La hija del guardagujas

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R.W.

En toda región, en los países, en todas las lenguas, en toda literatura se da por hecho la existencia de algunos "monstruos" (en el sentido de "persona de extraordinarias cualidades para desempeñar una actividad determinada"), a los que se alaba, se reproducen sin fatiga una que otra cita y, por lo general, son tan comentados como poco leídos. Y casi nunca comprendidos. Vicente Huidobro es uno de ellos.

 No el único, por cierto; sucede quizá que según pasan los años de la "globalización" inducida por intereses no culturales y contra artísticos se lee menos literatura y más basura. Los grandes escritores terminan convertidos en un manojo de anécdotas –infinitamente repetidas y sacadas de contexto– y en algunas hojas –fotocopias escolares de los dos o tres trabajos que pasan a ser, en el "imaginario lectoril", lo único que escribieron.

Vicente Huidobro (1893/1848), dentro de cuya tumba solitaria de Cartagena –sobre el Pacífico– el epitafio dice que se puede ver el mar, sin duda destaca entre los poetas mayores del castellano; también entre los prosistas de la primera mitad del siglo XX. No demasiadas páginas tienen la fuerza, son tan poderosas como las iniciales, por ejemplo, de su Mío Cid Campeador. También escribió algunos relatos breves.

Así comienza uno:

"Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad a ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todas las semanas, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huesos de la montaña. La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino".

Es La hija del guardagujas, que sus padres aman y cuidan y por ella se desvelan. Padres cansados que:

"Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una creatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma".

El relato tiene algo fantástico, trágico, desmesurado como un sueño desmesurado y, sin embargo, inquietante como una sorpresa que no puede ser de otro modo, que es un hecho conocido, tal vez vivido mucho antes de que se produzca.

Nada menos proclive a la aventura que un convoy ferroviario: avanza por un camino prefijado que no puede abandonar; no obstante –en especial cuando los trenes tenían locomotoras a vapor– casi tanto como las naves que surcan la mar en ellos habitaba un misterio imposible y una ruta desconocida.

Y es eso, la meta atroz que se intuye, lo que cierra el cuento de la hija del guardagujas que vive en un lugar hecho de oscura fantasía por el silbato de las máquinas.

Lo puede leer aquí. Es brevísimo y nocturno.

El retrato del escritor es obra de Pablo Picasso.

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