Nuevas pautas del consumo democratizado en América Latina

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 La explicación más común ofrecida por los expertos económicos convencionales, los gremios empresariales, organismos regionales y multilaterales, y los gobiernos que se cuadran con sus intereses, respecto a problemas tales como los bajos niveles de industrialización, la alta concentración monopólica y oligopólica, los altos precios de bienes y servicios, y la limitada variedad de oferta de los mismos, entre otros, es el limitado tamaño de los mercados locales.

El argumento básico es que el tamaño pequeño resulta insuficiente para acomodar el número de empresas necesarias para que se dé entre ellas un grado significativo de competencia, que redunde en una ampliación de la oferta disponible.

Para ilustrarlo con un ejemplo simple, supongamos que, en un país cualquiera de la región, el consumo total anual de determinado producto es de 10 millones de unidades. Y, dada la tecnología disponible para el momento, supongamos que, para cubrir los costos de producción del mismo y tener un margen de rentabilidad, una empresa necesita vender a determinado precio al menos cinco millones de unidades. Eso significa que en dicho país “no caben” más de dos empresas fabricantes de dicho producto, lo cual resulta sustancialmente menor al cupo que ofrecen otras economías con mercados más grandes.

Siguiendo este mismo razonamiento, la baja inversión de los sectores privados y la alta capacidad instalada ociosa resultan también consecuencia de la estrechez de los mercados. Y es algo bastante obvio, pues mercado estrecho significa poca mano de obra disponible (y aún más: capacitada y diversificada) y poca demanda efectiva. Así las cosas, las economías regionales no se desarrollan porque no pueden, no porque no quieren. Asimismo resulta que los altos niveles de concentración empresarial no se deben a malas prácticas como la competencia desleal o la cartelización, sino que surgen como efectos no deseados y fatalmente inevitables de nuestros mercados pequeños.

Sin embargo, para parafrasear a un conocido pensador alemán, toda ciencia sería superflua si la apariencia externa de las cosas y su esencia coincidieran exactamente. Y lo decimos porque cuando se revisa un poco más profundamente esta “explicación”, lo primero que salta a la vista es que, por decirlo de alguna manera, la misma peca de ser una falacia de composición, en el sentido en que se utiliza una “verdad” relativa para justificar una gran mentira y encubrir una gran verdad.

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