México: Reconfigurar la esperanza en un contexto de desesperanza

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Javier Giraldo, S. J

Hace varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país ante un público en su mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al terminar, una señora me reclamó, muy enojada, porque había dejado en el público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a continuar empeorando. Seguin Ella, yo había faltado a mi deber de hacer una lectura de la situación desde la óptica de la esperanza cristiana y de dejar en los oyentes una sensación de esperanza.

Yo le respondí que habría faltado a la verdad si hubiera terminado mi exposición afirmando que las cosas iban a cambiar en un plazo previsible. Yo no veía honestamente ningún signo que anunciara un cambio positivo sino todo lo contrario: los poderes de muerte que estaban dominando en mi país mostraban tal fuerza, que tenían todas las posibilidades de consolidar progresivamente su dominio.

En ese grupo de asistentes zaragozanos se levantó aquella noche un debate muy emotivo sobre la esperanza, que me dejó profundos interrogantes. Es cierto que la esperanza tiene un elemento de audacia y de rebeldía frente a lo que la realidad cruda trata de imponernos. Es cierto también que la esperanza no puede alimentarse de lecturas de lo que ya existe, hechas con instrumentos de ciencia, que solo nos permiten acceder a lo que es y no a lo que debe ser. Pero también es cierto que una esperanza que trate de subestimar los condicionamientos de la realidad, o ignorarlos o evadirlos mediante discursos referidos a mundos inexistentes, es una esperanza que podría calificarse como opio o somnífero, que nos lleva a tolerar fácilmente la ignominia real, cubriéndola con un manto de sueños irreales.

Muchos paradigmas de la esperanza, tanto en el mundo de lo teológico, centrados en la salvación, como en el mundo de lo político, centrados en la revolución, han encerrado la esperanza en fronteras ideológicas con fuertes dosis de resignación y de espera pasiva.

Creo que al menos en los medios cristianos progresistas ya no se caracterizan como esperanza las actitudes pasivas, lo que en el pasado fue considerado como la virtud "cristiana" de la resignación.

Erich Fromm, en un escrito que tituló La Revolución de la Esperanza , ha expresado bellamente su manera de comprender la esperanza en estos términos:

"Tener esperanza significa estar presto en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida. Carece así, de sentido, esperar lo que ya existe o lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer". [1]

Para Erich Fromm, la esperanza es un elemento de la estructura vital del ser humano, pero está ligada a otro elemento fundamental de esa estructura vital, que es la fe. Y Fromm describe la fe, en ese mismo capítulo, como "el conocimiento de la posibilidad real, la conciencia de la gestación. La fe es racional cuando se refiere al conocimiento de lo real que todavía no nace, y se funda en esa facultad de conocer y de aprehender que penetra la superficie de las cosas y ve el meollo.

La fe, al igual que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión del presente en estado de gestación " (ibid.)

Pero eso mismo que, según Fromm, es lo más característico de la esperanza y de la fe, o sea, ese esfuerzo por mirar lo real que no ha nacido pero que se está gestando; ese esfuerzo por comprender las líneas de fuerza que están configurando la realidad que está en gestación, es al mismo tiempo lo que explica la Crisis de nuestra esperanza.

Muchos concentran su mirada en lo positivo de este mundo nuevo que se ha ido gestando y ha ido naciendo en la modernidad: admiran los avances de la ciencia, su poder de dominio sobre la materia y las maravillas logradas en el ámbito de las comunicaciones, pero otros quizás concentramos la mirada en los costos humanos que todo eso ha tenido y no podemos mirar con ninguna alegría ni entusiasmo esas maravillas. ¿Cómo no reconocer que ese mundo maravilloso de la modernidad ha ido dando a luz un "infierno" para al menos el 60% de los humanos?. Y hablo de "infierno" al recordar que en la Divina Comedia, de Dante, la inscripción grabada en la puerta del infierno lo hacía casi equivalente a la pérdida de la esperanza: "los que entren aquí, abandonen toda esperanza".

Yo quisiera tener una capacidad de mirada más corta para poder albergar algunas dosis de optimismo, pero cada que trato de escudriñar las líneas de fuerza de lo que se está gestando y que al nacer va derrumbando progresivamente nuestros sueños, me veo más incapacitado para elaborar la imagen de un presente en estado de gestación positiva y gratificante.

Mi identidad ideológica se fragua principalmente en los años 60, cuando realizo mis estudios universitarios de Filosofía y al mismo tiempo optó por la vida religiosa. Junto con otros muchos compañeros y amigos, jesuitas y no jesuitas, religiosos y laicos, creyentes y no creyentes, vivimos la fascinación del descubrimiento de que el mundo, y sobre todo nuestro continente y nuestro país, podían ser distintos.

Latinoamérica era en esos años una ebullición de ideas políticas y teológicas que buscaban afanosamente encarnarse en la realidad a través de movimientos militantes. Liberación era la palabra má¡gica que despertaba todos los entusiasmos, tanto en lo político como en lo teológico. Testimonios como el de Camilo Torres o el del Obispo Gerardo Valencia, conmovían y desestabilizaban el statu quo, pero en casi todos los países, desde México y Centroamérica hasta el Cono Sur, surgían profetas y movimientos que invitaban a la acción. Los teóricos producían análisis tan evidentes de las estructuras de injusticia que era difícil dudar que quienes tuvieran una conciencia recta se comprometerían en un proceso de cambio revolucionario.

Los ejércitos populares que surgían por doquier, parecían anunciar esos núcleos de resistencia que harían invencible los anhelos de las masas empobrecidas frente a la represión patológica de los poderosos.
A pesar de la fragilidad de todo lo que nace de los excluidos, parecía que la esperanza comenzaba a invadir muchos campos antes copados por la fatalidad de la injusticia.

Cuando la tortura, practicada por agentes del Estado, se generalizó en Colombia en 1979, un grupo cada vez más numeroso de colombianos fuimos engrosando el movimiento de defensa y promoción de los derechos humanos. Encontramos en la confrontación entre el derecho interno y el derecho internacional una vía posible para defender valores humanos fundamentales que antes habíamos querido defender apoyados más en movimientos sociales y políticos que fueron demonizados radicalmente por el Establecimiento. Yo tuve que comenzar a sumergirme en disciplinas jurídicas que me eran ajenas hasta entonces, y mi esperanza se revistió, en dimensiones no despreciables, de lucha jurídica.

No puedo negar que tuvimos algunos éxitos: logramos que el Estado colombiano firmara muchos tratados internacionales de derechos humanos; logramos modificar muchos procedimientos judiciales; logramos crear muchos cargos oficiales relacionados con la protección de los derechos humanos; logramos que organismos internacionales ejercieran presiones sobre el gobierno con miras a proteger a muchas víctimas, y un momento importante fue el cambio de la Constitución Nacional en 1991, pues la nueva Constitución incorporó en su texto la mayoría de los tratados internacionales de derechos humanos.

Pero a medida que todo este mundo de las formalidades legales se iba transformando, la realidad de la violación cotidiana y brutal de los derechos humanos iba aumentando y derrumbando todas las esperanzas que se habían revestido de juridicidad. Para mí, la década de los 90, en la cual ejercí como Secretario Ejecutivo de la Comisión de Justicia y Paz, y como tal tuve que tramitar la denuncia de millares de crímenes de lesa humanidad ante los poderes judiciales del Estado, constituyó un encuentro cara a cara con la ficción jurídica.

Fui descubriendo cómo la impunidad se alimentaba de los dobles discursos y de estrategias inteligentemente diseñadas para que lo formal no afectara lo real. Por eso en los últimos años de mi servicio en la Comisión de Justicia y Paz preferí denunciar a la Justicia misma como un obstáculo, en lugar de una ayuda, para proteger la dignidad humana.

En Colombia ha existido desde mediados de la década del 60 la alternativa de la guerra, de la solución violenta al conflicto social, representada por grupos guerrilleros nacidos desde los inconformes y los pobres, que a pesar de la brutalidad de la represión, no se han extinguido sino que han crecido. La esperanza que puede encarnarse en un conflicto armado es una esperanza muy frágil.

Toda guerra trae males enormes, y mucho más una guerra entre fuerzas enormemente desiguales. Por eso desde hace 20 años existen también en Colombia movimientos por la paz, en los cuales la esperanza se reviste de una solución política y no militar al conflicto armado, pero son movimientos que en estos 20 años solo han cosechado frustraciones y desesperanzas. A pesar de que en muchos discursos se acepta la necesidad de un cambio urgente de las estructuras económicas, socials y políticas para que desaparezca la justificación de la guerra, en las negociaciones reales solo se busca que el statu quo se preserve incólume.

En los últimos años la guerra se ha agudizado mucho y ha llegado a producir destrucciones y traumas muy profundos en la sociedad. También la modalidad de guerra que vivimos destruye profundamente la esperanza.

*Sacerdote jesuita mexicano

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