Manifiesto Scum. – LA SOCIEDAD PARA ELIMINAR A LOS VARONES (II)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Vivir en esta sociedad significa, con suerte, morir de aburrimiento; nada concierne a las mujeres; pero, a las dotadas de una mente cívica, de sentido de la responsabilidad y de la búsqueda de emociones, les queda una –sólo una única– posibilidad: destruir el gobierno, eliminar el sistema monetario, instaurar la automatización total y destruir al sexo masculino.

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Hoy, gracias a la técnica, es posible reproducir la raza humana sin ayuda de los hombres (y, también, sin la ayuda de las mujeres). Es necesario empezar ahora, ya. El macho es un accidente biológico: el gene Y (masculino) no es otra cosa que un gene X (femenino) incompleto, es decir, posee una serie incompleta de cromosomas. Para decirlo con otras palabras: el macho es una mujer inacabada, un aborto ambulante, un aborto en fase gene.

Ser macho es ser deficiente; un deficiente con la sensibilidad limitada. La virilidad es una deficiencia orgánica, una enfermedad; los machos son lisiados emocionales.

El hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura. Es un elemento absolutamente aislado, inepto para relacionarse con los otros, sus reacciones no son cerebrales sino viscerales; su inteligencia sólo le sirve como instrumento para satisfacer sus inclinaciones y sus necesidades. No puede experimentar las pasiones de la mente o las vibraciones intelectuales, solamente le interesan sus propias sensaciones físicas.

Es un muerto viviente, una masa insensible imposibilitada para dar, o recibir, placer o felicidad. En consecuencia, y en el mejor de los casos, es el colmo del aburrimiento; sólo es una burbuja inofensiva, pues únicamente aquellos capaces de absorberse en otros poseen encanto. Atrapado a medio camino en esta zona crepuscular extendida entre los seres humanos y los simios, su posición es mucho más desventajosa que la de los simios: al contrario de éstos, presenta un conjunto de sentimientos negativos –odio, celos, desprecio, asco, culpa, vergüenza, duda– y, lo que es peor: plena consciencia de lo que es y no es.

A pesar de ser total o sólo físico, el hombre no sirve ni para semental. Aunque posea una profesionalidad técnica –y muy pocos hombres la dominan– es, lo primero ante todo, incapaz de sensualidad, de lujuria, de humor: si logra experimentarlo, la culpa lo devora, le devora la vergüenza, el miedo y la inseguridad (sentimientos tan profundamente arraigados en la naturaleza masculina que ni el más diáfano de los aprendizajes podría desplazar).

En segundo lugar, el placer que alcanza se acerca a nada. Y finalmente, obsesionado en la ejecución del acto por quedar bien, por realizar una exhibición estelar, un excelente trabajo de artesanía, nunca llega a armonizar con su pareja. Llamar animal a un hombre es halagarlo demasiado; es una máquina, un consolador ambulante. A menudo se dice que los hombres utilizan a las mujeres. ¿Utilizarlas, para qué? En todo caso, y a buen seguro, no para sentir placer.

Devorado por la culpa, por la vergüenza, por los temores y por la inseguridad, y a pesar de tener, con suerte, una sensación física escasamente perceptible, una idea fija lo domina: joder (fornicar). Accederá a nadar por un río de mocos, ancho y profundo como una nariz, a través de kilómetros de vómito, si cree que al otro lado hallará una gatita caliente esperándole. Joderá con no importa qué mujer desagradable, qué bruja desdentada, y, más aún, pagará por obtener la oportunidad. ¿Por qué? La respuesta no es procurar un alivio para la tensión física ya que la masturbación bastaría. Tampoco es la satisfacción personal –no explicaría la violación de cadáveres y de bebés.

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Egocéntrico absoluto, incapaz de comunicarse, de proyectarse o de identificarse, y avasallado por una sexualidad difusa, vasta y penetrante, es psíquicamente pasivo. Al odiar su pasividad, la proyecta en las mujeres. Define al hombre como activo, y se propone demostrar que lo es (demostrar que se es un hombre). Su único modo de demostrarlo es joder (el Gran Hombre con un Gran Pene desgarrando un Gran Coño). Consciente de su error, debe repetirlo una y otra vez. Joder, es pues un intento desesperado y convulsivo de demostrar que no es pasivo, que no es una mujer; pero es pasivo y desea ser una mujer.

Mujer incompleta, el macho se pasa la vida intentando completarse, convertirse en mujer. Por tal razón acecha constantemente, fraterniza, trata de vivir y de fusionarse con la mujer. Se arroga todas las características femeninas: fuerza emocional e independencia, fortaleza, dinamismo, decisión, frialdad, profundidad de carácter, afirmación del yo, etc. Proyecta en la mujer los rasgos masculinos: vanidad, frivolidad, trivialidad, debilidad, etc.

Preciso es señalar, sin embargo, que el hombre posee un rasgo brillante que lo coloca en un nivel de superioridad respecto a la mujer: las relaciones públicas. (Su tarea sido la de convencer a millones de mujeres de que los hombres son mujeres y que mujeres son hombres) Para el hombre, las mujeres alcanzan su plenitud con la maternidad; en cuanto a la sexualidad que nos impone, refleja lo que le satisfacería si fuera mujer.

En otras palabras: las mujeres no envidian el pene, pero los hombres envidian la vagina.

En cuanto el macho decide aceptar su pasividad, se define a sí mismo como mujer (tanto los hombres como las mujeres piensan que los hombres son mujeres y las mujeres son hombres) y se convierte en un “travesti”, pierde su deseo de joder (o de lo que sea; por otra parte queda satisfecho con su papel de loca buscona) y se hace castrar. La ilusión de ser una mujer le proporciona una sexualidad difusa y prolongada. Para el hombre, joder es una defensa contra el deseo de ser mujer. El sexo en sí mismo es una sublimación.

Su obsesión por compensar el hecho de no ser mujer y su incapacidad para comunicarse o para destruir, le ha permitido hacer del mundo un montón de mierda. Es el responsable de:

La Guerra. El sistema más corriente utilizado por el hombre para compensar el hecho de no ser mujer (sacar su gran pistola) es obviamente ineficaz: la puede sacar un número limitado de veces y cuando la saca, lo hace a escala masiva, para demostrar al mundo que es un hombre.

Debido a su impotencia para sentir compasión o para comprender o identificarse con los demás antepone su necesidad de afirmar su virilidad a un incontable número de vidas, incluida la suya. Prefiere morir iluminado por un resplandor de gloria que arrastrarse sombriamente cincuenta años más.

La simpatía, la cordialidad y «la dignidad». Cada hombre sabe, en el fondo, que sólo es una porción de mierda sin interés alguno. Le domina una sensación de bestialidad que le avergüenza profundamente; desea no expresarse a sí mismo sino ocultar entre los demás su ser exclusivamente físico, su egocentrismo total, el odio y el desprecio que siente hacia los demás hombres y que sospecha que los demás sienten hacia él.

Dada la constitución de su sistema nervioso –muy primitiva, y susceptible de resentirse fácilmente a causa del más mínimo despliegue de emoción o de sentimiento– el hombre se protege con la ayuda de un código social perfectamente insípido carente del más leve trazo de sentimientos o de opiniones perturbadoras. Utiliza términos como copular, comercio sexual, tener relaciones (para los hombres, decir relaciones sexuales es una redundancia), y los acompaña de gestos grandilocuentes.

El dinero, el matrimonio, la prostitución, el trabajo y el obstáculo para lograr una sociedad automatizada. Nada, humanamente, justifica el dinero ni el trabajo. Todos los trabajos no creativos (prácticamente todos) pudieron haberse automatizado hace tiempo. Y en una sociedad desmonetizada cualquiera podría obtener lo mejor de cuanto deseara.

Pero las razones que mantienen este sistema, basado en el trabajo y el dinero, no son humanos, sino machistas:

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1. El coño: El macho que desprecia su yo deficiente, vencido por una ansiedad profunda e intensa, y por una honda soledad cada vez que se encuentra consigo mismo, con su naturaleza vacía, se vincula a cualquier mujer, desesperado, con la vaga esperanza de completarse a sí mismo, y se alimenta de la creencia mística de que, por el mero hecho de tocar oro se convertirá en oro; anhela la constante compañía de la mujer.

Prefiere la compañía de la más inferior de las mujeres a la suya propia o a la de cualquier otro hombre, que sólo le recuerda su propia repulsión. Pero es preciso obligar o engañar a las mujeres, a menos que sean demasiado jóvenes o estén demasiado enfermas, para someterlas a la compañía del varón.

2. Proporcionar al hombre (incapaz de relacionarse con los demás) ilusión de utilidad, le permite justificar su existencia excavando agujeros y volviéndolos a llenar. El tiempo ocioso le horroriza pues dispone de una sola solución para llenarlo: contemplar su grotesca personalidad. Incapacitado para relacionarse o amar, el hombre trabaja.

Las mujeres anhelan las actividades absorbentes, emocionantes, pero carecen de la. oportunidad o de la capacidad para ello y prefieren la ociosidad o perder el tiempo a su gusto: dormir, hacer compras, jugar al bowling, nadar en la piscina, jugar a las cartas, procrear, leer, pasear, soñar despiertas, comer, jugar consigo mismas, tragar píldoras, ir al cine, psicoanalizarse, viajar, recoger perros y gatos, repantingarse en la playa, nadar, mirar la TV, escuchar música, decorar la casa, dedicarse a la jardinería, coser, reunirse en clubes nocturnos, bailar, ir de visitas, desarrollar su inteligencia (siguiendo cursos), y absorber cultura (conferencias, teatro, conciertos, películas artísticas).

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Así, muchas mujeres, incluso en caso de una completa igualdad económica, prefieren vivir con hombres o mover el culo por las calles, es decir disponer de la mayor parte de su tiempo, a pasar varias horas diarias aburriéndose, estultificadas realizando, para otros, trabajos no creativos embrutecedores que las convierten en máquinas, o, en el mejor de los casos –si logran acceder a un buen empleo–, codirigentes del montón de mierda.

La destrucción total del sistema basado en el trabajo y en el dinero, y no el logro de la igualdad económica en el seno del sistema masculino, liberará a la mujer del poder masculino.

3. El poder y el control. No pudiendo dominar a las mujeres por medio de sus relaciones personales, el hombre aspira al dominio general por medio de la manipulación del dinero, así como de todo lo susceptible de ser controlado con dinero; en otras palabras, manipulándolo todo y a todos.

4. El sustituto del amor. Incapaz de dar amor o afecto, el hombre da dinero. Se siente maternal. La madre da la leche. Él da el pan. Él es el gana-pan.

5. Proveer al hombre de un objetivo. Incapaz de gozar del presente, el hombre necesita una meta por delante, y el dinero le proporciona un objetivo eterno. Pensad en lo que se puede hacer con 80 trillones de dólares, invertidos, y en tres años tendréis trescientos trillones.

6. Proporcionar al hombre la máxima oportunidad para manipular y controlar a los demás: la paternidad.

La paternidad y la enfermedad mental (temor, cobardía, timidez, humildad, inseguridad, pasividad). Mamá desea lo mejor para sus hijos. Papá sólo desea lo mejor para papá, es decir, paz y tranquilidad; desea que respeten sus caprichos de dignidad, desea presentarse bien (status) y desea la oportunidad para controlar y manipular a su aire, lo cual se denominará guiar si se trata de un padre moderno.

En cuanto a su hija, la desea sexualmente, entrega su mano en matrimonio: el resto es para él. Papá al contrario de mamá, nunca cede frente a sus hijos, pues debe, por todos los medios, preservar la imagen de hombre decidido, dotado de fortaleza, de perenne fuerza y rectitud. Nunca alcanza su meta, y, por tanto, le domina la falta de confianza en sí mismo y en la propia capacidad para lidiar con el mundo, y acepta pasivamente el status quo.

Mamá ama a sus hijos, aunque a veces se encolerice con ellos, pero la cólera se evapora en un instante y, aún cuando persista, no obstaculiza el amor ni una profunda aceptación. Papá, en cambio, emocionalmente enfermo no ama a sus hijos: los aprueba si son buenos, es decir, si son simpáticos, respetuosos, obedientes, serviles a su voluntad, tranquilos, y mientras no provoquen inoportunas alteraciones de ánimo siempre tan desagradables y molestas para el varonil sistema nervioso de papá, fácilmente perturbable.

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En otras palabras, si son tan pasivos como los vegetales, si no son buenos –en el caso de un padre moderno, civilizado (a veces es preferible el bruto furioso anticuado, a quien se puede despreciar por su ridiculez)– papá no se enfada, pero expresa su desaprobación, actitud que, a diferencia de la cólera persiste e impide la aceptación profunda, dejando en el niño un sentimiento de inferioridad y una obsesión por la aprobación que durará toda la vida; el resultado es el temor al propio pensamiento, motivo inductor a buscar refugio en la vida convencional.

Si el niño desea la aprobación paterna, debe respetar a papá, y dado que papá es una basura, el único medio para suscitar respeto filial es mostrarse distante, inalcanzable, y actuar siguiendo el precepto según el cual la familiaridad alimenta el desprecio, precepto, por supuesto, cierto, si se es despreciable. Comportándose de manera distante y fría puede aparecer como un ser desconocido, misterioso, y, por lo tanto, inspirar temor (respeto).

Desaprobar las escenas emotivas produce el temor a sentir una emoción fuerte, el temor a la propia furia y al odio, y el temor a enfrentarse con la realidad, ya que la realidad revela la rabia y el odio; este miedo, unido a la falta de confianza en sí mismo y al conocimiento a la propia incapacidad para cambiar el mundo o para conmover aunque sea mínimamente el propio destino, conduce a la estúpida creencia de que el mundo y la mayoría sus habitantes son agradables, y que las más banales y triviales actividades son una gran diversión y producen un profundo placer.

El efecto de la paternidad en los niños, particularmente, es convertirlos en hombres, es decir, defenderlos de todas sus tendencias a la pasividad, a la mariconería, o a sus deseos de ser mujeres. Todos los chicos quieren imitar a su madre, fusionarse con ella, pero papá lo prohíbe. Él es la madre, él se fusiona con ella; así, ordena al niño, a veces directamente y otras indirectamente, no comportarse como una niñita, y actuar como un hombre.

El muchacho, que se caga en los pantalones delante de su padre, que –dicho de otro modo– le respeta, obedece y se convierte en un verdadero pequeño papá, el modelo de la Hombría, el sueño americano: el cretino heterosexual de buena conducta.

El efecto de la paternidad en las mujeres es convertirlas en hombres: dependientes, pasivas, abocadas a las tareas domésticas embrutecedoras, simpáticas, inseguras, ávidas de aprobación y de seguridad, cobardes, humildes, respetuosas con la autoridad de los hombres, cerradas, carentes de reacciones, medio muertas, triviales, estúpidas, convencionales, insípidas y completamente despreciables.

La hija de papá, siempre tensa y temerosa, sin capacidad analítica, sin objetividad, valora a papá y a los demás hombres con temor (respeto). Incapaz de descubrir el vacío tras la fachada distante, acepta la definición masculina del hombre como ser superior, y la definición de la mujer, y de sí misma, como ser inferior; es decir, como hombres, eso que, gracias a papá realmente es.

La expansión de la paternidad, resultado del desarrollo y de la mejor distribución de la riqueza (que el patriarcado necesita para prosperar) ha provocado el aumento general de la estupidez y el declive de las mujeres en los Estados Unidos después de 1920. La estrecha asociación entre riqueza y paternidad ha servido para que las chicas peor seleccionadas, es decir las burguesiítas privilegiadas, logren el derecho a educarse.

En suma, el papel de los padres ha sido corroer el mundo con el espíritu de la virilidad. Los hombres poseen el don de Midas negativo: todo cuanto tocan se convierte en mierda.

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La supresión de la individualidad, la animalidad (domesticidad y maternidad) y el funcionalismo: el hombre es un puñado de reflejos condicionados: incapaz de reaccionar libremente por medio de su mente, está atado y determinado completamente por sus experiencias infantiles y del pasado. Vivió sus primeras experiencias con su madre, y durante toda su vida está ligado a ella.

El hombre nunca llega a comprender claramente no ser parte de su madre, que él es él y ella es ella.

Su máxima necesidad es sentirse guiado, abrigado, protegido y admirado por mamá (los hombres esperan que las mujeres adoren aquello que los petrifica de horror: ellos mismos). Exclusivamente físico, aspira a pasar su tiempo (que ha perdido en el mundo defendiéndose sombriamente contra su pasividad) dedicado a actividades básicamente animales: comer, dormir, cagar, relajarse y hacerse mimar por mamá.

La hija de papá, pasiva y cabezahueca, deseosa de aprobación, de una palmada en la cabeza, del respeto del primer montón de basura que pase, deja reducirse fácilmente a la categoría de mamá, estúpida suministradora de consuelo para las necesidades físicas, respaldo de los cansados, paño para frentes simiescas, aliciente para el ego mezquino, admiradora de lo despreciable: una bolsa de agua caliente con tetas.

Reducidas a la categoría de animal, las mujeres del sector más atrasado de la sociedad, la clase media privilegiada y educada, despojo de la humanidad donde papá reina como ser supremo, intenta desarrollarse por medio del trabajo, y en la nación más avanzada del mundo, en pleno siglo XX, van de un lado a otro con los críos colgando de las tetas. ¡Y no es por los niños (aunque los expertos sentencien que mamá debe quedarse en casa y arrastrarse como una bestia) sino por papá!

La teta es para papá, para que pueda aferrarse, los sufrimientos del trabajo son para papá, para que pueda seguir prosperando (como está medio muerto, necesita estímulos poderosos).

La necesidad de reducir a la mujer a un animal, a mamá, a un macho, es psicológica y práctica. El macho es simplemente una muestra de la especie, susceptible e ser intercambiable por cualquier otro macho. No posee una individualidad profunda, pues la individualidad se origina en la curiosidad, en aquello que se encuentra fuera de uno mismo, que lo absorbe, aquello con lo que uno se relaciona.

Los hombres, totalmente absorbidos por ellos mismos, capaces sólo de relacionarse con sus propios cuerpos y de experimentar únicamente sus sensaciones físicas, difieren entre sí únicamente por el grado y por la forma de intentar defenderse contra su pasividad y contra su deseo de ser mujeres.

La individualidad femenina, se impone ante el hombre, pero él es incapaz de comprenderla, incapaz de establecer un contacto con ella que lo asusta, le conmociona y llena de espanto y de envidia.

Así, la niega, y se dispone a definir a cualquiera, él o ella, en términos de función o de uso, asignándose desde luego para sí las funciones más importantes –médico, presidente, científico– a fin de darse una identidad, si no una individualidad, y convencer, a sí mismo y a las mujeres (le ha ido mejor convenciendo a las mujeres) que la función femenina es concebir y dar a luz a los hijos, relajarse, confortar y alabar el ego del hombre; que por su función es un ser intercambiable con cualquier otra mujer. Pero en realidad, la función de la mujer es comunicarse, desarrollarse, amar y ser ella misma, y resulta irreemplazable por otra; la función del macho es la de producir esperma.

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En la actualidad existen bancos de esperma.

La violación de la intimidad. El hombre, avergonzado de lo que es y de casi todo lo que hace, tiende bastante a mantener en secreto todos los aspectos de su vida, pero no guarda ningún respeto por la vida privada de los demás.

Vacío, incompleto, carente de realidad propia, necesita permanentemente la compañía de la mujer, y no ve nada de malo en el hecho de inmiscuirse o introducirse en los pensamientos de la mujer, no importa quien sea, en cualquier parte y en cualquier momento; pero se siente indignado e insultado si se le llama la atención respecto a lo que hace, se siente confundido… no puede comprender que alguien pueda preferir un minuto de soledad a la compañía de cualquier cretino.

Al desear convertirse en una mujer, se esfuerza por estar siempre rodeado de mujeres –las únicas que lo aproximan a su deseo–; y se las ingenió para crear una sociedad basada en la familia –una pareja hombre-mujer y sus hijos (el pretexto para la existencia de la familia)– que, virtualmente, viven uno encima del otro, violando inescrupulosamente los derechos de la mujer, su intimidad, su salud.

El aislamiento, los suburbios y la imposibilidad de la comunidad. Nuestra sociedad no es una comunidad, es una colección de unidades familiares aisladas. El hombre se siente desesperadamente inseguro, temeroso de que su mujer le abandone si se expone ante otros hombres o a algo que remotamente se parezca a la vida, de modo que intenta aislarla de los otros hombres y de la mediocre civilización reinante.

La lleva a vivir a los suburbios para encerrarla en un conjunto de pabellones donde parejas con sus hijos se absorben en una mutua contemplación. El aislamiento le da la posibilidad de mantener la ilusión de ser un individuo, se convierte en un individualista rudo, un gran solitario; confunde la individualidad con la claustración y la falta de cooperación.

Pero hay otra razón para explicar este aislamiento: cada hombre es una isla. Atrapado en sí mismo, emocionalmente aislado, incapaz de comunicarse, al hombre le horroriza la civilización, la gente, las ciudades, las situaciones que requieren capacidad para comprender y establecer relaciones con los demás.

Papá huye, como un conejillo asustado, se escabulle, y arrastra el rechoncho culo hacia el páramo, hacia los suburbios. O, en el caso del «hippie», ¡se va lejos, chico!, hacia el prado donde puede joder y procrear a sus anchas y perder el tiempo con sus abalorios y sus flautas.

El «hippie», cuyo deseo de ser un hombre, y un rudo individualista, es más débil que el del término medio de los hombres, y se excita ante la sola idea. de poseer cantidad de mujeres a su disposición, se revela contra la crueldad de la vida del gana-pan y contra la monotonía de la monogamia.

En nombre de la cooperación y del reparto, forma una comuna o una tribu, que, a pesar de sus principios de solidaridad y en parte por su causa (la comuna, una extensión de la familia, es un ultraje más de los derechos de la mujer, viola su intimidad y deteriora su salud mental) no se parece a una comuna más que el resto de la sociedad.

La verdadera comunidad está formada por individuos –no simples miembros de una especie, o parejas– que respetan la individualidad y la intimidad de los demás, y al mismo tiempo obran con reciprocidad mental y emocionalmente –espíritus libres que mantienen entre sí una relación libre– y cooperan para alcanzar fines comunes. Los tradicionalistas dicen que la unidad básica de la sociedad es la familia, para los «hippies» en cambio, es la tribu; nadie menciona al individuo.

El «hippie» habla mucho acerca de la individualidad, pero su concepto al respecto no difiere del que puede tener cualquier otro hombre. Desearía regresar a la naturaleza, a la vida salvaje; regresar al desierto, reencontrar el hogar de los animales peludos de los que él forma parte, lejos de la ciudad, o al menos donde se perciban algunas huellas, un vago inicio de civilización, para vivir al nivel primario de la especie y ocuparse en actividades sencillas, no intelectuales: criar cerdos, joder, ensartas abalorios.

La actividad más importante de la comuna –en ella se basa– es la promiscuidad. El «hippie» se siente atraído por la comuna principalmente porque ofrece la perspectiva de libertad sexual, el coño libre, la más interesante comodidad para compartir, la que se puede poseer sin miramientos; pero, ciego y avaricioso, no piensa en todos los demás hombres con quienes deberá compartirlo, ni tampoco repara en los celos y la posesividad propia del coñazo que ellos son en sí mismos.

Los hombres no pueden cooperar en el logro de un fin común, porque el fin de cada hombre es todos los coños para sí. De ahí que la comuna esté condenada al fracaso. Presa del pánico, el «hippie» atrapará a la primera mentecata que lo empuje y la arrastrará a los suburbios lo más rápidamente posible.

El macho no puede progresar socialmente, pero, en cambio, oscila entre el aislamiento y la promiscuidad.

El conformismo. A pesar de desear ser un individuo, el hombre teme cualquier cosa que pudiera diferenciarlo, aún ligeramente, de los demás hombres; teme no ser realmente un Hombre, una de las sospechas más perturbadoras es la posibilidad de ser pasivo y estar determinado por la sexualidad.

Si los demás hombres son A y él no lo es, quizás no sea un hombre; debe de ser un marica. Así, intenta afirmar su hombría pareciéndose a otros hombres. Pero cualquier diferencia constatada en los demás también constituye una amenaza, le aterra: son ellos, a los maricas a quienes debe evitar a cualquier precio, y hace cuanto puede para obligarles a recuperar la uniformidad.

El hombre se atreve a ser diferente sólo cuando acepta su pasividad y su deseo de ser una mujer, su mariconería. El más consecuente consigo mismo es el travesti. Pero él, a pesar de ser diferente a muchos hombres, es exactamente igual a todos los demás travestís. También funcionalista, busca una identidad formal: ser una mujer.

Trata de desembarazarse de todos sus problemas, pero todavía no posee ninguna individualidad. No está totalmente convencido de ser una mujer, angustiado por la idea de no ser lo suficientemente hembra, se adecua compulsivamente al estereotipo femenino creado por el hombre, terminando por ser un fardo de manierismos acartonados.

Para asegurarse de que es un Hombre, el macho debe asegurarse de que la hembra es verdaderamente una Mujer, lo contrario de un Hombre, es decir, que la hembra se comporta como un marica. Y la hija de papá, cuyos instintos femeninos le fueron arrebatados cuando era pequeña, se adapta fácilmente y por obligación a este papel.

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* Sobre Valerie Solanas: ver la primera entrega introductoria a su manifiesto, publicada en esta revista aquí.

En la edición del martes 31 de julio de 2007 la segunda parte del Manifiesto.

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