Muere un amigo: el mantel queda tendido y la copa escanciada

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Lo cierto es que murió Camilo; lo sabía —que la muerte era una posibilidad— y no le gustaba mucho la idea, le quedaban algunas cosas por escribir, me dijo; pero no hubo caso: o cedió a esa costumbre que decía Borges tiene la gente (la de morirse) o sencillamente la pequeña inmortalidad real que nace con cada uno no se atrevió. Camilo se fue en Chillán.| LAGOS NILSSON.

 

Deben haberse extrañado al otro lado, porque no murió en la alta madrugada después de larga charla sobre naderías y otros asuntos. Tenía 74 años y un montón de proyectos. También sospechaba anidar un cáncer —pero lo mató el corzón, ese niño terrible que a veces dice basta, el maleducado que casi nunca avisa.

 

Camilo era periodista y lo define una prosa calmada como ya se ve (o se lee) poco: la vieja escuela que dicen, la que decanta con la reflexión y respeto al que la descifrará en un artículo o en un libro. A su modo y de todos modos era un maestro; también para indicar los qué usar, cómo mezclar y el modo de batir un buen aperitivo. Recuerdo que preparaba caipirinha en Caracas, en casa de alguien que tampoco está, Julio Lanzarotti; fue durante los años de exilio. Por esos días supongo que nos hicimos amigos: el tiempo nos había equiparado y ya no era uno el torpe adolescente que le llevó un (más torpe todavía) primer libro a la redacción de Ercilla en 1959.

 

Los tiempos saltan, no siempre obedecen medida exacta; pero tuvimos las primeras largas conversaciones mucho después en Buenos Aires —todavía bajo el sol pálido del extrañamiento— en un muy viejo departamento de la calle Chile cuyos techos trepaban más de cuatro metros por las murallas. El «culpable» es esa etapa fue un amigo común y colega: Ernesto Carmona: ¿podríamos almorzar con Camilo?, tiene algunos problemas de soledad…

 

Comenzaba por entonces en estos terceros mundos la era de la internet y Camilo se afanaba con un libro —y un curso— sobre lo que el universo digital sería para el oficio; el oficio es el periodismo. Por las noches —era invierno y hacía frío— nos afanábamos frente a una Mac Performa premunida de un módem de 14.400Kbps (¿o era de 7.200?). El resto: sueños, notas, intentos, café Cabrales y vino barato. Camilo estuvo algunas semanas en ese departamento, edificio de 1899. Era grato caminar por San Telmo.

 

Y luego otro reencuentro, el final —no, el final será el martes 12 por la mañana en el Mausoleo de los periodistas, en el Cementerio General—, en Santiago de Chile hacia el año 2003: menos ágiles ambos, menos cabello, más canas y la misma sospecha de mi entonces compañera: ¡Camilo! (¿No se quedarán hablando hasta las tantas, o sí?). Nos quedábamos. La gloria era cuando conseguíamos un ron de Venezuela y bebíamos dos o tres raciones en el escritorio (ya no estaba la Performa, en su lugar ronroneaba un G4; las últimas veces que charlamos al G4 lo reemplazaba un iMac: buscamos alguna foto antigua).

 

Pasan cosas cuando un amigo se va; mis amigos no se reproducen ya, los muertos no son reemplazados ¡y son tantos! Pero, en fin, Camilo era así: imprevisible. No dudo que al lugar al que llegó —si se llega a alguna parte— mi gato Lord Byron lo habrá recibido con sus ojos de inescrutable color azul y Camilo, que no era aficionado a los gatos, lo mirará también y le rascará detrás de las orejas. Mi gato era amigo de los intelectuales.

 

Sí, probablemente se encuentren Camilo y Lord Byron; yo los echaré de menos a ambos. Es el precio, qué joder.

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