La pandilla nuclear cabalga otra vez

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Saul Landau.*

Un grupo de científicos, altos militares y burócratas del gobierno firmaron un pacto informal con el Diablo. El contrato llegó a conocimiento público en agosto de 1945, cuando bombarderos norteamericanos soltaron bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Desde ese entonces, ninguna otra nación ha usado una bomba nuclear.

Miles de experimentos, sin embargo, relacionados con la radiación han sido conducidos y el número de plantas generadoras de energía nuclear ha crecido, así como las promesas de que la energía nuclear es barata, segura y limpia.

Según pasan las décadas la industria nuclear se ha topado, empero, repetidamente con gastos excesivos y “accidentes” serios. Miles de civiles murieron en los alrededores de la planta nuclear de Chernobyl en Ucrania y la planta de Three Mile Island en Pennsylvania casi fue escena de una catástrofe. Aviones de la Fuerza Aérea de EE.UU. soltaron bombas de hidrógeno en el océano cerca de las costas de España e innumerables escapes, incendios y “percances” ocurren en forma rutinaria en las instalaciones nucleares manejadas tanto por militares como por civiles.

En 1980, Jack Willis y yo produjimos Paul Jacobs y la pandilla nuclear para la Red de televisión pública. Nuestro documental mostraba como los funcionarios de gobierno y los expertos en asuntos nucleares coluden para encubrir su incumplimiento de la promesa de producir energía nuclear “barata, segura y limpia”.

Jacobs, un reportero que no fumaba, cubrió las noticias relacionadas con la energía nuclear desde 1950. En 1977, Jacobs fue diagnosticado con cáncer del pulmón, lo que sus doctores atribuyeron a que había respirado partículas de plutonio mientras presenciaba pruebas atómicas conducidas por el gobierno. Jacobs escuchaba con escepticismo las aseveraciones del gobierno en el sentido de que los niveles de radiación cerca del sitio de pruebas en Nevada eran benignos.

En un reportaje escrito en 1957 para The Reporter, Jacobs dijo que su medidor Geiger había detectado una radiación excesiva en una zona “segura”. En el reportaje reveló las mentiras dichas por los portavoces de la Comisión de Energía Atómica (AEC, por las siglas en inglés) sobre los verdaderos niveles de radiación. En forma subrepticia, Jacobs obtuvo –en la Oficina de Salubridad Pública de Las Vegas– un documento secreto que revelaba que la AEC sabía que la supuesta “radiación de bajo nivel” constituía un serio peligro para la salud.

De hecho, gracias a memorandos internos que fueron desclasificados más tarde, Jacobs descubrió que la AEC había clasificado como secreto el informe de salud no para ocultárselo a los expertos soviéticos, que bien sabían de los peligros de la radiación, sino para mantener al público estadounidense en la ignorancia, de modo de que aceptara las pruebas nucleares sin pensar en la posibilidad del cáncer.

En 1977, Willis y yo regresamos con Jacobs a la región “viento abajo” de las explosiones que él había investigado 20 años antes. En el sur de Utah, Jacobs averiguó que las personas que él había entrevistado en ese entonces habían muerto o sufrían de cáncer. En St. George, Utah, directamente “viento abajo” de las pruebas nucleares en Nevada, Jacobs se encontró con una casi-epidemia de cáncer y una población sumida por años en nerviosismo nuclear.

Antes de morir, Jacobs añadió los costos y las pérdidas: el daño causado por las bombas que fueron lanzadas en Japón y los miles de civiles y militares norteamericanos utilizados como cobayos durante la década de 1950. Para probar la reacción de los soldados a las condiciones en un campo de batalla nuclear, el Pentágono les instruyó a cubrirse los ojos y después midió su capacidad para combatir.

Entrevistamos a un sargento Bates, uno de los soldados a quienes ordenaron “cavar una trinchera y agazaparse en ella”. La explosión, dijo Bates, “me lanzó cinco metros en el aire. Todos quedamos enfermos”. En 1977, Bates sufría de cáncer incurable.

Granizos calientes llovieron sobre los civiles “viento abajo” de las explosiones. Más tarde, los civiles oyeron descaradas mentiras de labios de funcionarios de la AEC y las agencias que la reemplazaron, con las que les aseguraban de que los niveles de radiación de las pruebas eran benignos.

La muerte y la enfermedad no desanimaron a la pandilla, que incluía grandes compañías que fabricaban plantas generadoras de energía nuclear. Con el paso de las décadas, varias instalaciones acumularon “desechos calientes” con una longevidad media de miles de años, pero no proveyeron lugares seguros para su entierro. Los residentes de Nevada no quieren esos residuos en su patio (la montaña Yucca). Las naciones pobres de África o India tampoco los quieren. En 1995, marineros rusos virtieron mil toneladas de líquido radioactivo en el Mar del Japón.

La actual atmósfera de crisis relacionada con la energía parece haber causado una amnesia en cuanto a los “percances” nucleares del pasado. Los cabilderos de la industria nuclear han instado a algunos verdes a que convenzan a funcionarios de Obama de que subvencionen sus planes de energía.

Pero, como Jim Snyder reportó en The Hill, ni siquiera los 18.500 millones de dólares que la industria nuclear recibirá de manos del gobierno alcanzará para cubrir los gastos inesperados de “la próxima generación de plantas”. El Instituto de Energía Nuclear –un eufemismo para un grupo de comercio industrial– exigió 20 mil millones de dólares más en garantías de préstamo “para impulsar la muy esperada reactivación industrial”. (21 de junio de 2009)

Antes de costear a la pandilla nuclear, los congresistas deberían leer la larga lista de accidentes reportados. Aquí van dos de los muchos:

1.   Durante dos décadas, a partir de 1950, “miles de trabajadores fueron expuestos, sin su conocimiento, al plutonio y a otros metales sumamente radioactivos en la Planta de Difusión Gaseosa de Paducah, Ky., operada por el Departamento de Energía. Los obreros […] inhalaron polvo radioactivo mientras procesaban esos materiales como parte de un experimento gubernamental para reciclar el combustible utilizado en el reactor nuclear” (The Washington Post, 22 de agosto de 1999.)

2.   En julio del 2000, incendios espontáneos cerca de la planta de Hanford quemaron residuos radioactivos de plutonio, elevando así la radiación ambiental en las ciudades cercanas a mil veces el nivel normal. (http://www.lutins.org/nukes.html )

Después de 64 años, esos individuos que nos prometieron la energía nuclear perfecta todavía nos piden –parados sobre incontables cadáveres– “¡Dennos más tiempo!”


* Cineasta. Miembro del Instituto Para Estudios de Política, con sede en Washington.
En http://progreso-semanal.com

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