La humanidad. – LOS RUINOSOS PILARES DEL PROGRESO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

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Hasta los años 60 en la antropología era mayoritario un triste paradigma sobre la vida de ciertas sociedades que llamaba “primitivas”, caracterizadas por la nomadía, la caza y la recolección. Se trataba de una visión altamente complaciente con la ideología ilustrada del Progreso y el ethos capitalista del burgués.

La aceptación de la famosa proclama hobbesiana al respecto de la vida “primitiva”, en cuanto a “brutal, sucia, desagradable, pobre y corta”, dibujaba un panorama de terror y necesidad al borde de la inanición que legitimaba los posteriores avatares autoritarios, explotadores y depredadores de las civilizaciones antiguas y modernas y sus distintos tipos de imperialismo; ya fuese a efectos de colonización, ya fuese a efectos de objetivización de la propia y contingencia versión de la “naturaleza” humana que la cultura económica capitalística construía de forma paradigmática (el famoso homo oeconomicus).

No obstante, a partir de los distintos trabajos etnográficos sobre las sociedades cazadoras-recolectoras y especialmente tras el congreso antropológico “Man the Hunter” (Chicago, 1966) las cosas empezaron a cambiar. Con evidencias etnográficas se probó la inconsistencia de las hipótesis sobre la “brutal y dura naturaleza humana original” y corroboró a desmontar la visión ilustrada que entendía la historia humana como un camino acumulativo de progreso.

A lo largo del siglo XX, especialmente en la segunda mitad del siglo y tras distintos horrores producidos por la civilización occidental, las dos guerras mundiales, el holocausto nazi, Chernobil y las distintas catástrofes nucleares, llovieron muy distintas críticas a la cándida idea ilustrada de progreso, así como al autocomplaciente occidentalismo que a menudo acompañó. Del triunfalismo exhuberante de la época victoriana, con estos dramáticos acontecimientos se pasó a una fría tristeza, incluso al rechazo en el ámbito académico y no sólo académico de la idea progreso, denunciada ahora desde ciertos sectores de la izquierda como mitología burguesa. Y así, por ejemplo, “cepillando la historia a contrapelo”, muy con el espíritu de tiempo Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia transmutaría los términos definiendo el “progreso” como catástrofe. En su conocida tesis novena, a propósito del cuadro de Klee Angelus Novus escribe:

“En él vemos a un ángel que parece estar alejándose de algo mientras lo mira con fijeza. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Ése es el aspecto que debe mostrar necesariamente el ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde se nos presenta una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe, que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies. Querría demorarse, despertar a los muertos y reparar lo destruido. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que se ha aferrado a sus alas, tan fuerte que ya no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que frente a él las ruinas se acumulan hasta el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso” (en Löwy, 2002: 100).

En muy distintas sociedades y épocas ha estado presente la idea del perfeccionamiento, del devenir temporal como una acumulación de mejoras, en las infraestructuras o en los saberes (Nisbet, 1981). No obstante, la moderna idea de progreso que aquí nos interesa no empezó a forjarse hasta finales del siglo XVII, con el pensamiento de personas como Bernard de Fontenelle. Hasta entonces era más común pensar lo contrario; el conocido “siempre tiempos pasados fueron mejores”, ya se ubicase el tiempo idealizado en el Edén o en los clásicos.

La revolución científica del siglo XVI, el hecho de haber superado en astronomía a los propios e idolatrados griegos, las innovaciones de Newton, Keplen o Galileo ayudaron que emergiera una nueva visión fervientemente optimista que pasaría a ser principio axiomático, incluso axial, de la ideología progresista de la Ilustración, de Kant o Condorcet.

La ideología del progreso rápidamente se hibridó con los flujos capitalísticos deviniendo una ideología única y total que, en el siglo XIX, se engarzaría con las teorías evolucionistas para dar una explicación igualmente total de la historia.

La ideología del progreso hermandó tempranamente con los afanes de la industrialización e impulso a los industriales a emprender la colosal tarea del hierro, el carbón y el vapor. Capitalismo, puritanismo y progresismo formaron una poderosa máquina abstracta destinada a regurgitar sustancia para ordenarla en una weltanschauung muy concreta, nada universal.

El puritano espíritu asalariado del primer capitalismo, denunciaba Weber, suponía una continua relegación del goce en virtud de una recompensa que nunca llegaba. La promesa capitalista se reforzaba con esta ideología del progreso, una suerte de exaltado mesianismo del más allá que volvía a justificar el sacrificio del presente en aras del futuro. El puritanismo protestante (en última instancia, también el catolicismo) justificaban la rendición a la Ética del Trabajo y la transmutación de los campesinos y artesanos en “apéndices de la maquinaria” industrial, en virtud a un juego chantajista de castigo/recompensa divino. El progreso como ideología dotaba una nueva mitología secular que abarcaba la empresa humana en la grandiosidad de los siglos, desde el lado secular pero en conjunción con el cristiano, ambos unificados y transversalizados por y en el capital.

Las primeras grandes subversiones en la sociedad industrial, los ludditas en las urbes y los swings en el campo, eran ajenos a esta mística secular. Ajenos al funcionamiento de tal maquinaria abstracta pensaban en términos de presente, prefiriendo incendiar las máquinas que significaban su miseria y alienación antes que rendir pleitesía a la futurología tecnológica.

Aplacados los rebeldes contra el progreso por un ejército que superaba en número al que el Estado había desplegado contra Napoleón, llamados al orden por los sindicatos recién legalizados, sojuzgados por los dispositivos panópticos y las leyes entorno a las workhouses y poorhouses, la ideología del progreso comenzó a hacer mella. Tal ideología fue utilizada en contra de ellos para doblegarlos al imperativo del capital-máquina, aunque lo cierto es que no terminó por volverse hegemónica hasta la segunda mitad del siglo, cuando el aumento de la producción y las reivindicaciones del movimiento obrero, después de décadas de miseria atroz, ofrecieron al menos alguna razón para ser un poco más optimista.

La idea del progreso como algo no sólo real sino inevitable se esgrimió en tiempos de la lucha contra las multitudes ludditas, pero triunfó después de ellos. Funcionaba culpabilizando a los masacrados por la máquina y sigue funcionando de tal guisa hasta nuestros días. Frederick Taylor en un alarde de desfachatez acusaba a cualquier trabajador “holgazán” de estar robando no ya a los patronos sino también a sus propios compañeros de trabajo: un obrero debía trabajar con diligencia y dando lo máximo de sí en nombre del progreso, que Taylor concebía casi como una instancia trascendente, encarnación divina del bien común.

La ideología del progreso, en conjunción con el puritanismo y la cultura capitalística, terminó por configurar una nueva weltanschauung dominada por el futuro económico y el determinismo tecnológico (Noble, 2000). Tras las últimas grandes derrotas anti-modernas, en la segunda mitad del siglo XX, en el Reino Unido, la idea-progreso se convertirá en cuando menos mayoritaria.

Desde Occidente, junto con el resto del paquete material-cultural capitalístico se exportará al resto del planeta, fortalecido por nuevas versiones evolucionistas importadas en bruto desde las ciencias naturales.

Estas ideas evolucionistas habían sido ya enunciadas por gente como Saint-Simon o Compte, y serán recogidas incluso por los movimientos revolucionarios a través del pensamiento de Marx y Engels. En la antropología serán desarrolladas a final de siglo por Morgan, Bachofen y Tylor. Inspirados por las teorías de Darwin, éstos definirán la historia de la humanidad como un progreso de lo simple a lo complejo, de lo inferior a lo superior, de lo bruto a lo refinado, lineal, con etapas sucesivas prefiguradas, el salvajismo, la barbarie, la civilización. La historia se transformaba en evolución. La historia se encauzaba.

Se convertía en un recorrido ferroviario, sujeto a rieles y ciertas paradas determinadas; una proyección teleológica fatalmente determinada por la necesidad. Así, “la sociedad capitalista se petrifica –se reifica- como algo natural, como una ‘segunda naturaleza’” (Robins y Webster, 2002: 85). Incluso esto es así en Marx, el cual define el capitalismo como una etapa necesaria (hasta que el propio capitalismo desarrolle los medios de producción y profundice sus propias contradicciones dialécticas), necesaria para otro futuro paradisíaco, el socialismo. Una estación final inevitable, debido al juego dialéctico de la lucha de clases, un desenlace (el inicio de la “verdadera historia de la humanidad”, el milenio secular) que no podía ser sino retardado o acelerado.

¿No se convertía así el marxismo en, como diría Baudrillard, el espejo de la producción capitalista, presa del sino, naturalizando, aunque fuese como etapa, la acumulación y expansión material y cultural del capital?

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Este artículo pretende volver sobre uno de los pilares sobre los que se ha construido la idea de progreso: la aparición de la agricultura. Es entendido esto como un pilar esencial pues es lo que llevará, según esta versión teleológica, a la aparición del estado, la agricultura, las ciudades, en definitiva, la civilización, el progreso.

¿Fue realmente esto un progreso? ¿Describe realmente una sucesión en forma de etapas concatenadas? ¿Irreversibilidad? ¿Fatalismo? ¿Hasta que punto hay linealidades, aunque sean bifurcadas? ¿Hasta que punto gobierna sobre nosotros el sino o, muy por el contrario, como decía César a Bruto en la obra de Shakespeare, nuestro presente lejos de estar dictado por nuestra estrella, se encuentra configurado en las propias decisiones que tomamos?

El fin de este artículo es pensar de nuevo sobre la idea de progreso observando el estado en el que se encuentra este pilar capital, tras las cuatro décadas de crítica antropológica del progreso. Se trata, sin lugar a dudas, de un artículo fuera tiempo, pues este ya no es un tema que esté de moda en el ámbito académico. Pero se trata de un tema que, creo, no deberíamos dejar olvidado.

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El ser humano vivió durante el 99% de su historia de la recolección y de la caza. La agricultura no apareció hasta hace unos 12.000 años de forma precaria e incipiente en el Creciente Fértil. En la que posiblemente sea la primera ciudad de la historia, Çatal Höyuk, fundada hace unos 9.000 años en la península de Anatolia, las prácticas agrícolas eran todavía tan precarias como subsidiarias. La mayoría de su alimentación, a pesar de su sedentarismo, provenía de la caza y de la recolección.

En América la agricultura no apareció hasta el 5000 a.C. Y tan sólo en cinco zonas se ha podido constatar que se haya desarrollado la producción de alimentos de forma original: en el Creciente Fértil, el Sureste chino, los Andes, Mesoamérica y en el Este de América del Norte (Jared Diamond, 1998: 109). En el resto de los espacios ésta se desarrolló por imposición o por imitación. Por otra parte, el ser humano tuvo capacidad cognitiva y técnica desde hace cientos de miles de años para adoptar la agricultura.

Es difícilmente sostenible que no se haya iniciado la producción agrícola durante este largo periodo de tiempo por el hecho de carecer de la idea de cómo hacerlo. Como señala Diamond, cualquier grupo humano que tenga una relación tan íntima con su entorno como los grupos de cazadores-recolectores, capaz de acopiar registros de plantas y pautas ecológicas al nivel que lo hacían ellos, a un nivel tal que a veces rivaliza con los propios conocimientos de los etnobotánicos actuales, cualquier grupo humano así debería ser consciente de cómo ocurre la reproducción vegetal. Y, al fin y al cabo, podemos constatar que no pocas de estas sociedades forrajeras utilizaban técnicas para aumentar la reproducción de ciertas plantas y árboles, como lo es la limpieza del terreno en torno a apreciados árboles frutales para defenderlos de especies vegetales indeseadas y que compiten con estos árboles en su reproducción. No se trataba de un asunto de carencia de know how.

Podemos afirmar sin temor que el ser humano vivió durante un inmenso periodo de tiempo sin querer sedentarizarse y dedicarse a trabajar la tierra. Entonces la pregunta es por qué no surgió la agricultura antes, y también, por qué apareció en tan pocos lugares. ¿No deseaban todas esas gentes el progreso?

Marvin Harris ironizaba sobre la respuesta tradicional de corte progresista que solía darse con respecto a este dilema:

“Los cazadores-recolectores ocupaban todo su tiempo en la búsqueda de lo suficiente para comer. No podían producir un ‘excedente más allá de la subsistencia’ de modo que vivían en el límite de la extinción, padeciendo enfermedades crónicas y hambre. En consecuencia, era natural que desearan establecerse y vivir en aldeas permanentes, pero no se les ocurrió la idea de plantar semillas. Un día, un genio anónimo dejó caer unas simientes en un hoyo y muy pronto se iniciaron los cultivos en forma regular. La gente ya no tenía que trasladarse continuamente en busca de caza y el nuevo tiempo libre favoreció el pensamiento. Este hecho condujo a nuevos y más rápidos progresos en la tecnología y, por ende, a más alimentos –un ‘excedente más allá de la subsistencia’-, lo que, finalmente, hizo posible que algunas personas se apartaran de la agricultura y se convirtieran en artesanos, sacerdotes y gobernantes”.
(Citado en Alcina Franch, 1999: 107).

Este tipo de explicaciones, simplificada de forma ciertamente caricaturesca por Harris, se ha visto desmentida con los trabajos de las últimas cuatro décadas. Marshall Sahlins, uno de los fue uno de los principales disidentes del paradigma antes expuesto, descubrió en esta argumentación el legado de una visión etnocéntrica y burguesa: al considerar al ser humano “primitivo” desde la óptica del ser humano moderno, al atribuirle los deseos y aspiraciones de éste y una tecnología precaria para saciar las necesidades que estos deseos y aspiraciones producen en la actualidad, se concluía que el ser primitivo debía sentirse frustrado y agobiado.

En palabras de Sahlins: “habiéndole atribuido al cazador impulsos burgueses y herramientas paleolíticas juzgamos su situación desesperada por adelantado” (1983: 17). Este mismo error de la antropología progresista había sido denunciado dos siglos antes por Rousseau al respecto de sus contemporáneos y antecesores.

El ginebrino, muy especialmente en relación a Hobbes, advertía que “todos hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han trasplantado al estado de naturaleza ideas que habían tomado en la sociedad; hablaban del hombre salvaje, pero dibujaban al hombre civil” (1998: 119). De tal manera, siendo observable que en nuestras propias sociedades, a pesar de los avanzas tecnológicos, no somos capaces –por cuestiones políticas– de satisfacer las necesidades más básicas de una importante fracción de la población, ¿cómo los primitivos, dotados solamente de un arco con unas flechas, podrían haberlo hecho? Los primitivos debían de ser pobres…

No obstante, la pobreza no tiene por qué guardar relación con el nivel tecnológico, por muy extraño que nos pueda parecer. La pobreza es una relación entre medios y fines, es una cuestión de deseo y carencia, es una cuestión también de representaciones culturales. Como decía Marx, una chabola al lado de una chabola no es riqueza ni pobreza, pero en el momento en que junto a la chabola se ubica un castillo la chabola deviene pobreza.

La Economía Política es la ciencia de la escasez. La necesidad no es evidente por sí misma. Aún a pesar de las llamadas de lo biológico, la necesidad es siempre construida por el deseo: “la carencia es preparada, organizada, en la producción social” (Deleuze y Guattari, 2004a: 35). Así, podemos decir que de lo que trata realmente la Economía Política es de “organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de la producción, hacer que todo el deseo caiga en el gran miedo a carecer, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma” (ibid).

La economía olvida que el deseo no puede ser sino producción, como el elán de Bergson, y lo trata como si fuese carencia y como producto de algo ajeno, las necesidades. Pero, ¿acaso la carencia puede producir? ¿Acaso puede haber movimiento en la ausencia?

La Economía Política parte de un supuesto de necesidades infinitas para medios limitados y trata de cómo adecuarlos de la mejor manera. Pero, como señalaba Polanyi, no es evidente por sí mismo que haya necesidades infinitas ni medios limitados. Puede ocurrir lo contrario. Tenemos aire en abundancia que respirar, pero no de forma perentoria mucha necesidad de surcarlo con aviones. Realmente lo que ha hecho la economía capitalística es producir la carencia (atrapada en el fantasma). Sin embargo existe un camino zen, nos dirá Sahlins, para llegar a la riqueza: teniendo pocas necesidades, produciendo deseo y no carencia, dirían Deleuze y Guattari.

Un camino parecido a este puede ser el de distintos grupos cazadores-recolectores, por eso no deberíamos catalogarlos como pobres sino que, tal vez, como una sociedad de la opulencia; una sociedad de festín o carestía, pero carestía muy esporádica y asimilada como parte de la opulencia, una sociedad de prodigalidad (Sahlins, 1983).

El capitalismo es una creación constante de carencias. Podría decirse que las crea de forma compulsiva, produciendo simulacros deseados. Toda adquisición de productos, en el reino del capital, suele ser al mismo tiempo una privación. De nuevo Sahlins:

“El sistema industrial y de mercado instituye la pobreza de una manera que no tiene parangón alguno y en un grado que hasta nuestros días no se había alcanzado ni aproximadamente. (…) el mercado pone a disposición de los consumidores un deslumbrante conjunto de productos: todas las cosas deseables al alcance de la mano pero nunca del todo al alcance de su mano. Lo que es peor, en este juego de libre elección del consumidor, cada adquisición es al mismo tiempo una privación, porque cada vez que se compra algo se deja de lado otra cosa, en general poco menos deseable, e incluso más deseable en otros aspectos, que podríamos haber tenido en lugar de la otra. (…) La escasez es el juicio dictado por nuestra economía y, por lo tanto, también el axioma que dicta nuestra Economía” (1983, 16).

Pero, aunque el problema real efectivamente guarda relación con la producción sociocultural de la carencia como deseo, va más allá de lo que escribía aquí Sahlins. Pues la privación –la carencia– no se construye sólo en la elección entre productos distintitos sino en el propio producto en sí. Lo que se compra nunca es el producto total que realmente se desea. Quien desea exotismo en el turismo sólo lo encontrará en la postal pues el lugar que simula es, muy posiblemente y como consecuencia de la conjunción del flujo capital-turismo, un no-lugar, un simulacro. La mayoría de las veces no deseamos un simple producto desnudo en su materialidad.

Tal vez sí que sea el caso con la adquisición de ciertos productos, por ejemplo una escoba: deseamos la escoba para barrer, esa escoba. Pero la mayoría de las veces lo que deseamos es toda una puesta en escena a la que no tenemos un acceso en su totalidad. Deseamos mucho más que cierta materialidad: nadie desea simplemente un coche de cierta forma, color y potencia, sino todo un conjunto que lo rodea y se inscribe en él, valores, estatus, sensaciones; sensación de libertad anhelada pero que es frustrada por la realidad congestionada de los atascos o por el precio de la gasolina –y el trabajo que requiere para ser pagada; trabajo siempre como contraparte sacrificial del ocio, cuando no ocio como prolongación del trabajo–.

Aunque evidentemente no todo es tan terrible y en el consumo encontramos grandes dosis de gozo –precisamente lo contrario a la carencia o la pobreza–, es también cierto que, en buena medida, la sociedad del espectáculo produce un volumen realmente alto de carencias y de deseos destinados a convertirse en carencia en tanto que o no tienen contraparte en lo real, que son simulacros, que no se pueden materializar o que solo pueden aspirar a sucedáneos.

Un volumen alto de carencia. Alto en términos relativos. Alto, por ejemplo, en comparación con los grupos cazadores-recolectores que estaban escasamente tocados por la producción de carestía capitalística. Indudablemente, los grupos de cazadores-recolectores eran más felices hace “x” décadas que una vez incluidos por completo en el circuito capitalista y convertidos en obreros, amas de casa, borrachos o prostitutas. Organizaciones de apoyo a los pueblos indígenas como Survival pueden dar fe de esto. La “civilización” es muy probable que no sea un gran progreso para muchos de ellos.

Ahora bien, no quiere esto decir que entre los grupos forrajeros su deseo no produjese carencia –pobreza- ni tampoco que, al igual que a nosotros, los objetos representantes de su deseo no saciasen su apetito de forma demasiado efímera en muchos casos. Pero, según nos informan los relatos etnográficos, la carestía se vivenciaba, muy posiblemente, como menos intensidad.

Entre los San por ejemplo, las posesiones se guardaban caóticamente sin ninguna consideración ni preocuparse demasiado por conservarlas o si se rompían. Los Batek trocaban aparatos radiofónicos por piezas de caza, y descuidaban su uso sin importarle mucho el que se estropeasen. Entre los Mbuti Turnbull observó que un hombre dejaba estropear a su hijo pequeño una pipa que acababa de fabricar alegando que no le importaba demasiado puesto que fácilmente podría reemplazarla. Los objetos construidos socialmente como necesidades podían ser repuestos sin demasiado esfuerzo, siempre había tiempo para ello, y el esfuerzo no era tan penoso como en nuestras jornadas de trabajo.

Para ellos la pérdida de un objeto tal como una cesta, un cinturón o una pipa, en condiciones de normalidad, era menos traumático que para nosotros la pérdida del encanto que nos proporciona tal objeto. Con el fin de conseguir otro más, y otro, desperdiciamos la mitad de nuestra vida de vigilia en largas jornadas en trabajos que no deseamos, incluso odiamos.

En términos de deseo-necesidad no sería justo decir que nosotros seamos más ricos que las sociedades forrajeras. Pero es que la lógica de los sistemas dominación de la civilización capitalista provoca que incluso las necesidades biológicas de subsistencia queden en muchos casos sin saciar.

Suelen citarse apabullantes estadísticas de hambre y desnutrición en el mundo –800 millones de lo primero y unos 2.000 millones de personas desnutridas–, y tal vez sean cifras exageradas, pero lo que parece cierto es que incluso en términos de subsistencia biológica el mundo de hoy es más pobre.

El reformador Tomás Moro se quejaba: “si vais a castigar definitivamente a los que de mayores cometen las infamias que ya desde la niñez se veía que iban a cometer (…) ¿qué otra cosa hacéis, pregunto, sino hacer ladrones, a los que luego vosotros mismos ejecutáis?” Ser mendigo, una consecuencia de la pobreza creada por las pautas de la dominación, era castigado con la pena capital en tiempos de Moro.

En la sociedad actual ocurre algo de lo mismo con los emigrantes que mueren en las pateras o se dejan la piel en las cuchillas de la valla fronteriza. Estas víctimas acaban siendo culpabilizadas: ¿Acaso no carecen de derecho a circular? ¿Por qué iban a tener derecho a ser nómadas donde hay el estriamiento de lo estatal?

El hambre y la desnutrición hoy en día son, sin lugar a ninguna duda, un efecto político. Una condición inmanente al juego económico capitalista. El hambre y la desnutrición son una mera consecuencia de la dominación. Pero, ¿acaso fue esto siempre así? ¿Siempre ha existido explotación económica y dominación política? Bajo muchos regímenes agrícolas e industriales el hambre se ha constituido en una epidemia crónica. ¿Fue alguna vez de forma diferente?

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* La publicación de este trabajo de Fernández de Rota continuará en la edición del viernes 20 de octubre de 2006.

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