Olimpiadas: impureza y realidad

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 Javiera Carmona Jiménez*

Los XXIX Juegos Olímpicos de Beijing terminaron y nadie en Chile se comió las uñas como en la final de la Copa del Mundo en Alemania. Tampoco las estrellas deportivas olímpicas crearon devociones millonarias para competir con la que preside Ronaldinho Gaucho o David Beckham. Durante las Olimpíadas la cotidianidad no se alteró, a diferencia de lo que –cuenta la leyenda– sucedía en Grecia, donde se suspendían todas las actividades, incluso la guerra.

La baja afición a las Olimpíadas en Chile no sólo se debe al monopolio que ejerce el fútbol acaparando la atención del público, sino también a la nula valoración social del deporte en el país.

El espectáculo olímpico sólo se asocia al triunfalismo que oscurece la preparación épica, de al menos cuatro años, de deportistas testarudos que a pesar de las dificultades económicas, falta de tecnología para entrenar y apoyo gubernamental o patrocinantes, insisten en competir en condiciones desiguales a las de sus compañeros de disciplina. Lo extraordinario es que a veces –pocas veces– ganan.

La indiferencia hacia los Juegos Olímpicos es en cierta medida un forma de apatía hacia nuestra propia realidad. Aunque se crea que los juegos en general recrean un mundo aparte, aislado del contexto, las Olimpíadas y el resto de los deportes, reflejan las contradicciones de nuestra sociedad, se tiñen de las pasiones, intereses y tragedias del mundo exterior y cotidiano del que pretendían evadirse con su fiesta espectacular y su representación pirotécnica.

Como el resto de Latinoamérica, Chile no es olímpico en parte porque despliega políticas sociales que impiden que los ciudadanos hagan deportes a secas, y luego se dediquen a tiempo completo a disciplinas no tan populares, ni remuneradas.

En estas Olimpíadas de Beijing se confirmó que la diáspora latina hacia Europa ahora incorporó deportistas que dejaron sus países y cambiaron sus nacionalidades por ausencia de apoyo para entrenar.

El argentino Diego Romero ganó una medalla de bronce en yachting representando a Italia; los brasileros Renato Gomes y Jorge Terceira llegaron a las semifinales de voleibol de playa por Georgia, el ecuatoriano Jackson Quiñónez corrió los 110 metros con vallas para España y la mexicana Erika Leal representó a Australia en nado sincronizado.

Algunos señalan que los Juegos Olímpicos –y los deportes en general– pierden su pureza cuando en ellos se cuela la realidad, bien sea como tensiones políticas, intereses económicos, comerciales o propagandísticos y rivalidades regionales. Al contrario, la dignidad de este mega evento deportivo está en su impureza, en que no logra aislarse del tiempo real, y en lugar de darnos un respiro nos enrostra de una manera “lúdica” los dilemas de nuestro tiempo.

Por ejemplo, el atleta marroquí Rashid Ramzi fue el primer medallista bahrení de la historia del atletismo. Ramzi ganó medalla de oro en la prueba de 1.500 metros por Bahrein, un pequeño país del Golfo Pérsico, que llevó una delegación de 10 deportistas con uno sólo nacido en sus tierras. La política deportiva gubernamental con la que Bahrein alienta el deporte es nacionalizar atletas usando petrodólares.

El paréntesis olímpico nos ofrece otra imagen de los principios que inspiran las políticas públicas de los países, incremento de la desigualdad social, persistencia del racismo, aceptación de la mercantilización de la vida, sentido oscuro de la política exterior de los gobiernos y omnipotencia de los deformantes medios de comunicación hipermasivos.

Después de las Olimpíadas, Beijing sigue siendo la capital del deporte mundial como sede de los XIII Juegos Paraolímpicos, acontecimiento que nos muestra la dimensión invisible de los discapacitados en el mundo bajo el misma lema olímpico: Un mundo, un sueño (One world, one dream).

*Académica e investigadora.

Arena Pública, plataforma de opinión de Universidad Arcis.

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