, los republicanos van reorganizando sus fuerzas militares.

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La regencia designa a un grupo de dignatarios para ir a Miramar a oficializar lo que ya está decidido desde las altas esferas de la política francesa: ofrecer la corona a Maximiliano y Carlota. Los comisionados hicieron creer al príncipe que la mayoría del pueblo mexicano estaba de acuerdo en su elevación al trono mexicano. Tal que el 10 de abril de 1864 el abad de Miramar asistido por dos sacerdotes (uno de ellos mexicano) se presentó a escuchar el juramento del Habsburgo:

“Yo, Maximiliano, Emperador de México, juro por los Santos Evangelios procurar por todos los medios que estén a mi alcance el bienestar y prosperidad de la nación, defender su independencia y conservar la integridad del territorio”.

El día 20, SS. MM. llegaron a Roma para recibir la bendición del papa Pío IX; y el 28 de mayo arribaron a Veracruz.

Juárez despacha desde San Luis Potosí; pero la adversidad se encarga de hacerlo buscar otros lugares. Los generales conservadores ocupan gran parte del centro del país y, para colmo, algunas voces dentro de la resistencia quieren despojarlo de la presidencia y entregársela a González Ortega, presidente de la Suprema Corte de Justicia, con el fin de que llegue a un acuerdo con Maximiliano.

Pero a él le asiste la razón del derecho estampada en la Constitución y convence a los inconformes de que no se puede buscar acuerdos con quienes blanden espadas y apuntan cañones contra la República, que no contra él. No se debe pactar con invasores apoyados por ejércitos extranjeros. Retener el poder no obedece a motivos de índole personal sino al cumplimiento de un mandato, de una responsabilidad a la que le obliga la Carta Magna que él juró cumplir y hacer cumplir. Es menester mostrar entereza ante el enemigo; ceder, aunque sea un poco, significa claudicar. No se puede mostrar debilidad o desorganización en esos adversos momentos.

Estando en Monterrey, llama a Guillermo Prieto para dictarle una respuesta a una misiva que había recibido del emperador en la que le conminaba a sostener una conferencia para poner fin a la guerra a cambio de un puesto destacado en el Imperio. Dice:

… el encargado actualmente de la Presidencia de la República, salido de las masas oscuras del pueblo, sucumbirá […] cumpliendo su juramento, correspondiendo a las esperanzas de la Nación que preside y satisfaciendo las inspiraciones de su consciencia […] Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera de los alcances de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará….

Y en medio de las balas enemigas sale rumbo a Chihuahua. Pequeños triunfos y derrotas; pero los franceses y los conservadores van acercándose al bastión del presidente. Por otro lado, González Ortega comienza a conspirar y se atrae a Prieto y Manuel Doblado. Para colmo, ha perdido a dos de sus hijos en corto tiempo.

Para entonces, los conservadores y el clero se encontraban un tanto decepcionados de su emperador: éste había confirmado las Leyes de Reforma juaristas y ellos estaban siendo desplazados de los puestos políticos y de los mandos militares por los franceses.

Llegó el año de 1866 y la Guerra de Secesión había concluido con el triunfo de la Unión. El presidente Johnson envió dos cartas a Napoleón III en las que mostraba su disgusto por la invasión francesa a una república cuyo liderazgo había sido dado por voluntad mayoritaria y que además tenía todas las simpatías norteamericanas, por lo que la intervención se veía como una amenaza para los Estados Unidos.

En Europa la situación se tornó crítica para Bonaparte (la Guerra Franco-Prusiana), por lo que se vio en la necesidad, ante ambas circunstancias, de inicialmente reducir el número de tropas galesas. Conforme la situación se agravó abandonó al príncipe austriaco a su suerte, la que tuvo que compartir con las sotanas y con las charreteras conservadoras, quienes –ya sin los franceses– empezaron a sufrir derrotas significativas. Dice una canción de la época: “… acábanse en Palacio tertulias, juegos, bailes; agítanse los frailes en fuerza de dolor…”. La crudeza de las batallas no deja espacio para más.

El archiduque, católico y liberal –como Juárez–, fue educado conforme a las nuevas corrientes ideológicas en boga en Europa que tienen claro que “lo que es del César al César y lo que es de Dios es de Dios”, igual que el presidente republicano. Sin embargo, decide unir su suerte y destino a los conservadores, a quienes seguramente en su fuero interno desprecia por sus anacronismos.

Abandonado por Bazaine que responde a las órdenes de Bonaparte y no a las suyas, y frágilmente sostenido por Miguel Miramón que se sintió desplazado por los generales franceses aún con la categoría que le daba el haber sido uno de los militares más brillantes y presidente conservador durante la Guerra de Tres Años, Maximiliano accede a la petición de la joven emperatriz para ir a Europa y conseguir apoyos; entrevistarse con el papa Pío IX para pedirle que solucione la cuestión del concordato y para solicitar a Napoleón III la revocación de la orden de retirada a sus ejércitos.

Los guerrilleros liberales y el populacho se divierten con la desgracia imperial cantando las coplas de la canción arriba referida:

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De la remota playa,
te mira con tristeza
la estúpida nobleza
del mocho y el traidor.

En lo hondo de su pecho
ya sienten su derrota
Adiós, mamá Carlota
adiós mi tierno amor.

Ante el desentendimiento tanto del papa como del sobrino del Corso, la princesa belga empieza a dar signos de alteración de sus facultades mentales.

Al emperador llega la noticia y trata de salir del país; pero recibe la notificación de que su propio hermano, Francisco José de Austria, no le permitirá entrar en sus dominios; mientras que su madre le pide que haga honor a su raza y dinastía y, que si es necesario, caiga con su imperio antes que regresar sin honra. Y asume su infortunio; no queda otro camino.

Juárez presiente la victoria y anuncia: “…México quedará libre absolutamente del triple yugo… (la religión de Estado, las clases privilegiadas y los tratados onerosos con el extranjero)».

El equilibrio de fuerzas fue el sino de esta fase de la guerra. Nuevamente se enfrentaban los antiguos oponentes sin mediación de fuerzas extranjeras. La balanza fue inclinándose a favor de los republicanos. Finalmente, el general Mariano Escobedo sitia y vence a la guardia imperial y a los generales Miramón (quien además fue condiscípulo de aquellos heróicos Niños Héroes que defendieron el Castillo de Chapultepec durante la intervención norteamericana en 1847, aunque no corrió la misma suerte) y Tomás Mejía (aquel que ocupó el centro de la República e hizo que Juárez tuviera que marcharse de San Luis Potosí al norte del país). El lugarteniente del imperio, el sanguinario Leonardo Márquez (por ello llamado “Tigre de Tacubaya”) a quien se atribuyen las muertes de Ocampo, Santos Degollado y Leandro Valle, no pudo acudir en auxilio del emperador porque las fuerzas de Porfirio Díaz lo redujeron, por lo que tuvo que esconderse y después exiliarse en Cuba.

Después de un consejo de guerra y pese a las peticiones de indulto provenientes de personajes notables de varias partes del mundo, aquél sentencia a la pena capital al emperador y sus generales, lo cual se lleva a cabo el 19 de junio de 1867.

La República ha sido restaurada.

Alguien comentó que la derrota del indio Cuauhtémoc a manos del hombre blanco europeo fue cobrada por otro indio –Juárez– acabando con el rubio emperador.

Tal juicio se queda corto. No fue un acto de venganza. Con Juárez se afirma la nacionalidad mexicana, el concepto de Patria y la misma viabilidad como Estado, lo que no es poco. No es poco ante el acoso del expansionismo extranjero y las resistencias al cambio de carácter interno. Juárez es, con mucho, el mexicano más grande de toda la historia.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de íconos a partir de la fotografía.

El capítulo anterior de este ensayo, mayor información sobre el autor y enlaces a los textos que lo anteceden, se encuentran aquí.

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