Neonazis. – EL COLOR DE LA SANGRE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Desde hace un tiempo en Chile, probablemente también en otras partes del mundo, de manera intermitente la noticia trae algún incidente protagonizado por jóvenes cuya característica es el signo nazi estampado en sus ropas de cuero negro, a veces tatuado también en la piel. Nada especial, salvo cuando alguien muere y entonces la noticia abandona lo pintoresco para ubicarse en la frontera difusa de la crónica roja y lo político.

Cuando esto ocurre, se levanta una pequeña ola de inquietud en la opinión pública poco acostumbrada a ver swásticas negras sobre fondos rojos, salvo en las películas cada vez menos frecuentes que ofrece la filmografía actual.

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Se opina entonces en los más diferentes tonos siempre con un denominador común: el temor al renacimiento de una ideología nefasta que carga sobre sus hombros la muerte de millones de seres masacrados de la manera más horripilante que la mente humana puede concebir.

La reacción de la sociedad es comprensible, pero con un asidero a juicio nuestro equivocado. Explorémoslo.

La verdadera cara del nazi-fascismo

¿De qué manera se puede definir al nazismo en realidad? ¿Cómo un despliegue de cruces gamadas, de antorchas llameantes y saludos grotescos, manoseados hasta la caricatura por el cine de la post guerra? ¿O como una actitud prepotente, criminal y deshumanizada de concebir la relación de los hombres, matizada de un profundo desprecio por la vida y los valores ético-morales de la Humanidad?

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Si se acepta la primera definición, la de la multitud cromática de sus símbolos, entonces hay que concluir que el nazismo yace en verdad en el basurero de la historia, salvo para estos jóvenes que en vez de pintarse el pelo al estilo papagayo de los punks, o vestirse con el aire cetrino de góticos o darks, escarban en el baúl de las extravagancias y deciden raparse llenando su cuerpo de svásticas, incluido ahí abajo donde más cantidad podrían grabarse.

La segunda forma de definir al nazismo, esa que apunta a la esencia misma de su perversidad al margen de los símbolos visibles, no sólo no murió bajo los escombros del Berlín reducido a polvo por los Aliados, sino que permanece vigente y a veces fácilmente perceptible, o que lo diga el señor Bush. En otras ocasiones se camufla de un barniz engañoso de democratismo y hasta de santa religiosidad. En este último caso, al que le venga la sotana que se la ponga. Pero el fascismo sigue ahí, listo para saltar al cuello de los pueblos ante el primer atisbo de verdadera democracia.

Es por eso que la otra cara del nazismo, la de los pendones plagados de svásticas desfilando por la Wilhemstrasse y colgando del pecho de rudos vikingos y walkirias, que gusta tanto a los jóvenes cabezas rapados, es un tema ya anacrónico y sólo ha servido para desatar el drama absurdo de ese muchacho supuestamente hitleriano y el drama de sus propios asesinos.

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Es también por eso que nos duele la inutilidad de su muerte así como nos duele la muerte de cualquier hombre sin importar sus convicciones, como lo señala la frase del poeta metafísico John Donne que encabeza este artículo. Más aun si para ejecutar el crimen se esgrime la justificación de la lucha antifascista.

Ninguno de esos muchachos tatuados con la svástica, ni de aquellos rapados que enarbolan su antifascismo enfrentando a los primeros, en 10 años más seguirán en uno u otro lado de esa frontera ficticia, de esa “línea Maginot” inventada por ellos para amenizar la juventud. A lo sumo el fervor que ponen hoy en esa lucha será una anécdota de adolescentes recordada con los años tras el escritorio profesional o la herramienta de trabajo, mezclada con el recuerdo de alguna noviecita de verano cuyo amor de estudiante fue también “flor de un día”, como diría Gardel.

Entonces ¿dónde calza la muerte de este joven que cae apuñalado ante los ojos consternados de su novia? ¿O la de aquel punki asesinado por su contraparte nazi en los pasillos del Persa Bío Bío un par de meses antes?

El color de la sangre no se olvida
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Es un frase emotiva dramáticamente hermosa que estuvo mucho tiempo en el recuerdo de los socialistas de antes, los verdaderos, los socialistas de Allende. Los de ahora no sólo no la recuerdan, sino que los más jóvenes ni siquiera la conocen. Menos saben el significado profundo de la muerte de quien la acuñó, el poeta Héctor Barreto, militante socialista asesinado por los nazis de entonces, en agosto de 1936, es decir hace 70 años, cuando las papas de la lucha antifascista quemaban fuerte en las calles del mundo, incluidas las de Chile.

Los principios hitlerianos de los que mataron a Barreto no han cambiado con el tiempo, como sí han cambiado los principios socialistas de los actuales ¿camaradas? del poeta-martir. Es cierto que los verdaderos nazis de ahora no usan uniformes pardos ni camisas negras; tampoco oriflamas ni insignias entrecruzadas. Pero han rescatado del fascismo la real esencia de su ideología manteniéndola incólume y adaptable a cualquier época y en cualquier lugar del mundo.

A estos neonazis de pensamiento les conviene la parodia que hacen esos jóvenes que exhiben insignias y banderas con el signo nazi haciendo saludos de vodevil. Así como les conviene que se siga identificando a esa ideología por sus aspectos externos, como el racismo que sirviera al Tercer Reich para desviar al pueblo alemán de su vocación revolucionaria representada en esos años previos a la dictadura nazi por los partidos comunista y socialdemócrata que eran poderosos en el seno de la clase obrera germana.

Ocultan, en cambio, que el nazismo nació como la brutal expresión político militar del capitalismo alemán más voraz, representado entre otros, por los Thyssen y los Krupp, ambos magnates del acero y fabricantes de armas, enriquecidos con la maquinaria de guerra alemana de la primera y segunda guerras mundiales.

El odio racista centrado en el antisemitismo, por ejemplo, que se quiere hacer aparecer como lo más significativo de la ideología desarrollada por el Partido Nacional Socialista de Hitler, seguido en Chile por los nazis de Raúl González Von Marées, no sólo fue una cortina de humo para enrolar a un pueblo, el alemán, tras un revanchismo que condujo a la Segunda Guerra Mundial, sino que hoy es el propio Israel el que se alinea como entusiasta seguidor de las lecciones de Hitler aplicando los mismos métodos criminales contra el pueblo palestino.

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Dicho sea de paso, y al calor del nuevo genocidio que los sionistas preparan a estas horas en contra de Palestina, es bueno recordar que a los israelitas les costó seis millones de muertos aprender las lecciones de exterminio que les dio Hitler; pero han demostrado que, con perseverancia, se puede llegar a masacrar a un pueblo, hombres, mujeres y niños palestinos, con la misma eficacia de la que hizo gala su maestro.

Los nuevos nazis y sus viejos principios

Los nazis de hoy, los verdaderos y no estos muchachos patéticos que, a falta de guetos atiborrados de judíos humillados y famélicos, las emprenden contra otros jóvenes tan extravagantes como ellos, aquellos nazis, repito, de cuello y corbata y sin svásticas colgando de ninguna parte, eligieron del nazismo como herencia el odio acervo y despótico contra la clase obrera, contra los desposeídos que fueron también los enemigos de Hitler.

Lo han demostrado sistemáticamente en el mundo, ahogando en sangre los intentos libertarios de las sociedades de la post guerra, y lo han demostrado en Chile cuando levantaron la figura sanguinaria y corrupta de un dictador para atajar la rebelión de las mayorías nacionales, históricamente marginadas del bienestar económico y social, representadas por el gobierno socialista de Salvador Allende.

Ninguno de los cómplices de Pinochet y que hoy ofician de democráticos y civilizados políticos opositores, vistió jamás de ropas negras ni colgaron cruces gamadas de sus cuellos almidonados. Menos raparon sus cabezas. Tampoco lo hicieron los alemanes de Colonia Dignidad en donde ni un solo símbolo hitleriano ha sido descubierto. Pero todos ellos no dudaron en aplaudir, o aplicar de manera directa, como en el enclave alemán, los métodos que la DINA y la CNI aprendieron del nazismo para exterminar a los luchadores antifascistas que se oponían a la dictadura militar.

El nazismo es, sin duda, mucho más que ostentar un aspecto contestatario y a contrapelo como el exabrupto de estos jóvenes que juegan a revivir viejos símbolos. Tampoco el antifascismo es la lucha pandillera que bordea peligrosamente los terrenos de la delincuencia cuando se llega al crimen sin sentido, como el que se cometió hace pocos días en las calles del barrio Independencia en Santiago.

Mahatma Gandhi decía que la libertad es una burla si el precio que se paga por ella es destruir a quienes debieran disfrutar esa libertad. Es por eso que, a setenta años del asesinato del poeta Héctor Barreto, el mejor homenaje sea, quizás, reivindicar la lucha por la vida como el objetivo inclaudicable de los verdaderos antifascistas y que al color de su sangre, como la de todos los que han ido regando el duro camino de la libertad, no la hemos olvidado ni la olvidaremos jamás.

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* Escritor y científico.

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