La triste épica del »me quiero ir»

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

«Me quiero ir» pareciera es el tópico de las conversaciones en determinados sectores de la sociedad venezolana. Me quiero ir, una mala sombra que obliga a renunciar al clima, a los sabores, a la visión, a los sonidos, al ritmo; desprenderse de lo que se es para intentar encontrarse en lo que tal vez nunca se será.

Como hace pocos años en Buenos Aires, las filas de caraqueños ante las puertas de los consulados de España e Italia se forman antes del amanecer; y también para pedir visas a Canadá y Australia. Como lo fue para los argentinos, también Miami es un destino privilegiado: está ahí mismo.

Miles de venezolanos van y vienen, a la espera de que los papeles se legalicen; entonces los profesionales o hijos de buenas familias dejarán de lavar platos, carros, pasear perros, vender gasolina o limpiar jardines. Como los argentinos del 2000 aprendieron a ahorrar cuando sintieron que el telón bajó sobre sus expectativas.

Se van sin querer irse, sin que los expulsen. Pagan religiosamente su pasaporte, exprimen a parientes, venden lo que haya -o lo que reste-. Por alguna perversión de la historia el sueño no es construir, es abandonar. Se dicen a sí mismos -y les dicen- que no tienen cabida y parten. Hacen una realidad la paradoja de concentrar la desintegración.

Haciendo del morir un poco vivir

fotoDos veces en un cuarto de siglo miles de argentinos abandonaron su país; primero hacia 1975/76 porque la violencia enloquecida, primero, y la fría, loca de la dictadura, después, instalaron la sensación de que cualquiera podía ser la próxima víctima. Y años más tarde, cuando la exitosa política económica del decenio Menem comenzó a licuar las fuentes de trabajo, proceso que aceleró con notable éxito el gobierno que le sucedió.

Los venezolanos que se ven a sí mismos forzados emigrantes son parecidos a los argentinos del segundo período. No sólo quieren irse, o se van, los que han terminado sus estudios, también los que tienen trabajo, los propietarios de pequeñas empresas, profesionales con familia.

 

Buscan horizontes donde creen despejado al horizonte: el primer mundo; allí sí se sacrificarán, agacharán la cabeza, aceptarán alguna humillación con los dientes apretados; la cosa es llegar a ese nunca definido bienestar que se añora.

Hay otra clase de emigrante. Éstos, acicateados por otra miseria, por ejemplo en Perú, irán hacia el sur para instalarse en Chile o en la Argentina. Sucede lo mismo con pobres de Bolivia. Paraguay y Uruguay se desangran cotidianamente con los que parten a Buenos Aires. Hasta pocos años miles chilenos poblaban el área argentina de la Patagonia. Colombianos modestos atraviesan la frontera y se asientan tradicionalmente en Venezuela.

Dos son, entonces, los movimientos migratorios. Uno de pobres que se aventuran en los países vecinos: obreros de la construcción, trabajadores agrícolas, servicio doméstico, una poca de arrebatos callejeros y otra de prostitución. Giran los dineros que pueden a sus familias o forman nuevos grupos familiares. Muchos se las arreglan sin documentos.

La otra migración tiene componentes distintos; reclaman no por la sobrevivencia, sino por un futuro; eligen economías que privilegian el consumo: primer mundo las llaman. En el caso argentino era frecuente la voluntad de regresar al lugar de dónde vinieron los abuelos, que comienzan a sentir como el verdadero al que pertenecen.

Un buen número de la segunda clase de emigrantes -y no sólo de Venezuela y Argentina- elige Estados Unidos. Allí harán casi cualquier cosa, y también un poco de prostitución, para sobrevivir; los jóvenes viven a pleno la aventura: saben que el retorno es posible, que no han quemado naves. Muchos descubren que otra cosa era con guitarra, y se vuelven -o son deportados-.

En estos migrantes siempre hay un componente político no razonado en profundidad. «Saben» que la culpa es del gobierno que les niega oportunidades. Pertenecen a las capas medias de su sociedad, están atados a sus deseos. No quieren un país, quieren «estar bien». Alguien pagará por ello. Mala sombra.

Se organizan los que se quieren ir de Venezuela. Un portal www.mequieroir.com) les ayuda a dar los primeros pasos. Eso sí: sólo para «clase media» rumbo al primer mundo. Para que satisfagan sus aspiraciones.

La audiencia de Me quiero ir está conformada en un 70 por ciento por profesionales y estudiantes, las edades fluctúan entre los 22 y los 45 años. Nivel social ABC+. Todo está dicho.

 

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