Las prisiones secretas de Obama

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Anand Gopal*
Una tranquila noche de invierno del pasado año en la ciudad afgana de Khost, un joven empleado del gobierno de nombre Ismatullah se esfumó, sencillamente. Se le había visto en el bazar de la ciudad con un grupo de amigos. Sus familiares estuvieron registrando durante días las polvorientas calles de Khost.

Los patriarcas de la ciudad contactaron con los comandantes talibanes en la zona que solían secuestrar a trabajadores del gobierno, pero nunca habían oído hablar del joven. Hasta el gobernador se implicó en la búsqueda, ordenando a su policía que investigara entre las peligrosas bandas criminales que en ocasiones acosaban y cazaban a jóvenes asiduos al bazar para pedir luego un rescate.

Pero la búsqueda no dio fruto alguno. La primavera y el verano llegaron y se fueron y no hubo señal alguna de Ismatullah. Un día, mucho después de que la policía y los patriarcas de la aldea hubieran abandonado su búsqueda, un correo entregó una pulcra nota escrita a mano en el puesto de la Cruz Roja que estaba cerca de la vivienda de su familia. En ella, Ismatullah informaba de que se encontraba en Bagram, una prisión estadounidense situada a más de 320 kilómetros de distancia. Las fuerzas estadounidenses le habían capturado cuando iba desde el bazar camino de su casa, afirmaba la tersa carta y no sabía cuando le liberarían.

En algún momento de los últimos años, los aldeanos pastunes de la escarpada zona central de Afganistán empezaron a perder la fe en el proyecto de EEUU. Y muchos de ellos pueden señalar el momento preciso de esa transformación, que normalmente se produjo a altas horas de la noche, cuando la mayor parte del país se encontraba dormido. En el hermético proceso de detenciones implementado por EEUU, habitualmente se arresta a los sospechosos en la oscuridad, enviándoles después a una de las áreas de detención establecidas en las bases militares, a menudo por la más ligera sospecha y sin conocimiento de sus familias.

Este proceso ha conseguido crear incluso más miedo y odio en Afganistán que los ataques aéreos de la coalición. Los asaltos y detenciones nocturnos, poco conocidos fuera de esas aldeas pastunes, han ido poniendo poco a poco a los afganos contra las mismas fuerzas que saludaron como liberadoras hace tan sólo unos años.

Una oscura noche de noviembre

Era el 19 de noviembre de 2009, a las 03,15 horas de la madrugada. Una fuerte explosión despertó a los aldeanos de una arbolada zona de las afueras de la ciudad de Ghazni, una ciudad de antiguos orígenes del sur del país. Un equipo de soldados estadounidenses dinamitó la puerta principal de la casa de Majidullah Qarar, el portavoz del ministro de agricultura. Qarar se encontraba en Kabul en aquellos momentos, pero sus parientes estaban en casa, cuatro de ellos dormían en la habitación para invitados de la familia. Uno de ellos, Hamidullah, que vende zanahorias en el bazar local, corrió hacia la puerta de la zona de invitados. Inmediatamente le dispararon, pero se las arregló para arrastrarse hacia adentro, dejando un reguero de sangre tras él. Después, Azim, panadero, se lanzó corriendo hacia su primo herido. También le dispararon y se dobló contra el suelo. Los dos hombres atacados le gritaron a los dos familiares que quedaban en la habitación que se quedaran allí, pero ellos –niños ambos- no se atrevieron ni a moverse y se quedaron paralizados y callados en sus camas muertos de miedo.

Los soldados extranjeros, la mayoría de ellos con barba y tatuajes, se dirigieron a la zona principal. Tiraron las ropas por el suelo, haciendo añicos la vajilla y forzando los armarios. Finalmente, encontraron al hombre que buscaban: Habib-ur-Rahman, programador de ordenadores y empleado del gobierno. Rahman era el responsable de convertir Microsoft Windows en inglés al lenguaje pastún local para que las oficinas del gobierno pudieran utilizar el software. Había pasado un tiempo en Kuwait, y el traductor afgano que acompañaba a los soldados declaró que habían actuado a partir del chivatazo de que Rahman era miembro de al-Qaida.

Se llevaron descalzo a Rahman y a un primo suyo a un helicóptero que esperaba a una cierta distancia y les transportaron hasta una pequeña base estadounidense situada en una provincia vecina para interrogarles. Después de dos días, las fuerzas estadounidenses liberaron al primo de Rahman. Pero, desde entonces, a Rahman ni se le ha visto ni se sabe nada de él.

“Hemos llamado a su móvil pero no responde”, dice su primo Qarar, el portavoz del ministro de agricultura. Utilizando sus poderosos contactos, Qarar consiguió la ayuda de la policía local, de los parlamentarios, del gobernador e incluso del mismo ministro de agricultura en la búsqueda de su primo, pero no lograron que les dijeran nada. Los funcionarios del gobierno que investigaron de forma independiente el escenario tras el asalto y que corroboraron las afirmaciones de la familia, presionaron también exigiendo una respuesta de por qué se había asesinado a dos miembros de la familia Qarar. Las fuerzas estadounidenses emitieron un comunicado diciendo que los muertos eran “combatientes enemigos que habían mostrado una intención hostil”.

Semanas después del asalto, la familia siente una gran amargura. “Todo el mundo en la zona sabía que éramos una familia que trabaja para el gobierno”, dice Qarar. “Rahman ni siquiera podía salir de la ciudad porque si los talibanes le pillaban en el campo le hubieran matado”.

Sin embargo, más allá de la pregunta de si Rahman era inocente o culpable, la forma en que fue capturado ha dejado un residuo de odio y rabia en su familia. “¿Por qué tenían que matar a mis primos? ¿Por qué tenían que destruir nuestra casa?”, pregunta Qarar. “Sabían donde trabajaba Rahman. ¿Es que no podían venir con una orden judicial durante el día? Habríamos obligado a Rahman a cumplirla”.

“Yo solía aparecer en televisión diciendo que la gente debía apoyar a este gobierno y a los extranjeros”, añade. “Pero estaba equivocado. ¿Por qué van a apoyarles? No me importa que me disparen por decir esto, porque sólo estoy diciendo la verdad”.

Los perros de la guerra

Los asaltos nocturnos son sólo el primer paso en el proceso de detención que EEUU lleva a cabo en Afganistán. Normalmente se envía a los sospechosos a una de entre las series de prisiones habilitadas en las bases militares estadounidenses por todo el país. Oficialmente hay nueve cárceles de ese tipo, denominadas en la jerga militar Campos de Detención. Son zonas pequeñas, a menudo tan sólo un puñado de celdas divididas por paneles de contrachapado, y se utilizan fundamentalmente para interrogar a los prisioneros.

En los primeros años de la guerra, esas áreas no eran sino lugares de paso para quienes enviaban a la prisión de Bagram, una instalación con una reputación infame de malos tratos y torturas. Como en los últimos años, el foco de la atención internacional cayó sobre Bagram, los guardianes empezaron a comportarse mejor y el maltrato de prisioneros empezó a perpetrarse en los menos conocidos Campos de Detención.

Un día de hace dos años, las fuerzas estadounidenses fueron a por Noor Muhammad, en las afueras de la ciudad de Kajaki, en la provincia sureña de Helmand. Muhammad, que es médico, dirigía una clínica que atendía a todo el que llegaba hasta ella en búsqueda de cuidados, incluidos los talibanes. Los soldados asaltaron su clínica y su casa, matando a cinco personas (incluidos dos pacientes) y deteniendo tanto a su padre como a él. Al día siguiente, los vecinos encontraron el cadáver esposado del padre de Muhammad, muerto, al parecer, de un disparo.

Los soldados se llevaron a Muhammad a la Cárcel Negra. “Había un pasillo muy estrecho con montones de celdas a ambos lados y una gran puerta de acero y luces brillantes. No sabíamos cuándo era de noche y cuándo de día”. Le mantuvieron en una habitación de hormigón sin ventanas, totalmente confinado en solitario. Los soldados le arrastraban siempre por el cuello y le negaban el alimento y el agua. Le acusaron de proporcionar cuidados médicos a los insurgentes, a lo cual él les contestaba: “Soy médico. Mi deber es proporcionar cuidados a cualquier ser humano que llegue a mi clínica, ya sea talibán o del gobierno”.

Finalmente, Muhammad fue liberado, pero cerró su clínica y dejó su ciudad natal. “Me aterran tanto los estadounidenses como los talibanes”, dice. “Me alegro de que mi padre haya muerto, de que no tenga que vivir en este infierno”.

Miedo a la oscuridad

A diferencia de la Cárcel Negra, los oficiales estadounidenses, en los últimos dos años, han tratado de reformar la principal prisión en Bagram. Las torturas se han acabado allí, y ahora los oficiales de la prisión alardean de que los presos suelen engordar unos siete kilos mientras están detenidos. En algún momento de los primeros meses de este año, los oficiales planean abrir una deslumbrante nueva prisión –que finalmente sustituirá a la de Bagram- con celdas grandes y ventiladas, el último equipamiento médico y salas para formación vocacional. La prisión de Bagram se traspasará el año que viene a los afganos aunque el resto del proceso de detención permanecerá en manos estadounidenses.

Pero los defensores de los derechos humanos dicen que continúan estando preocupados por el proceso de detención. El Tribunal Supremo de EEUU dictaminó en 2008 que no se les puede negar a los presos de Guantánamo su derecho al habeas corpus, pero no decidió la misma resolución en relación a los detenidos en Bagram. (Los oficiales estadounidenses dicen que Bagram está en medio de una zona de guerra y por tanto no se aplica allí la legislación relativa a los derechos civiles que se establece dentro de EEUU). A diferencia de Guantánamo, los presos no tienen derecho allí a acceder a un abogado. La mayoría dice que no tiene ni idea de por qué están detenidos. Los presos aparecen ahora ante un panel de revisión cada seis meses, que intenta volver a considerar su detención, pero su capacidad para plantear preguntas sobre su situación es limitada. “Sólo se me permitió decir sí o no y no pude explicar nada durante mi vista”, dice Rehmatullah Muhammad.

Sin embargo, la mejoría en las condiciones de Bagram plantea la pregunta de si EEUU es capaz de combatir una guerra más limpia. Eso es lo que el comandante de guerra en Afganistán, el General Stanley McChrystal prometió este verano: menos bajas civiles, menos temidos asaltos de las casas y un proceso de detención más transparente.

Las tropas estadounidenses que operan bajo el mando de la OTAN han empezado a cumplir normas de comportamiento más estrictas: ahora sólo pueden mantener oficialmente a los detenidos 96 horas antes de transferirles a las autoridades afganas o liberarles, y las fuerzas afganas deben tomar el mando en el registro de las casas. Cuando se les pregunta a los soldados estadounidenses, se indignan por esas restricciones, y tienen diversos métodos para sortearlas. “Algunas veces detenemos a gente y después cuando pasan las 96 horas, les transferimos a los afganos”, dice un marine estadounidense, que habla bajo anonimato. “Ellos les dan unas cuantas palizas por nosotros y nos los devuelven para otras 96 horas. Esto puede prolongarse hasta que obtengamos lo que queremos”.

Una forma más sencilla de pasarse por alto las normas es llamar a las Fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU –los Focas de la Marina, los Boinas Verdes y otros- que no están bajo el mando de la OTAN y por tanto no están obligados por las normas más estrictas de comportamiento. Esas tropas de elite son las que están detrás de la mayoría de los asaltos nocturnos y de las detenciones en la búsqueda de “sospechosos de alto valor”. Los oficiales del ejército estadounidense dicen en las entrevistas que las nuevas restricciones no han afectado en absoluto al número de asaltos y detenciones. No obstante, el actual cambio es más sutil: el proceso de detención se ha trasladado casi enteramente a las zonas y actores que mejor pueden evitar el escrutinio público: las Fuerzas de Operaciones Especiales y las pequeñas prisiones de campo.

El cambio señala hacia una realidad profunda de la guerra, los soldados estadounidenses dicen: no puedes combatir a las guerrillas sin asaltos y detenciones invasivos, sería como combatir sin balas. A los ojos de un soldado estadounidense, Afganistán es un lugar tenebroso. Los hombres llevan barba y turbante. Rezan incesantemente. En la mayor parte del país, a las mujeres se les prohíbe salir de casa. Muchos afganos poseen un Kalashnikov. “No puedes confiar en nadie”, dice Rodrigo Arias, un marine que se encuentra en una base en la provincia nororiental de Kunar. “Estuvieron a punto de matarme en varias emboscadas, pero los aldeanos no nos dicen nada. Aunque normalmente saben algo”.

Un oficial que ha trabajado en los Campos de Detención dice que son necesarios docenas de asaltos para que aparezca un sospechoso útil. “Algunas veces tienes que reventar las puertas. Algunas veces tienes que retorcer brazos. Tienes que utilizar toda una amplia red, pero cuando atrapas a la persona correcta, eso es lo que marca la diferencia”.

Para Arias, es una cuestión de supervivencia. “Quiero volver a casa de una pieza. Si eso significa que tengo que acorralar a la gente, la acorralaré”. Cuestionar esto, dice, es cuestionar si merece la pena luchar la guerra misma. “Ese no es mi trabajo. La gente de Washington es la que tiene que encargarse de eso”.

Si los asaltos nocturnos y las detenciones son una parte inevitable de la guerra moderna de contrainsurgencia, entonces, lo mismo sucede con el resentimiento que engendran. “Nos alegramos cuando llegaron los estadounidenses. Pensábamos que traerían paz y estabilidad”, dice el ex detenido Rehmatullah. “Pero ahora casi todo el mundo en mi pueblo quiere que se larguen. Un año después de que soltaran a Rehmatullah, capturaron a su sobrino. Dos meses después, se llevaron también a otros vecinos.

Se ha convertido en una pauta de conducta predecible: Las fuerzas talibanes lanzan emboscadas sobre los convoyes estadounidenses cuando pasan por el pueblo, y después se retiran a los densos huertos de frutales que cubren la zona. Después, los estadounidenses vuelven por la noche para llevarse sospechosos. Según los aldeanos, en los dos últimos años, se han llevado a dieciséis personas y han asesinado a otras diez en este pequeño pueblo de unos 300 habitantes. En el mismo período, dicen, los insurgentes mataron a un vecino y no se llevaron a ningún rehén.

Por lo tanto, las gentes de ese pueblo temen más los asaltos nocturnos que a los talibanes. Ahora las noches en que los niños de Rehmatullah oyen el lejano zumbido de un helicóptero, corren a su dormitorio. Él les consuela, pero admite que también necesita que le tranquilicen. “Sé que ya soy demasiado mayor para eso”, dice, “pero esta guerra me ha hecho tener miedo de la oscuridad”.

*Informa desde Afganistán para el Christian Science Monitor y el Wall Street Journal. El Fondo para el Periodismo de Investigación ha subvencionado la investigación de esta historia

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1 comentario
  1. Rosa C.Bradach dice

    Tenebroso es poco. Es inabarcable la capacidad de generar destrucción del ser humano sólo por codicia, que te ciega hasta la indecencia ¡cuanto sufrimiento!! pobre gente, y sólo porque están en un lugar estratégico, en un país inconveniente y haber nacido a destiempo, fuera de lugar. ¡¡pobrecillos los niños y las mujeres estas vejaciones añaden más dolor!!!

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