La resurrección del cuerpo

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Nieves y Miro Fuenzalida.*

Nuestro amigo del barrio es un hombre feliz, realmente feliz;  pentecostal, cree que después que muera vivirá eternamente junto a Dios, libre de la angustia y el dolor de esta existencia terrenal. Freud acostumbraba decir que en el fondo de nuestro inconsciente estamos convencidos de nuestra inmortalidad y que las creencias que tenemos del mas allá son compromisos que nos permiten vivir con la muerte negando su poder aniquilador.

Ilusiones que realizan los mas viejos y persistentes anhelos de la humanidad. Frustrados aquí en la tierra, inventamos un marco supra terrenal en donde nuestros deseos puedan ser finalmente realizados.

Según Fernando Vidal, profesor del Instituto Max Planck, la discusión de la resurrección del cuerpo seria mejor verla no solo con un interés teológico, sino también como un hilo conductor en la construcción de nuestra noción moderna de lo que significa “identidad personal”. Más allá de la escatología y la ansiedad de la vida, dice, el problema central del discurso cristiano de la resurrección es el de la identidad personal y, en especial, la relacion entre el cuerpo y el alma.

Según los autores cristianos más influyentes ser una persona requiere de la unión del cuerpo y el alma. Ésta no solo desea tener un cuerpo, sino recuperar el que tuvo antes de morir. Cuerpo y deseo son el corazón de la identidad personal y juntos tienden a lograr la perfección humana. La vida después de la muerte necesita del cuerpo original. La muerte no es la liberación del alma de la prisión de la carne, sino la disrupción de la unidad original del ser humano.

La Iglesia consistentemente ha condenado la denigración del cuerpo humano y si han existido practicas ascéticas es para preparar al cuerpo en el recibimiento del espíritu de Dios.

La doctrina de la resurrección de la carne contradice la comprensión dualística de la historia del cuerpo y el alma en el occidente cristiano, a pesar de que nos hemos acostumbrado a ver al cristianismo cogido en lucha entre el alma inmortal que necesita ser redimida y el cuerpo perecible que debe ser mortificado y despreciado. En verdad, la idea que comúnmente se tiene de que en la tradición cristiana ser humano significa ser una “mente encarnada” no es exacta porque potencialmente contiene la idea de una mente desencarnada.

El cristianismo rechaza la posibilidad de que una persona exista sin el compuesto de cuerpo y alma. Una persona “no es alguien que tenga un cuerpo, sino alguien cuya existencia es corporal”.

La resurrección del cuerpo es la mayor promesa y esperanza de la religión cristiana. San Pablo pregunta a los corintios ¿Si predicamos que Cristo se levanto de entre los muertos, como alguien podría decir que los muertos no resucitan? ¿Y si ellos no resucitan, como podríamos decir que Cristo resucita?

Es a este misterio al que una larga tradición de teólogos, filósofos y científicos dedicaron su atención para entender las condiciones de la resurrección, la continuidad del cuerpo terrestre y el cuerpo resucitado y la relacion del cuerpo y la persona. Si la doctrina de la resurrección esta profundamente unida al problema de la identidad es porque, paradójicamente, afirma que el cuerpo resucitado es espiritual y, al mismo tiempo, idéntico al cuerpo carnal que poseemos durante nuestra vida terrenal. Tenemos un organismo que cambia y que, sin embargo, permanece igual.

En palabras de San Agustín… “La carne espiritual estará sujeta al espíritu, pero continuara siendo carne, no espíritu…” Desde el apóstol San Pablo al Papa Benedicto XVI la historia del debate de la resurrección del cuerpo ha girado en torno al callejón sin salida del cuerpo espiritual. El problema no es la resurrección. Aquí no hay duda para el cristiano.

La dificultad conceptual radica en la si mismidad corporal y su relacion con nosotros. Según San Pablo “El cuerpo resucitado será un nuevo cuerpo, inmortal, glorioso, poderoso y espiritual. Pero idéntico con el cuerpo terrestre”… ¿Cómo este nuevo cuerpo puede incluir toda la sustancia original? ¿Cómo el cuerpo resucitado puede ser idéntico con el cuerpo terrestre que cambia y se corrompe? ¿Y si no lo es de que dependerá nuestra identidad?

Al comienzo de la época moderna el discurso de la resurrección empieza a diferenciarse. La poesía y la pintura enfatizan el aspecto carnal. La teología expande la doctrina y los alquimistas y filósofos naturalistas tratan de explicar los procesos que ocurren durante la resurrección.

 La influencia de la metafísica cartesiana cambia todo esto y marca el instante en que se inicia una gradual descorporizacion. El discurso de la unidad sicosomática da paso a la unidad de la mente que ahora se transforma en la característica definitoria de la identidad. El lugar del alma se ubica dentro del cerebro entendido como una estructura en donde el cuerpo y el alma inter actúan produciendo la síntesis de sensaciones, memoria y conocimiento, fundamento de la identidad personal.

Característico del dualismo cartesiano es considerar a la mente como una entidad de naturaleza opuesta y de existencia distinta al cuerpo. Es una conciencia desencarnada a la cual le ocurre, por mera contingencia, co-existir con la vida físico-dinámica. Es cierto que reconoce una cercana conexión con el cuerpo humano, pero no cree que este sea esencial para el ser del yo mental. Es un instrumento útil y, en realidad, necesario para interactuar con el mundo, pero que, en principio, es dispensable.

El ego cartesiano asociado con la cabeza se ubica arriba del cuerpo y desde esa posición lo controla asumiendo la ilusión de la incorporeidad y auto-independencia, vale decir, adoptando el papel de "res cogitans". Al final del siglo XVIII el problema psicológico de la identidad personal triunfa sobre la mismidad numérica del cuerpo. En el siglo siguiente, la investigación se enfoca definitivamente en las localizaciones cerebrales.

Al final del siglo XX el interés se concentra exclusivamente en el cerebro transformándolo en el mayor fetiche de la cultura occidental. El cuerpo ya no es necesario como ideal y el alma pasa a ser una reliquia histórica.

Ciertamente… ¿Para que molestarnos con el cuerpo, entonces? La noción de que estamos entrando a una nueva etapa espiritual, etapa en la que la humanidad dejará atrás la inercia del cuerpo material, encuentra toda su expresión en las ciencias de comunicación digital. Si nuestra personalidad radica en nuestra conciencia y si nuestro cerebro es responsable de ella, solo necesitamos el cerebro, o la parte del cerebro que es el sitio de la conciencia, para resucitar.

Esta fracción cerebral es suficiente. Basta que contenga la información necesaria para definir nuestro ser. Incluso, un programa computacional seria todo lo que necesitamos. El yo resucitado no necesita ser otra cosa mas que el equivalente computacional de mi cerebro. Gracias al desarrollo tecnológico habitaremos en el mas allá cuyo nombre es “cyber espacio”… ¿Realmente? ¿Como un yo descarnado podría evitar transformarse en puro simulacro? Y ¿cómo en un estado de inmortalidad pos orgánica… todavía podríamos ser nosotros?

Si el cuerpo se esfuma en la cultura digital, en cambio, hoy día florece obsesivamente en la vanguardia artística, la cultura popular, el paganismo del movimiento “New Age”, las terapias somáticas, los clubes de gimnasia, los manuales de desarrollo personal y en las ciencias humanas en donde es omnipresente, con su atención dirigida a la construcción del cuerpo y las practicas y discursos que lo gobiernan.

Las múltiples intersecciones entre el mercado, las técnicas biomédicas y el deseo de auto rehacernos colocan al soma, la carne, los órganos, los tejidos, las secuencias genéticas y la corporalidad molecular de nuestra vida individual y colectiva en el centro de una nueva comprensión y transformación de lo que somos como seres humanos. En estas emergentes formas de vida somos nuestro cuerpo. No el cuerpo natural, sino el cuerpo que sirve de base para la realización de diferentes proyectos.

La historia de nuestra identidad, dice Vidal, aparece como la historia de las nociones que tenemos acerca de nuestra si mismidad. Ésta aparece como un objeto transhistorico cuya manifestación y metamorfosis el historiador y el filosofo infiere de los textos filosóficos o religiosos. Si la base ontológica de la si mismidad humana pareciera trascender la contingencia histórica no es porque se piense que no cambia a través del tiempo, sino porque es representada, legitimizada o proyectada a través del tiempo gracias al ejercicio de diferentes practicas (confesiones, autobiografías, memorias, biografías, novelas…). Estas técnicas son constitutivas de ella y, al contrario de lo que se supone, no se aplican a una identidad preexistente.

Ciertamente que como seres humanos existimos independientemente de ellas. Pero, parte de lo que efectivamente somos y hacemos está conectado con nuestras descripciones. Los conceptos tienen su propia eficacia y requieren ser incorporados en nuestras genealogías. Discusiones acerca de la transmigración, la inmortalidad o la resurrección del cuerpo no giraron, ciertamente, en torno a la identidad. Ellos fueron los materiales con los que las nociones de la identidad humana fueron elaboradas y adquirieron existencia.

La concepción moderna de la identidad, igualmente, surge con el desarrollo de nuevos conceptos. La subordinación jerárquica del cuerpo al alma, por ejemplo, da paso ahora a la subordinación de la identidad al cerebro y la conciencia. Lo que las genealogías nos entregan no es un vistazo a nuestra última realidad. Es un vistazo a como vamos constituyendo esa realidad.

De alguna manera la fantasía cristiana de la resurrección, con su énfasis en el cuerpo como lugar crucial de la identidad humana, continua siendo una historia reconfortante para quienes rechazan el poder aniquilante de la muerte o la reducción neurológica de la si mismidad y quieren continuar viviendo eternamente con cuerpo, deseos e historia.



 

 * Escritores y docentes. Residen en Canadá.

 

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