La manos sucias del etanol

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Carlos Amorín-Gerardo Iglesias*
Para donde vayan, los ojos sólo encuentran las suaves ondas que el viento esparce sobre los penachos de las cañas, el cielo abierto, azul, unas nubes lejanas, blancas como el azúcar. Para comprenderlo hay que verlo, porque la mente se resiste a imaginar con facilidad un desierto verde tan perfecto como los cañaverales del norte del estado de Sao Paulo.

La zanahoria en la punta de la vara detrás de la cual corre toda la ambición es el etanol, calificado como la “energía limpia” o el “biocombustible del siglo XXI”. El etanol, buque insignia del gobierno brasileño, cuenta con una enorme agroindustria y reposa sobre cientos de miles de trabajadores pobres produciendo en pésimas condiciones de trabajo para atender una parte importante de la demanda mundial de este combustible.

La Rel-UITA, con el apoyo del Sindicato de la Alimentación y Afines de Alemania (NGG), la Central de Trabajadores de Suecia (LO-TCO) y la Federación de Empleados Rurales Asalariados del Estado de Sao Paulo (FERAESP), recogió los testimonios de los trabajadores que están en el origen de esta riqueza, aquellos que sólo son dueños de sus dos manos y de un cuerpo que utilizan para cortar la caña de azúcar en el campo, bajo el sol abrasador o la lluvia torrencial, para llevar un salario de miseria a sus hogares.

Hace pocos días, un equipo de la Rel-UITA integrado por Silvia Martínez, Pedro Dantas, Daniel Santos y Carlos Amorín rodando un documental sobre las condiciones de trabajo de los cortadores de caña de azúcar en esa región.

Junto a la FERAESP, el equipo recorrió una extensa zona cañera, ingresó en varios predios donde se estaba cortando caña, entrevistó a numerosos cortadores en diversas situaciones, a algunos técnicos vinculados a la Universidad de San Carlos y a la Inspección del Trabajo de Araraquara, así como a militantes y dirigentes sindicales.

El trabajo en el terreno confirmó lo que se viene denunciando desde hace varios años, pero pocas veces se ha registrado en video. No por sabida, la realidad encontrada resultó menos impactante. Ante una agroindustria que admite un ingreso de 28.000 millones de dólares anuales, que significan en 2 por ciento del PIB nacional, 900 mil cortadores de caña apenas pueden ganar lo suficiente para no morir de hambre junto a sus familias.

La tarea del corte de la caña es en sí enormemente penosa y físicamente desgastante. Cada mañana los trabajadores se lanzan sobre el surco de caña con el machete en la mano sabiendo que centenares de metros más adelante, después de haber cortado 10 o 12 toneladas de caña, apenas habrán ganado lo mínimamente necesario para comprar algunos alimentos y, en el caso de los trabajadores migrantes, para ocasionalmente enviar algo a sus familias que quedaron lejos.

Cuando el trabajo es una hoguera

La jornada comienza a las 4:30 de la mañana, cuando los trabajadores se levantan a preparar sus viandas –boias frías, en portugués–, ordenar su ropa de trabajo y los guantes que lavaron la noche anterior -libres ahora del negro y pegajoso hollín-, llenar un botellón térmico con cinco litros de agua y tomar un café caliente, si lo hubiera, antes de salir hacia el punto donde un bus los pasará a recoger para llevarlos al campo donde trabajarán ese día.

El viaje puede durar una hora y media y hasta dos horas al final de la zafra, cuando los campos aún sin cortar son los más alejados de los centros poblados. La tarea comienza inmediatamente que se llega al predio seleccionado para devastar ese día, y no se detiene hasta las 11:30 horas, cuando se hace una pausa para almorzar.

Agotados, seguramente con varios litros menos de agua en el cuerpo, los cortadores se arriman al bus desde el cual se extienden unos toldos livianos que ofrecen algo de sombra, se alinean unas pequeñas mesas y algunas butacas plegables.

Desde hace algunos meses, y en teoría, todos los buses deben tener un reservorio de agua potable y fría a disposición de los trabajadores, pero muchos no lo cumplen para ahorrar combustible. Los conductores y propietarios de los buses suelen ser los mismos capataces que subcontratan a los cortadores.

Los recipientes con la comida quedan dentro de los buses, donde la temperatura supera fácilmente los 40 grados. No hay buses con heladera. El alimento, aunque previamente cocinado, muchas veces fermenta y está apenas comestible. En esta precariedad, la higiene brilla por su ausencia. Las infecciones gastrointestinales suelen ser bastante habituales.

Una hora de descanso y de nuevo al cañaveral. El machete pesa más a cada minuto, el calor es sofocante, el polvo que se levanta desde el suelo como residuo de la quema de la caña llena los pulmones, tiñe la saliva de negro.
Algunos terminan más rápido que otros, y para abreviar la espera ayudan a los rezagados. Cualquier cosa con tal de abandonar ese infierno lo antes posible. Son las 16 horas. En el bus de regreso nadie conversa. La energía que queda se aprovecha en beber agua y comer algo si sobró del mediodía.

El transporte va desgranando su carga humana a medida que recorre la ciudad. Llegando a su casa, si está en pareja el trabajador podrá darse un baño, ponerse ropa limpia, pasar un rato con su mujer e hijos, cenar y acostarse hasta el otro día, cuando comenzará otra jornada.

Si está solo seguramente comparte el alojamiento con otros trabajadores, casi siempre migrantes del Norte y el Nordeste brasileño. Tendrá que esperar su turno para bañarse, lavar su ropa de trabajo, comerá algo cocinado rápidamente y se irá a su cama, jergón, o al simple cartón sobre el piso sin tiempo para más nada. Otros, presa del cansancio demoledor, caen vencidos muchas veces sin haber completado alguna de estas tareas.

Al cerrar sus ojos ni siquiera tendrá el consuelo de haber ganado un jornal digno. Si cortó mucho andará arañando los 30 reales, si no rindió tanto, estará muy cerca de los 20. Algo así como 11 dólares. Con eso debe cubrir sus gastos diarios: luz, agua, elementos de limpieza, alimentos, gas.

Los sueños del azúcar, la pesadilla de la caña

Durante el rodaje del video nos encontramos con cortadores de caña que están acampados fuera de las ciudades, debidamente inscritos en las listas del Estado y del sindicato, esperando recibir una parcela de tierra para ser agricultores. También con aquellos que ya están asentados, produciendo, asociándose con otros asentados, profundizando su organización y apoyando a los que aún no han logrado su parcela de tierra.

Es posible que muchos de ellos ignoren sus derechos, pero no sus orígenes, sus raíces. La reforma agraria, una verdadera, profunda y completa, que le dé sentido económico, pero también social, político, cultural y soberano al uso de la tierra es el clamor de estos campesinos que han sido desplazados por la miseria y el hambre para ser integrados a un ejército de mano de obra barata, casi esclava.

Ellos saben en carne propia que la tierra libera cuando es sustento familiar, pero encadena y mata cuando es simple engranaje de una producción industrial.

*Rel-UITA

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