La mujer y el mal: Elogio de las manzanas

1.324

Santiago Alba Rico*

El mal es una manzana. Nadie sabe por qué, pero cuando los grandes pintores del renacimiento (Van der Goes, Cranach el Viejo, Holbein el Joven, Tiziano o Durero) tuvieron que representar la caída de Adán y Eva, poblaron las ramas del árbol prohibido del Paraíso (lignum boni et mali, según la Vulgata), no de bulbosas peras amarillas ni de granadas suntuosas ni de abombadas calabazas sino de rojísimas manzanas de la variedad conocida como winesap o “sangre de Cristo”, encendidas como brasas o farolillos chinos.

En el panel central de El jardín de las delicias de El Bosco, un cuerpo multípodo con cabeza de lechuza -sabiduría pervertida- hace juegos malabares con ellas mientras un poco más atrás, a la derecha, hombres y mujeres desnudos, reokupantes del Edén, las cogen del árbol y las devoran a manos llenas. El gran Tintoretto, por su parte, pintó tres maravillosas que aún podemos ver en la Scuola Grande de San Rocco en Venecia: las manzanas tal y como eran -precisamente- antes de que nadie pudiera verlas, puras, incomestibles, instaladas en un aura sin hombres ni deseos ni dolores.

La elección de la manzana puede explicarse en el marco del imaginario agrícola y masculino de la época: una fruta palaciega, dulce y hermosa, metafóricamente asociada a la mejilla femenina (mala en latín) y al pecho apetitoso y nutricio de las mujeres; y que, como la propia belleza de Eva, podía ocultar, bajo su piel seductora, un veneno corruptor. Ramón Llul, el teólogo, poeta y místico catalán del siglo XIII, muy mujeriego en su juventud, renegó del mundo para entregarse a Cristo después de desnudar a una de sus amantes, buscando su pecho, y descubrirlo corroído por un tumor. Las manzanas, como todos sabemos, esconden muchas veces un gusano en su corazón.

Pero que se tratase de la manzana y no de otra fruta tiene que ver también, sin duda, con el hecho simple de una homonimia lingüística que a los pintores del renacimiento, grandes lectores de la Vulgata de San Jerónimo, no podía pasarles desapercibida: el lignum boni et mali, el árbol del conocimiento, no podían imaginarlo de otro modo porque malum en latín quiere decir, al mismo tiempo, Mal y Manzana (como nos recuerda aún el mela italiano y el propio término castellano, mattiana, mala mattiana, por la variedad del jardín de Caius Matius). La mejilla y el pecho femenino son metafóricamente manzanas, pero la manzana es ahora una metonimia del mal que arrastra, en su flujo inmanente, de fruta en fruta, de flor en flor, de cardo en cardo, todos los retoños de la vida. El Mal, dotado de pechos y mejillas, ofrece una Manzana; se ofrece a sí mismo (malum y malum) a los incautos, imagen medieval y cristiana, de terrorífica ambigüedad, que encuentra su emblema en el gesto de la madrastra de Blancanieves, con el alma por fuera, ofreciendo a la niña inocente la roja winesap con el veneno dentro.

El mal ha emponzoñado todas las manzanas, ahora amenazadoras, y las manzanas, por su parte, han endulzado el mal, en el que queremos y no queremos -pero queremos- clavar los dientes.

Todo es mal, ¿o todo es manzana? En el siglo XIX, el gran poeta Leopardi resumía así muchos siglos de pesimismo cósmico destilado directamente a partir de las primeras páginas del Génesis: “Todo es mal. Todo lo que es, es mal; que cada cosa exista es un mal; cada cosa existe a propósito de un mal; la existencia es un mal y está orientada al mal; la finalidad del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo, no son más que males y sólo están dirigidas al mal.

No hay otro bien que el no-ser; sólo es bueno aquello que no es; las cosas que no son cosas: todas las cosas son malas”. Fragmento de su Zibaldone, Leopardi describe un “jardín doliente” en el que cada ramita, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor, cada manzano y cada manzana, están sufriendo sin parar, aquejados de “esa larga enfermedad, la vida” que resbala, contra todo esfuerzo de la voluntad, a favor de todo esfuerzo de la voluntad, hacia la única trágica salida. La belleza del jardín, con todos su colores y aromas, no alegra la vista: “Todo jardín es un hospital”. Y es la imagen del hospital -”mucho más triste que un cementerio”- la que explica, a modo de inversión morbosa, la imagen del Edén florido ahora como un jardín dolido y marchito. Las manzanas también sufren: sufren precisamente el mal que ellas mismas han introducido en el mundo.

La manzana -mejilla, pecho, mujer- es al mismo tiempo el mal y la fuente de todo mal. El Génesis no deja ninguna duda: el deseo pecaminoso de ser como los dioses, de saber tanto como los dioses, vuelca el estado del mundo e introduce el reverso divino -la naturaleza- con su séquito de horrores: el dolor, el trabajo, la enfermedad, el parto fatigoso, todos ellos inseparables del Mal Supremo, causa y efecto de todos los otros males. La Manzana es la Muerte: el hecho de que haya que comer y comer sin parar y de que al comer, lejos de salvarnos, pedaleemos a toda velocidad hacia la sima; el hecho también de que haya que parir y parir sin parar y de que al parir, lejos de salvarnos, multipliquemos el número de los condenados. La mejilla aterciopelada tiene la culpa; el pecho nutricio es la causa de este jardín doliente, de este jardín muriente.

Así lo cuentan los judeo-cristianos, pero también nuestros admirados griegos. También para ellos es una hybris -la voluntad de auparse por encima de la propia condición- la que lleva a Pandora, Eva griega, manzana jónica revestida de todas las dulzuras, a abrir la jarra o ánfora -y no “caja”- que contiene los males del mundo.

¿Cuáles son? Hesíodo no los enumera directamente, pero sí describe en Los trabajos y los días el estado anterior de la humanidad, libre hasta entonces de las fatigas del trabajo, del dolor, de la enfermedad y de la muerte. También para ellos -nuestros admirados griegos- todo el dolor del cosmos procede del pecho nutricio -en el que uno quiere y no quiere hincar el diente- que alimenta al mismo tiempo los cuerpos y la muerte que llevan dentro. “No haber nacido es la mayor de las venturas”, dice Sófocles, “y, una vez nacido, lo menos malo es volver cuanto antes allá de donde uno ha venido”.

La Manzana (malum) es el Mal (malum). La Manzana -mejilla roja, pecho nutricio- es la Muerte. La mujer, reproductora de la vida, es la causa primera -no el cáncer o el infarto o los accidentes de tráfico- de Mortalidad. Pero si la Manzana es el Mal, si la Mejilla es la Muerte, ¿qué es, dónde está el bien? No hay ninguna duda: en la vida macha (mas en latín, mâle en francés) o, si se prefiere, en la vida de soltero.

No me parece una exageración sugerir que, si el pesimismo cósmico está masculinamente ligado al horror del sexo, todas las utopías que describen el estado anterior a la caída -Edén o Edad de Oro- describen sueños cuartelarios o monacales de celibato viril. El gesto de Pandora, nos dice Hesíodo en la Teogonía, es terrible porque suspende el estado ideal del hombre, la soltería, y lo obliga a depender de una mujer si quiere gozar de algunos “cuidados” y evitar al mismo tiempo que “los parientes se repartan su hacienda” tras su muerte.

El pecado original de la mujer la hace paradójicamente, de una sola vez, culpable e imprescindible y es esto último lo que el hombre no puede perdonarle: “huir del matrimonio y de las terribles acciones de las mujeres” conlleva, en razón de su primer pecado, otros males igualmente dolorosos. ¿Casarse o no casarse? Este angustioso dilema que acompaña al pesimismo cósmico masculino -consecuencia del malum femenino- se resolvería si, como sugiere también Eurípides por boca de Jasón, asesino de la pobre Medea asesina, “los hombres pudiesen engendrar hijos de alguna otra manera, de forma que no existiese la raza de las mujeres: así no habría mal alguno para los hombres”.

El jardín del Paraíso del Génesis, la Edad de Oro hesiódica, recogen en realidad la gran utopía macha de un universo sin reproducción y sin cuidados, es decir sin mujeres, como lo demuestra de paso el hecho de que en esos recintos la mujer sólo aparezca como una intrusa, creación secundaria de los dioses, también en términos cronológicos, concebida exclusivamente para explicar el fin del idílico estado cuartelario o, lo que es lo mismo, para explicar tautológicamente la existencia de las mujeres. Pero esto es tanto como admitir sin quererlo que la mujer es causa sua et viris: culpable -o creadora- de sí misma y del mundo. Y si es ella la que tiene que cuidarlo es porque es ella, y no Dios, la que lo ha creado.

El monasterio y el cuartel, como emblemas de la “vida de soltero”, materializan espacialmente la guerra del pesimismo cósmico contra las manzanas. Si hay algún mal, si puede hablarse del Mal en algún sentido, tiene que ver con esa guerra. El Mal es un hueco, está hueco, está en un hueco. El jardín doliente de Leopardi está sólo poblado de cáscaras vacías; cada piedrecita, cada flor, cada hoja es en realidad un agujero; cada cosa es la oquedad de sí misma, su propia negación coloreada. Pero, ¿y si nos dejamos llevar en serio por la polisemia de malum? ¿Y si traducimos, en nombre de la hominimia, cada malum leopardiano por “manzana”? ¿Y si llenamos esos huecos de pulpa roja?

El resultado es sin duda muy cursi, muy hippy, muy alegremente naif, pero es que, al contrario que el pesimismo, enamorado de la abstracción, el optimismo sólo puede fijarse en cosas concretas: “Todo es manzana. Todo lo que es, es manzana; que cada cosa exista es una manzana; la existencia es una manzana y está orientada a las manzanas; la finalidad del universo son las manzanas; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo, no son más que manzanas. No hay otro bien que el ser; sólo es bueno aquello que es; las cosas que son cosas: todas las cosas son manzanas”. ¡Demasiadas manzanas! Demasiadas, sí, es cierto, pero es que hay que elegir, y de esa elección dependen todas las demás, entre las demasiadas manzanas y los demasiados males, entre las cosas y los huecos, entre las mejillas y las calaveras. ¡Que haya manzanas, pechos, mejillas, aunque sea para maldecirlas!

El verdadero contrapunto -refutación y desmentido- del texto de Leopardi es una canción de Violeta Parra; no, como podría pensarse, su “Gracias a la Vida”, tan hermosa como “increíble”, sino su sollozante, rabioso “Maldigo del alto cielo”, donde la poetisa, en lugar de nombrar un principio (cada cosa es un mal), va nombrando precisamente cada cosa -las estrellas, los arroyos, el fuego del horno, el frío y el calor, las nubes, las estaciones, los puertos y las caletas, la luna, los paisajes-, cada pétalo y cada cuerpo, uno por uno, con un dolor tan optimista, con una furia tan concreta que el mundo entero vuelve a crearse, de arriba abajo, de norte a sur, bajo sus golpes de ira. El pesimismo cósmico niega el Todo; el optimismo maldice cada partícula. Los solteros niegan el Ser; las madres y los enamorados maldicen las cucharas y los colores.

El Mal es la Muerte. El Mal está hueco, está en los huecos, donde se acumulan los cadáveres, todos revueltos, sin enterrar. La Muerte ahueca el cosmos. Huecos: las cámaras de gas de Auschwitz, las casas de Sabra y Chatila, el refugio del Amiriya, las fosas comunes de Colombia, las ruinas de Hiroshima, de Dresde, de Bagdad, de Gaza, de Kabul (se pueden nombrar todas las cosas pero no todos los huecos).

Ningún aroma de manzana roja puede borrar el olor perruno de la muerte, adherido ya para siempre al reloj del superviviente, a su sombrero, a la nota de despedida, a la muñeca o el juguete intactos tras la explosión. El cuartel y el monasterio, felicidad de la vida soltera, van vaciando de pétalos los pétalos, de piedras las piedras, de pechos los pechos; y sustituyendo cada concha y cada luna por un agujero.

La Soltería es Lo Primero y quizás también Lo Último; pero entre medias, en el medio, está el mundo, que es una manzana poblada de incontables -pero no infinitas- manzanas. Hace falta un gran optimismo mundano -adicción a lo concreto- para cuidar a un enfermo en Auschwitz, para pelar una patata en Hiroshima, para cantar a un bebé en Palestina, para quitar el polvo a una mesa en Dresde, para enseñar a leer a un niño en Bagdad, para volver a relatar el mundo, cada mañana, en medio de la guerra. Como brasas o lamparillas chinas, son las manzanas rojas, en los árboles de fuera del Paraíso, las que impiden que se cierren completamente las sombras sobre los expulsados.

El pesimismo cósmico es soltero y macho; el capitalismo es soltero y macho. Estadísticamente el optimismo está asociado, en cambio, a eso que de manera convencional llamamos “mujer”. No podemos ser altos si somos bajos ni invisibles si somos cuerpos ni locuaces si somos mudos; pero sí podemos ser “mujeres” si somos hombres.

De la “universalización” de las fatigas y el temperamento de la reproducción -como de la universalización de los derechos, los recursos y los saberes- depende hoy el que, tras haber sido expulsados del Paraíso, los humanos no seamos también expulsados de lo que había fuera: el único sitio -donde aún seguimos y donde aún luchamos- en el que podemos acariciarnos los pechos y las mejillas. Y morir, llegado el caso, no en un hueco sino bajo un manzano1.

1 Agradezco a un trabajo inédito de Clara Serra la trama general -el andamio teórico- de este texto.

*Escritor y filósofo español. Publicado en Bostezo.

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.