México: de cangrejos y mochos

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Gabriel Castillo-Herrera.*

No vamos aquí a referirnos al vocabulario del carnalito Onésimo (¿Onánico?) Cepeda (“El Estado laico es una jalada”), pues ello sólo es muestra de cortedad de léxico. Que si insulta a la feligresía o a su investidura es lo de menos; tan sólo —recurriendo a sus términos onanistas— se la jala queriéndose sentir cercano al populacho. Sabemos que no es así: se encuentra cerca del poder económico y político del país, lo cual se puede constatar en imágenes insertas en cualquier medio escrito o electrónico.

El considerando de importancia es que el señor pretende mostrar que su poder terrenal está por encima de la ley más alta de la nación —la Constitución—, misma que establece los límites de actuación del clero en el ámbito civil, los cuales está violando. Tal mandamiento —cuyas leyes en ese respecto derivan de la de 1857, la cual, para volver a entrar en vigor, tuvo que cobrar un alto costo de sangre debido a la división del país, dos gobiernos, reivindicación del clero, una invasión francesa y un Imperio católico traído de ultramar— está por encima de todo.

Si Cepeda cuestiona la laicidad del Estado Mexicano —emanada de aquel mandamiento legal—, muestra su falta de respeto a todas las vidas (o almas, según lo vea) que cobró aquella lucha. Así que ¿con qué calidad moral se atreve a manifestarse por “el respeto a la vida” en lo concerniente al aborto? Así muestra su cristiana coherencia. ¡Santa jalada, Valdemar!

Pero aquí no se trata de asuntos morales (el ejemplo fue sólo para “ponerse en sus zapatos”, para la crítica desde su presunta posición como ministro del culto católico). Sucede que el obispo está violando la ley. (Y volviendo a la perspectiva moral, ¿cómo se atrevería a condenar la violencia —que significa faltar a la ley— que se ha asentado en nuestro país?). Violar la ley es delinquir. Dirá que él sólo obedece la ley divina; pero entonces que no se inmiscuya en asuntos mundanos como son la política y los enjuagues económicos. Calladito se mira más bonito (¡uf!, lo dudo, porque Su Excelentísima Vulgaridad es “más feo que pegarle a Dios en viernes santo”).

Y el asunto no se detiene en el Señor de los Suelos (que no de “los Cielos”) de Ecatepec. Todo delincuente —y delincuente es quien falta a la ley— debe ser llamado a cumplirla o sancionado mediante la aplicación de las normas correspondientes y por el órgano que imparta la justicia, según el ámbito del que se trate; en el caso, la Secretaría de Gobernación a través de la subsecretaría respectiva.

Sin embargo, como quienes detentan (sic) el poder federal son émulos de aquellos que partieron el país en dos, formaron un gobierno que se opuso a la República, derogaron las Leyes de Reforma, reivindicaron al clero, trajeron un ejército extranjero y a un rubio emperador católico de ultramar, no hacen cumplir la ley; ni siquiera un exhorto, nada. ¿Acaso creerían que las jaladas declaraciones fueron vertidas en el Topos Uranos? ¿Supondrían que si aplican la ley serían condenados a achicharrarse eternamente en los infiernos?

Cangrejos (por caminar para atrás) y Mochos (beatos), les llamó el populacho en el Siglo XIX.

* Escritor.
Autor de Bicentenario: Obsesivos Siglos Circulares (mayor información: arbolperenne@yahoo.com.mx). Una versión de la obra puede encontrarse en la Biblioteca Logos, de consulta gratuita. Artículo publicado originalmente en la revista digital Por la libre.

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