La fuerza de los de abajo: Los pies, la cabeza y el corazón de Evo Morales

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Isabel Rauber*
Alerta roja, es la frase que podría resumir lo acontecido en Bolivia en la última semana. Bienaventurado sea el gasolinazo si se transforma en sacudón político, en punto de inflexión capaz de revertir la creciente tendencia superestrutural gubernamental a decidir desde arriba sin contar con los de abajo, adoptando la vieja cultura política del poder que considera que gobernar es tarea de quienes supuestamente “saben y tienen razón”, que es cosa de iluminados, o de “tener espalda”.

Pero la revolución es tarea de pueblos, de mayorías conscientes, organizadas, discutiendo y definiendo SU proyecto en la medida que lo van construyendo.

Los pueblos no están sólo para aceptar, apoyar, convalidar o materializar (ejecutar) ideas y decisiones, sino ante todo para protagonizarlas. Esto quiere decir: participar en el proceso de toma de decisiones y en la realización posterior de las mismas, compartiendo responsabilidades.

Si se hubiese discutido el problema del precio de la gasolina y petróleo, etc., con las organizaciones sociales, si hubiese consensuado una medida y los pasos para su implementación, nada de lo ocurrido hubiese pasado. No sé cual habría sido la propuesta, pero los resultados habrían sido diferentes: nadie sale a protestar contra lo que acordó.

Los protagonistas no pueden –ni quieren- enterarse de su historia por los diarios. No es con resoluciones y decretos como se impulsa la revolución democrática y cultural, la clave está en la participación. Se trata de un proceso marcado por la construcción colectiva y requiere llevar los ritmos que esa construcción –y toma de conciencia colectiva- demanden. Cuando se pretende acelerarlo pasando por encima de la participación popular, lo que se evidenciaba como un éxito o acierto posible en el mediano plazo se tornan en un inmediato fracaso.

La prueba está a la vista: apostando por la consulta y participación de los de abajo, ciertamente el camino puede ser más largo y los ritmos más lentos, pero a la larga será más efectivo, profundo y radical. Esta sabiduría no salió de las universidades, se forjó en la experiencia de lucha de los pueblos. En sus prácticas, ellos han delineado y construido las nuevas lógicas de la transformación social desde abajo, es decir, de las revoluciones democráticas-culturales caracterizadas por apelar al desarrollo de la conciencia, la organización y la participación de los de abajo de modo permanente. Y esto no se logra con cursos o conferencias, es ante todo, una resultante de la participación plena de los de abajo en todo el proceso de cambios: desde el diagnóstico y las definiciones hasta la implementación y el control de las decisiones. Éstas no son ya tarea de un grupo de dirigentes sino responsabilidad compartida de todos y todas.

El pueblo consciente, participante y protagonista de las decisiones saldría igualmente a las calles, pero –en tal caso- para reafirmar las medidas del gobierno que serían sus medidas, y para pedir la profundización revolucionaria del proceso.

Lo ocurrido en Bolivia a consecuencia del gasolinazo no se corresponde con ninguna de estas alternativas, pero tampoco significa un rechazo al gobierno que siguen considerando suyo. Es un grito y una manifestación contundente contra una tenue pero creciente forma de gobernar que venía ya mostrándose en algunas decisiones, que pretende ignorar al pueblo como protagonista central del proceso y suplantarlo en la toma de decisiones fundamentales, reencarnando lo peor de la herencia política burguesa-colonial.

Un gobernante revolucionario no se define como tal por el currículo, ni por ser “honrado y bueno” en comparación con los gobernantes tradicionales del sistema; aunque estas cualidades se requieren de forma elemental, su proyección va más allá de lo personal: se relaciona directamente con su capacidad de poner los espacios de poder en función de la transformación revolucionaria, abriéndo las puertas del gobierno al pueblo, construyendo un nuevo tipo de institucionalidad, de legalidad y legitimidad basada en la participación del pueblo en la toma de decisiones políticas (base de la Asamblea Constituyente).

La tarea titánica de los gobernantes revolucionarios no consiste en sustituir al pueblo, ni en “sacar de sus cabezas” buenas leyes, mucho menos para demostrar que son más inteligentes que todos, que tienen razón y que, por ello, “saben gobernar”. Impulsar revoluciones desde los gobiernos pasa por hacer de éstos una herramienta política revolucionaria: desarrollar la conciencia política, abrir la gestión a la participación de los movimientos indígenas, de los movimientos sociales y sindicales, de los sectores populares, construyendo mecanismos colectivos y estableciendo roles y responsabilidades diferenciados, para gobernar el país en conjunto.

Las revoluciones son idénticas a la participación protagónica de sus pueblos; directamente proporcionales a ella. Si, por ejemplo, se aplica esta sencilla ecuación a los procesos populares revolucionarios en curso, a las medidas gubernamentales y sus procedimientos, los resultados saltan a la vista: a menor participación popular, menor contenido y alcance revolucionario, menos revolución. Conclusión: El nudo gordiano estratégico de los procesos revolucionarios no radica en la pertinencia de las resoluciones gubernamentales ni en la sabiduría de los gobernantes y su entorno, sino en la voluntad popular, en su conciencia y organización para participar en las definiciones y soluciones, impulsarlas y sostenerlas.

En el terreno político está claro que saber es poder. En tanto el saber procedente de técnicos y expertos es restringido, reducido a élites y minorías, su poder también es escaso y reducido, acotado a cargos y funciones, a lo que se denomina comúnmente “trabajo profesional”. Por ello, sin negar el valor del trabajo de expertos y asesores, los resultados y las propuestas de sus estudios necesitan siempre ser reevaluadas (cuando no construidas) con el pueblo, con los movimientos indígenas, sindicales y sociales, con el campo popular todo. Sólo en un proceso articulado, conjunto, es posible transformar las propuestas de funcionarios, especialistas o técnicos en decisión política revolucionaria de gobierno y pueblo. En procesos políticos-revolucionarios como el que vive Bolivia hoy, la administración pública –que es la administración de lo público- no puede quedar entrampada en los papeles de los funcionarios; es tema y tarea de la militancia socio-política de los pueblos en las calles de las ciudades, en los campos, en las minas…

Los que tienen la responsabilidad de gobernar tienen la prerrogativa de proponer cambios y la obligación de que sus propuestas tengan fundamentos sólidos. Esto no está en discusión. Pero la otra pata del proceso, la fundamental, la que le da sentido y proyección revolucionaria, consiste en lo siguiente: para que el saber producido arriba sea a la vez poder abajo, tiene que construirse con los de abajo y constituirse en saber/poder de pueblo. Ésa es la tarea política por excelencia de quienes tienen responsabilidades de gobierno en procesos revolucionarios.

Evidenciar esto y ponerlo sobre el tapete es una de las enseñanzas más importantes y trascendentes de los acontecimientos resultantes del gasolinazo: el pueblo reclamó su protagonismo, habló con su líder en su lenguaje de resistencia y lucha, y Evo respondió como militante. Consciente de que rectificar es de sabios, escuchó y comprendió el mensaje de sus compañeros y compañeras y raudamente derogó las resoluciones y decretos, y volvió a poner el la agenda política gubernamental un tema clave: gobernar para el pueblo implica gobernar con el pueblo. Y con ello Evo alumbraba otra lección: para impulsar una revolución desde abajo, no basta con “tener espaldas”, sino los pies en la tierra, el corazón en el pueblo y la cabeza clara de sus responsabilidades como gobernante revolucionario capaz de concertar a los pueblos a protagonizar su historia.

Queda claro entonces que el tema abierto con el gasolinazo no está limitado a economistas, ni expertos, ni periodistas, pertenece al pueblo. Es el pueblo –en su diversidad de identidades, nacionalidades y culturas- quien tiene el poder de cambiar la historia y construirla a su imagen y semejanza.

Por eso, a días de conmemorarse un nuevo aniversario de la constitución del primer gobierno indoamericano en nuestro continente, es posible exclamar, con fuerza y vitalidad:¡Jallalla los pueblos de Bolivia! ¡Jallalla Evo!

*Doctora en Filosofía. Directora de la Revista “Pasado y Presente XXI”; Coordinadora de la red latinoamericana de investigaciones socio-históricas del mismo nombre. Profesora adjunta de la facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana.

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