La universidad y el Estado: conflictos y falacias

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

No se trata, desde luego, de afirmar los méritos de una a costa de ciertas precariedades de la otra. “He visto rectores mendicantes” afirmaba el profesor Bascuñán en la vieja Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la antigua Universidad de Chile: se refería a la sempiterna necesidad de recursos que necesita la la institución estatal para cumplir, más allá de preparar profesionales, con las obligaciones sociales de la universidad: investigación, por ejemplo; estudio de la “ciencias puras”, por ejemplo; cumplir con el paradigma de la universidad pluralista y abierta a todos, por ejemplo.

En las primera mitad de la década mencionada en la apertura era notorio que el Estado derivaba fondos hacia todos los niveles de la educación particular; sólo que entonces el discurso contemporáneo de que educación es un derecho, sí, pero por el que hay que pagar no tenía la fuerza apotegmática de hoy.

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De hecho en América Latina quienes conducen el desmoronamiento de las universidades públicas –pluralistas, abiertas, gratuitas– son en su enorme mayoría egresados de aquellas. Sólo que, clarividentes, han descubierto las bondades del “chin, caja”.

Quizá en nuestro continente –¿y por qué no en otras tierras?– lo que descubrieron estos estadistas y expertos en educación superior, media o básica es que las finanzas, la indusria, el comercio: la vida empresaria, en suma esas actividades privadas, necesitan, para su desarrollo y enriquecimiento, institutos superiores de enseñanza que a más de licenciar y doctorar –en el mejor de los casos– profesionales hábiles, egresen éstos convencidos de que la necesidad de lucrar a cualquier precio es la ética fundamental y única expectativa para lograr aquello que les machacan a diario: el éxito.

Sólo que éxito en realidad es salida. Y ellos salen de la sociedad arribando a barrios privados, amurallados y armados, para viajar, en un periplo sin fin, una y otra vez a la ciudad y pretender administrar, gobernar, dirigir, interpretar y mandar a quienes no conocen y que a menudo, con mucha razón, desconfían de su discurso.

Redacción

UNIVERSIDAD Y CONFLICTO

 Artículo publicado por Diego Tatián en la revista cultural y política La Intemperie de Córdoba, Argentina. Correo electrónico: laintemperie@gmail.com.

fotoExiste un vocablo griego, raíz de muchas palabras españolas, que designa una ambivalencia esencial de la política: stásis, cuya equivocidad se mantiene hasta hoy. Significa en primer lugar estabilidad, y en esta acepción se inscribe un vocabulario de relevancia tanto física como política, al que pertenecen términos tales como –a partir del latín status- estático, establecimiento, estado. Pero por otra parte, stásis designaba entre los griegos precisamente lo que se manifestaba contra un estado de cosas, es decir una revuelta, una sublevación, un estallido –sustantivo pertinente para referir cosas tan diferentes como la detonación de una bomba, la llegada de la primavera o la emergencia de un conflicto social–.

Lo político puede ser pensado como una dialéctica de estado y estallido, y la calidad de una democracia institucional tendrá mucho que ver con la manera en que un colectivo es capaz de asumir y tratar las contradicciones entre el Estado y los estallidos que desestabilizan su capacidad de gestión y su organigrama. Por eso mismo no comparto el abandono de toda reflexión sobre el Estado para sólo reconocer un interés en los movimientos sociales, según postula la emergente cultura política de las asambleas populares, las democracias directas, o el acontecimiento. Tal vez lo decisivo a pensar sea la relación, y con ello los impactos que iniciativas civiles desreguladas e imprevisibles son capaces de producir en el Estado.

El Estado no piensa –pues pensar supone una mediación respecto de lo real con la que no cuenta– ni transforma. Sólo conserva y ejerce una responsabilidad por lo que efectivamente hay; pura administración pragmática de las fuerzas en conflicto, no puede a partir de sí mismo hacer más que lo que hace, a menos que esas fuerzas se sustraigan a su capacidad de gestionarlas. En ese caso, el límite se desplaza.

El actual conflicto universitario puede ser considerado como un singular estallido democrático, cuyo riesgo mayor es quedar subsumido en una pura exigencia corporativa. Lo cierto es que por primera vez desde hace mucho tiempo, los docentes universitarios en su mayoría y de manera conjunta han asumido una posición política que si bien tiene por origen una legítima demanda salarial, sin dudas la excede.

En una ciudad de nítido perfil universitario como Córdoba, seguramente muy pocos sectores de la sociedad civil son capaces de movilizar una multitud como la reunida en la marcha del último 18 de agosto convocada por el Consejo Superior de la Universidad, los centros de estudiantes y el gremio docente. Asimismo, una ola de asambleas diarias con participación de todos los claustros ha liberado una intensa discusión política que no sólo no es contradictoria con la existencia académica, la producción y la transmisión del conocimiento, sino que incluso es o debiera ser connatural a su rutina.

El efecto hasta el momento más relevante de un reclamo salarial que por ahora permanece sin una respuesta suficiente, es que la universidad pública vuelve a constituirse como un laboratorio democrático y como una fuerza productiva de subjetividades e ideas.

Cada nueva generación de estudiantes que renueva con su presencia en las aulas la confianza en el protagonismo de la educación pública para los destinos de un país, pone en marcha una reflexión y una comprensión por naturaleza interminables que conciernen a las relaciones entre saber y poder, conocimiento y sociedad, historia y transformación, resistiendo con la participación en los asuntos públicos la también antigua y siempre renovada amenaza del “estudiante puro”, cuyo pequeño ideario se reduce a la consigna: “a la Universidad se va a estudiar”, creyendo ingenuamente que se trata de una afirmación exenta de toda política.

También el modelo del “docente puro” y del “investigador puro”, que prospera desde hace algunas décadas y se consolida cada vez más por la extrema profesionalización y la ultraespecialización requeridas por la actual cultura académica, encuentra su límite en la necesidad de preguntas sin rédito que la realidad misma le impone, acerca del sentido del trabajo intelectual y científico, para qué lo realiza y para quién.

Si la Universidad dilapida su historia y abjura de su mejor legado en favor de un modelo que sólo reconoce estudiantes puros, docentes puros e investigadores puros; si se desinteresa de los dramas sociales que exceden su propia circunstancia; si deja morir la responsabilidad por la interrogación pública y la intervención, queda apenas reducida a una burocracia intelectual con mayores o menores niveles de excelencia, que se asigna a sí misma funciones sólo técnicas en el sentido más magro, y se autoconcibe como mero “insumo” del Estado.

Su mejor contribución política, según entiendo, es paradójica y polémica. Consiste en nombrar los conflictos, pensarlos, e incluso producirlos cuando su emergencia radicaliza la existencia democrática. Por eso la medida del actual reclamo universitario no está dada por el éxito que obtenga en los despachos ministeriales (aunque su urgencia sea esa), sino por la marca que la acción y las ideas nacidas de la presente circunstancia sean capaces de dejar en su propia conciencia y manera de pensarse.

LAS UNIVERSIDADES CHILENAS
Y LAS FALACIAS MINISTERIALES

Artículo del profesor Dr. Moreno Peralta, Director Cesal eV Berlín, Alemania

fotoLas deficiencias de la universidad Chilena son tan numerosas y están todas tan interrelacionadas, que parece uno pecar de parcialidad al tratar una cuestión sin mencionar las demás.

Yo quiero referirme a una falacia en especial, la que estoy escuchando durante todo este periodo de transición “a la democracia en la medida de lo posible” en boca de los genios, ministros de educación de la Concertación: “la universidad empresa privada” – la educación es un negocio–. Si ha de ser eficiente y moderna, dice maravilla Bitar, debe regirse por los principios de la empresa privada. ¿Entendería alguien que una empresa fuese a las empresas de la competencia a que le seleccionen su personal?.

La falacia está en que la universidad chilena, publica o privada se nutren de los presupuestos del Estado. Reconociendo el trato preferencial del gobierno por las universidades privadas. Si la universidad pública es comparable a la empresa privada, ¿quiénes son sus accionistas? ¿dónde están sus cuentas de resultado? ¿en qué mercados compiten? ¿cuál es su política de precios?

Maravilla Bitar, y el Consejo de Rectores, paradigma de la libre concurrencia, defienden a rajatabla la privatización de la universidad chilena en general, pero con subvenciones estatales. El desahogo ante cualquier mal negocio para estos dispensadores de prebendas pasa por el erario nacional. ¡Es verdaderamente admirable!. Intentan hacernos creer que son los campeones de la libre concurrencia en la educación, pero con el dinero público.

Si maravilla Bitar y el Consejo de Rectores pretenden que comulguemos con rueda de carretas con las privatizaciones de las universidades públicas, deberían honestamente proclamar su independencia del presupuesto del Estado para las futuras universidades privadas, y evidentemente para las actuales.

La reforma universitaria entre el fraude y la irracionalidad. La reforma de maravilla Bitar ha fracasado. En vez de cambiar la universidad, se ha limitado a revolverla. La universidad concertacionista heredada de la dictadura de marras no se organiza en conjuntos de profesores y estudiantes, sino en conjuntos de comerciantes de la educación y de padrinos políticos. Al olor del cebo, la apacible charca de ranas se ha convertido en un estanque de pirañas.

El error de los ministros de educación concertacionistas, en general, y de maravilla Bitar en particular, ha sido intentar hacer un buen negocio de la universidad privada ante de hacerla democrática. Los estudiantes han tenido que pagar el costo de este irracional proyecto: elevados aranceles de matrícula, y pago mensual, con un crédito de fondo solidario que lo que menos tiene es de solidario. Todo esto apunta a un objetivo claro, esquilmar las familias para que los bancos y los comerciantes de la educación “particulares, iglesias, sectas religiosas, etc. se sigan llenando sus faltriqueras”.

Los planes de estudio, y las grandes decisiones de la administración de la universidad, se cuecen a espalda de la mayoría de los profesores y de los estudiantes. Los representantes de los mandamases de este negociado, responden sólo ante Dios, y San Expedito.

Para maravilla Bitar, y el Consejo de Rectores de universidades chilenas, la reforma universitaria significa cambiar el nombre a las cosas para mostrar que éstas cambian. Una reforma valiente debería haber abordado cambios profundos al modelo de universidad de la dictadura de marras, pero esto último es impensable.

El engendro reformista concertacionista evita cualquier cambio profundo y positivo. Pensar que el año 1968 se hizo en Chile una reforma universitaria que fue elogiada en Latinoamérica y Europa. Frente a ella, estuvieron los profesores Fernando Castillo Velasco, Viterbo Osorio Santelices, Hugo Alonso, Daniel Carrizo, Antonio Mirabé, Osvaldo Mendoza Cosio,René Muñoz de la Fuente; de los dirigentes estudiantes de esta reforma, recuerdo a los hermanos Miguel y Edgardo Enríquez Espinoza, Galvarino Jaramillo P., Juan Gallardo O., Héctor Muñoz Cruz, José Joaquín Brunner, Jaime Ravinet, Alejandro Rojas, etc.

Nuestro lema fue: enseñanza democrática, gratuita y científica. La universidad la entendíamos como la institución capaz de generar ideas, construir pensamientos y transmitir a los estudiantes el conocimiento científico acumulado.

El hundimiento de la universidad de maravilla Bitar, no tiene salvavidas. Para los frustrados y desesperados profesores, quienes siguen creyendo en la prestigiosa universidad en que se formaron en las décadas del sesenta y setenta, siguen dedicándose a ellas con carácter exclusivo. La desazón de quienes confiaban en un cambio de verdad, y nunca esperaban lo que ha llegado a ser la universidad chilena: la liquidación y saqueo de ésta, que cada vez se va quedando más atrasada y sin experimentar la evolución que requieren los tiempos y las personas que preparan.

No es ni mucho menos una institución investigadora, y en consecuencia, se nutre para su docencia de la ciencia y de los conocimientos que han hecho otros países con bastante antelación. La universidad chilena, ha muerto de pasotismo, Es decir: mediocridad, oportunismo, ramplonería, mercantilismo al por mayor, y estupidez, mucha estupidez.

Ante tal situación, a algunos profesores su dignidad les lleva al rechazo global de la universidad chilensis, a su renuncia a ser miembro de ella mientras sigan los fraudes y las irracionalidades. Se cansaron de denunciar y criticar el estrangulamiento de la vida intelectual en las aulas universitarias por jerarquías académicas heredadas, que no se legitiman por su actividad científica, sino por su astucia burocrática.

A la calificación de la universidad como fábrica de cesantes, se añade la de haberse convertido en una institución retardataria de la modernización y del rearme técnico y cultural del país.

Tanto las autoridades como la parte consciente del estamento universitario deben dejar de ser cómplices de los perversos intereses que paralizan la promoción y difusión del conocimiento. En efecto, si no hay cómplices, no puede explicarse que se cometan numerosos fraudes e irracionalidades y que, además, casi nadie atienda las reclamaciones de un modo justo y ni siquiera de una forma razonada.

Como colofón, afirmo, que difícilmente cambiará la universidad mientras la educación en Chile siga siendo concebida como un subsistema de la economía. La educación chilena es más que un fracaso, ha sido y es una estafa.

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