La revolución flaite

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Rebeca Araya Basualto.*

Desde el Domingo 28 de febrero la TV chilena muestra saqueos e incendios provocados; señores con facha de oficinistas patrullando escombros mientras juran que matarán al que intente apropiarse de sus posesiones. Contingentes militares transitan por paisajes surrealistas y señoras huyen con agilidad sorprendente, empujando carros de supermercado llenos de comida, mientras a un lado pasa un hombre cargando un refrigerador en la espalda y tras él, una pareja comparte el peso de un gigantesco televisor.

Desfilan las imágenes y de pronto se me ocurre que si una sociedad convierte en paradigma la división entre "winners" y "losers", sobrevivir en ella nos acerca mucho a los parámetros de los depredadores. Y los depredadores… depredan.

Los winner son en función de lo que tienen. En ese contexto, no es tan raro empezar robando para comer y seguir de largo, quizás con la ilusión que si llegas a tener de nuevo lo suficiente, volverás a ser. O que, como ocurre en cualquier "reality show", un premio codiciable amerita exponer nuestras pequeñas miserias “en vivo y en directo para todo el país” .

Pienso que hace rato se incuba entre nosotros una revolución flaite. Y que el cataclismo que cambió la geografía, también hizo estallar el costo de hacer política con el corazón bien visible a la izquierda y la billetera muy protegida a la derecha. O con discursos públicos cargados de moralina decimonónica y prácticas privadas que ignoran en los hechos lo que se proclama en las tribunas.

He visto en la misma pantalla que hoy recorre un Chile enrevesado por la naturaleza, a señores y señoras que formalmente representan distintos proyectos de sociedad pero, en los hechos, se confunden en un amasijo de intereses cruzados, enriqueciéndose con negocios turbios que prosperan a la vista de todos.

Un ejemplo: alguien en cada municipalidad de cada comuna hoy damnificada, aprobó las obras que alguien, en las constructoras, edificó saltándose normas. Normas que, si se hubiesen respetado, habrían salvado la vida o el patrimonio de muchos el último fin de semana de febrero.

Seguro en esas horas de angustia, más de alguien se preguntó:"¿Si ellos pueden, por qué yo no?". Y estalló la revolución flaite.

Lo "flaite" no es la clase social de los asaltantes, porque en las turbas vimos confundidos a moros y cristianos. Lo “flaite” (lo patibulario, lo delictual, lo amoral) se resumen dos frases: "cada uno se salva solo" y "donde las dan, las tomo". Sencillos principios que conectan los asaltos en las ciudades asoladas y son socialmente transversales.

Como las enormes olas que redefinieron paisajes hasta ayer familiares, se elevó ante los ojos de todos la consecuencia lógica de una sociedad donde competencia y consumo definen la forma de vivir.

Esa consecuencia es una revolución “flaite”. Sin principios, sin valores, sin proyección ni objetivos, que usa el poder de lo colectivo para alcanzar pequeñas metas personales. Que se ampara en la suma de individuos mayoritariamente desconocidos entre sí, que esperan no volver a verse, que no dan ni ofrecen lealtad a nada ni nadie. Sujetos apenas comprometidos con sus particulares motivaciones del instante, en función de las cuales podrían matar o morir cualquiera de estos días frente a nuestros ojos.

Una y otra vez miro, con la fascinación que produce cualquier abismo, las imágenes del país que va emergiendo, tan impredecible y brutal como el terremoto que me despertó la madrugada del último sábado de febrero.

Y me digo que, a menos que cambiemos muchas cosas, las secuelas de las experiencias que proveen imágenes repetidas una y otra vez, podrían terminar desestabilizando piezas importantes del andamiaje que sustenta nuestra convivencia.

* Periodista.

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