Óptica: el plan de la ética

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Teódulo López Meléndez*

Cuando es difícil distinguir entre niebla y bruma –o entre ocaso y amanecer– es grande la tentación de cercenar voces y cubrir oídos. Pero la historia es una fuerza propia y única de la naturaleza humana, y los testimonios deben expresarse para así ser recordados. Lo demás es negar la potencia de las aguas y la posibilidad de un cauce. La redención, al fin de cuentas, no es más que un refugio. O una interpretación.

Los escritores tenemos una tendencia innata a dejar testimonio. A presentar constancia del deber cumplido. Somos desoídos –es la regla– pero nadie puede alegar que el testimonio no pervive, aunque los libros sean echados de las bibliotecas y aunque el pasado agonizante colabore con su ceguera. Los escritores tenemos ahora a la internet, al ciberespacio, para evitar que se diluya en el olvido lo que le dijimos a los pueblos sordos.

El deber encarnado en Pocaterra

El deber se cumple aún a sabiendas de la psicología colectiva, de los “sabios” encerrados en sus torres de marfil, de los “analistas” perdidos en su incapacidad manifiesta, de los “investigadores” que viven en el pasado, de los burlones cuya muy limitada capacidad de comprensión no produce otra cosa que sonrisas de estupefacción.

Quienes aquí persistimos –a pesar de la disolución de las instituciones que agrupan a escritores y a creadores– tenemos a quien mirar. Recuerdo siempre a Mario Briceño Iragorry y a Mariano Picón Salas y nunca olvido una entrevista que le hice para un diario a Marthe Arcand, la viuda de José Rafael Pocaterra. Uno de mis ganchos a la realidad es “Memorias de un venezolano de la decadencia”, porque  Marthe me contó como José Rafael la despertó una madrugada para leerle “Canto a Valencia”, como José Rafael a cualquier hora la estremecía con sus cuentos, como desde el exilio canadiense José Rafael Pocaterra seguía ejerciendo la hombría.

Pocaterra no se detuvo a pensar en el miedo que acogotaba a los venezolanos bajo la égida gomecista. Pocaterra no se detuvo a preguntarse porqué sus compatriotas no le hacían caso. No, Pocaterra cumplía con su deber. Pocaterra no miraba a quienes le llamaban “un loco muy inteligente”. En estos momentos de decadencia aferro la mano de José Rafael Pocaterra porque José Rafael Pocaterra encarna la intelectualidad más desafiante, la de la hombría, la del cumplimiento del deber sin esperar los aplausos de nadie, sin esperar la comprensión de nadie, sin esperar que el miedo se disipara de las almas agónicas de sus compatriotas. Y como muchos escritores acostumbran, José Rafael Pocaterra participó activamente en acciones concretas para desalojar al dueño de esta hacienda.

La confusión

Si algo caracteriza a este país en este momento es la confusión. Y el desorden mental. Los desesperados alegan que no se hace nada, pero cuando se les invita a una acción por banal que aparente ser, encuentran cualquier excusa. Como me dice alguien en la esquina, la más común es “todavía tengo a mis hijos pequeños”. Se quejan,  por ejemplo, de que la protesta contra el cierre de Globovisión será inútil como lo fue la ejercida en el caso de RCTV. La lista ejemplificadora de este aserto sería interminable.

Hay un miedo natural al ojo que vigila, al ojo represor, pero también contribuyen los que hablan. El dirigente estudiantil David Smolansky aseguró que “si cierran otro medio de comunicación el movimiento estudiantil volverá a la calle”, como si esto se tratara de un velorio donde se llora después de la muerte. La lógica –ahora retorcida y prácticamente inexistente– indica que se ejercen las acciones para impedir el cierre. Esto es, previamente. Esa declaración es igual a la de Ledezma declarando que “desde este momento estamos unidos” y en “estado de alerta”. Ya esas frases las he analizado, pero me toca adjuntar que las mismas se referían al seguro cierre del medio televisivo, obviando la expropiación que se hizo de absolutamente todo el territorio nacional.

Cuando Gómez la mitad de los intelectuales estaba en el gobierno y la otra mitad en el exilio o en las mazmorras. Uno escucha la entrevista que Globovisión le hizo a Domingo Alberto Rangel –debe ser la única en 40 años– y la diferencia con estos massmediáticos de hoy es abismal. Uno puede estar o no de acuerdo con este escritor de libros fundamentales, pero tiene que admitir que el análisis que produce es brillante y coherente. Quienes asistíamos a las sesiones del Congreso Nacional de los primeros años del período democrático quedábamos absortos escuchando a líderes de todas las tendencias en debates esclarecedores y pedagógicos, lo que no obviaba la dureza pero tampoco el posterior gesto de respeto.

El país se ablandó. La democracia produjo lo que podríamos llamar un “efecto colateral negativo indeseable”. Los escritores se dedicaron a beber y a medrar. La gente olvidó lo que era la política. La realidad de pobreza fue obviada. El desinterés por los asuntos públicos se hizo nulo. La única actividad que se permitían mis compatriotas confusos de hoy, era la de ir a votar.

Ahora quienes fungen de “dirigentes” están a muchísimos años–luz de una capacidad mínima para enfrentar este drama. Y lo más grave: el país se muestra incapaz de generar sustitutos. La inteligencia existe, sobre todo en el interior del país, pero no brota, o porque se niega o porque está contagiada del terror que inspira toda dictadura o porque no encuentra la manera.

Estamos en un callejón sin salida. Aquí el asunto no es escribir artículos con preguntas basadas en un desprecio por la capacidad de la gente, como ese que pregunta si es que usted hubiese preferido a Iztúriz en lugar de Ledezma como Alcalde Mayor. Aquí el asunto –ratificado por el inefable Rafael Ramírez al anunciar que “desalojarán” a Pérez Vivas de la gobernación del Táchira– es si se puede convivir o no desde cargos de elección popular con un gobierno dictatorial. Este callejón tiene una pared y es sobre esa pared que debemos ir. En dictadura se va a elecciones si se va a lograr un efecto político. Proclamar las elecciones como única vía para resistir es electoralismo, uno que oculta y dispara las sospechas.

Y siguen los errores de lenguaje que conducen a errores de comportamiento: a.– Américo Martín se empeña en seguir hablando de “disidentes”, ignorando la acepción del verbo disidir. “Disidente” es el que abandona lo aceptado, esto es, a la mayoría. Aquí no hay disidentes. Aquí lo que tiene que haber es gente que opone resistencia. b.– Se anuncia una “marcha” de la UCV para protestar por el recorte presupuestario y se precisa que ya se hicieron todos los contactos con las “autoridades”.

¿Hasta cuando “marcha”? Eso se llama manifestación y uno no va a ponerse de acuerdo con el agente represor. ¿Se le acabaron a la UCV la imaginación, el coraje y el talante? Acción, por lo demás, inútil, pues no les van a dar más dinero. Qué invente la UCV, si es que capacidad de invención todavía le queda. c.–La única cosa que preocupa a Petkoff son las elecciones parlamentarias. Da la impresión de que existen muchas otras cosas por las cuales preocuparse y no por si estos gentiles y educados caballeros se ponen o no de acuerdo para ofrecernos sus listados llenos de caras chamuscadas.

El país no es más que una mariposita de lluvia, una tarabita que se golpea contra las paredes sin saber que hacer o sabiéndolo incurriendo en omisión. Ese es el país sobre el cual el “padrecito” redivivo ejerce su “magisterio”. En el exterior se llama “Penis Cellphone” al celular que nos ha regalado la “revolución”, mientras se ejerce sobre el gentilicio venezolano toda clase de burlas. Recibo revistas, poemas, ensayos y toda clase de reacciones de amigos mexicanos alzados contra esa especie de apartheid que se aplica contra sus conciudadanos por el asunto de la epidemia de gripe. México todavía tiene corazón y voces.

Aquí somos muchísimos menos, pero seguiremos restregándole a este país su tragedia, produciendo análisis y sugiriendo acciones, mostrándole sus lacras y rebelándole sus miedos, señalándole sus fallas y conceptualizando sobre lo que deberíamos ponernos a construir.

* Escritor.
 

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