Las fukushimas potenciales que debemos descartar

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Guillermo Almeyra

Como dice el ecologista brasileño Carlos Walter, el mito de la dominación de la naturaleza es imposible, porque ésta se rebela y no se deja imponer las leyes y voluntades que los capitalistas imponen a sus científicos y técnicos. Japón, como California, están sobre grandes fallas y en los puntos de roce y choque entre las placas submarinas en movimiento.

Sin embargo, Japón tiene 55 plantas atómicas y California, las de Diablo Canyon y San Onofre, que tienen más de 30 años. La confianza ciega en la tecnología y la fe anticientífica en la omnipotencia del saber humano, que puede construir edificios antisísmicos pero no dominarlo todo, llevaron al desastre de Fukushima porque las autoridades excluyeron un sismo de magnitud 8.9, desoyeron desde 2008 a la Organización Internacional de la Energía Atómica que recomendó el cierre de la central porque no podría resistir un sismo superior a 7 grados Richter y, además, desconocieron la posibilidad de que un tsunami pudiese ser tan grande y tan devastador.

En Italia, otro país de terremotos constantes, a pesar de que en los años 90 tres referendos rechazaron la industria nuclear y de la experiencia de Fukushima, el gobierno de Berlusconi sigue por su parte con sus planes de construir una usina atómica en Umbria. La factura de la importación cada vez más cara de petróleo hace en efecto que los gobiernos se alíen con los empresarios de la industria nuclear o, como China, aumenten continuamente la contaminación ambiental mediante la combustión masiva de carbón.

El problema central reside en que la ciencia y la tecnología están en las manos de irresponsables que piensan sólo en costos y ganancias. La dependencia de la ciencia y de la tecnología de las grandes empresas debe ser remplazada urgentemente por una dependencia directa pero de la democracia a nivel local, regional, mundial. O sea, por una discusión sobre las opciones energéticas, científicas, tecnológicas que sea previa a la adopción de las mismas y en la que los técnicos y los científicos y la academia informen a la población para que ésta pueda decidir conscientemente qué hacer en su territorio, en vez de dejar que los capitalistas le cuelguen una espada de Damocles sobre la cabeza.

La población, no los empresarios soyeros, debe decidir qué se siembra, debe decidir si se sigue o no plantando granos para quemarlos como combustible, encareciendo así los alimentos y deforestando; debe decidir cómo se prepara desde ya la transición inevitable a otro modelo energético no dependiente de los combustibles fósiles ni de la peligrosísima industria nuclear.

Debe decidir sobre la relación entre producción y ambiente del mismo modo que discute la asignación de los recursos presupuestarios. La supervivencia de la especie humana y de las demás especies, que está amenazada por la pesca sin límites, por la deforestación, por la contaminación, por las radiaciones, es algo demasiado grave como para dejarlo en manos de capitalistas que sólo piensan en el lucro o en especialistasinconscientes desde el punto de vista social y serviles ante las exigencias criminales de sus patrones. Hay que quitarle al capital la posibilidad de hacer guerra contra los pueblos y contra el ambiente.

 

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